Se habla en todas partes del incendio de la catedral de París, pero ¿cuántos saben que en 2018 se registraron en Francia 1068 ataques contra iglesias o símbolos cristianos? ¿Cuántos se han enterado de que, apenas un mes antes de Notre Dame y en uno de esos ataques, resultó incendiada la iglesia de Saint Sulpice, la segunda iglesia más grande de París? Y lo que es más importante, ¿a cuántos de los que hubieran podido saberlo les hubiera importado algo, más allá del disgusto por la destrucción de antigüedades de cierto valor?
Poblaciones y barriadas enteras, especialmente alrededor de las principales ciudades de Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Suecia o Gran Bretaña, se encuentran sometidas a la ley islámica y ni siquiera la policía se atreve a entrar en ellas. El multiculturalismo ha fracasado estrepitosamente; los inmigrantes no se integran ni tienen la menor intención de hacerlo; los índices de delincuencia se disparan, pero las autoridades ocultan la identidad de los agresores, si no las propias agresiones, censuran los medios de comunicación y criminalizan a quienes se atreven a hablar con claridad. Mientras tanto, siguen insistiendo en las “bondades” de una inmigración masiva y fuera de todo control, que sólo beneficia a las mafias y a los gobiernos que las controlan, y que supone una nueva y vergonzosa forma de esclavitud en la era de los “derechos humanos”.
Las naciones ceden su soberanía a una Unión Europea que se ha convertido en una monstruosa máquina de uniformización, de liquidación de las identidades culturales y religiosas para hacer de todos los europeos unos clones diseñados según determinado modelo, sin ideas propias, programados para pensar y sentir lo que conviene al poder. La Unión Europea es hoy lo más parecido a una teocracia, en la que el dios es el dinero, pero lo siguen llamando democracia y nos enseñan a pensar que realmente lo es.
Los medios de comunicación pertenecen a los grandes grupos de poder, difunden sus consignas y nos imponen la visión de la realidad que les conviene, lo políticamente correcto. Sólo pequeños medios, sin recursos y sometidos a constante presión, siguen hablando claro y sin claudicar ante la corrección política. La libertad de expresión hace mucho que dejó de existir. Sólo goza de ella quien expresa lo que es grato al poder, que hoy se identifica con la socialdemocracia, la izquierda en general y el llamado “progresismo”, un progresismo que alaba al islam mientras defiende el feminismo, contradicción que pasa desapercibida a las gregarias mentes europeas.
Europa es hoy un gran laboratorio en el que se experimentan técnicas de control social, preparando el advenimiento de un gobierno único, de un totalitarismo más sutil y peligroso que cuantos le han precedido en la historia, basado en una uniformidad de pensamiento conseguida mediante la previa destrucción de las identidades culturales y religiosas y la imposición de una religión civil única: el culto a la tierra y a la humanidad.
Hace unos años yo pensaba que mi edad me libraría de conocer esa penosa realidad, la realidad de una Europa islamizada, de un catolicismo convertido a la neo-religión humanitaria, de una sociedad destruida, de una población desarraigada, de una libertad encadenada, pero las cosas van muy deprisa, mucho más de lo que podíamos imaginar, y hoy esa realidad está ya tomando forma ante nuestros ojos, de forma visible y evidente para los ojos que todavía son capaces de ver, que posiblemente son muy pocos.
¿Y la esperanza? Sí, la hay. A pesar de todo, Dios sigue siendo el Señor y de la historia, y lo que sucede no es más que lo que nosotros mismos hemos traído, y nos toca sufrir las consecuencias.