A pesar del carácter lúdico y festivo que han tomado estas fechas, mucha gente no felicita la Navidad, sino las Fiestas. La Navidad, originariamente, es la fiesta en que conmemoramos el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
En la medida en que se trata de un suceso histórico, es el acontecimiento más importante de la historia. De hecho, es el punto en el que el calendario de Occidente establece una distinción entre dos épocas.
Veamos el aspecto teológico de este hecho, que es también singular. Se trata de uno de los dogmas centrales del Cristianismo: la Encarnación.
Por lo pronto, hay que destacar la singularidad de esta idea en el conjunto de las religiones. En las demás religiones el hombre se dirige a Dios; crean sus mitos y sus ritos intentando explicar el sentido y el origen del mundo, y en Dios o en los dioses cristalizan esa necesidad.
En el Cristianismo Dios no es el Ser Supremo impasible o el Motor Inmóvil aristotélico, sino un ser que se preocupa por sus criaturas y se dirige hacia ellas. Desde la antigua Alianza hasta Cristo, en quien culmina la Revelación, Dios toma la iniciativa y pide una respuesta del hombre. Esto, por lo pronto, es una novedad en el contexto de la historia de las religiones.
Profundicemos un poco más en este carácter peculiar, novedoso de la Encarnación[1].
Los movimientos religiosos de cualquier época intentan articular, poner en relación los conceptos de lo sagrado y profano, o, en términos de la tradición cristiana, lo natural y lo sobrenatural. Se abren aquí, dentro de la diversidad del fenómeno religioso, fundamentalmente, dos opciones.
Primera: lo sagrado y lo profano se sitúan en ámbitos separados y estancos. Los dioses de la tradición estoica o el Motor Inmóvil aristotélico o tantas manifestaciones de religiones no cristianas.
Segunda: lo profano se asimila a lo sagrado y termina por confundirse con éste. Las emociones profundas, como el erotismo o la desesperación, fácilmente pasan de lo fisiológico a lo trascendente; de ser sensaciones y experiencias a tener un sentido casi religioso. Igualmente, los mitos colectivos que configuran la vida social y política también toman frecuentemente un sentido de trascendencia. Ejemplo: el origen divino de la realeza; el Rey es al tiempo gobernante y sumo sacerdote. Nos parecerá que esto es cosa de un pasado remoto, pero los nacionalismos actuales no son ajenos a un sentido transhistórico, a un fin último que tiene un sentido casi escatológico. En estos casos, lo sagrado y lo profano terminan por confundirse.
El Cristianismo rechaza y supera ambos extremos.
La Encarnación supone la implicación de lo sobrenatural en lo natural. Por otro lado, hay implicación, pero no confusión, pues queda clara la distinción entre los dos órdenes.
La Encarnación es algo nuevo y de ella se derivan profundas consecuencias. Lo que Dios transmite no es, propiamente, un mensaje, entendiendo este como un conjunto de signos, de palabras. Ni siquiera las palabras de Cristo constituyen toda la revelación; es su “persona” completa. Su persona no es solo su inteligencia, lo que se supone que caracteriza al hombre, sino todo su ser, su humanidad, incluyendo al cuerpo. El Cristianismo es una religión “corpórea”, no un gnosticismo espiritualista, por eso nunca resulta puritano.
Todo esto da al hombre una dignidad especial. La expresión “a su imagen y semejanza” cobra aquí toda su profundidad.
La historia de la Iglesia no es la interpretación de un texto; se concreta en las “cosas santas” (los sacramentos) y en los santos, los bienaventurados. No es una ideología y un aparato de control que vela por su pureza, sino que se manifiesta, diríamos, que se encarna, en el testimonio de unos hombres concretos: los apóstoles y sus sucesores.
Lo sensible, lo corpóreo recibe una dignidad especial y eso tiñe la historia de la Iglesia y de Occidente. Se produce, pues, un importante cambio. A partir de ahora, nada será igual. Es la gran novedad (la Navidad) de lo que celebramos.
[1] Sigo aquí, en general, el argumento del filósofo francés Rémi Brague en su artículo “Catolicismo y cultura europea”, en Catolicismo y cultura, Madrid, EDICE, 1990. aunque añadiendo algunas matizaciones propias.
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