Una democracia que se cree fin en sí misma, que pospone la defensa de la dignidad de la persona, que legitima el pluralismo en clave de relativismo moral, una democracia para la que no hay verdades absolutas sino solo opiniones, que no admite la existencia de principios absolutos innegociables que están por encima de la voluntad popular, no es una buena democracia.
Después de la caída del marxismo, dice san Juan Pablo II en su carta encíclica Veritatis splendor, existe hoy un riesgo no menos grave: la alianza entre democracia y relativismo ético que quita a la convivencia cualquier referencia moral segura.