Decir que la Navidad es mágica es una confusión que daña su verdadera esencia. Esta narrativa mundana encierra el peligro de distraernos del corazón del misterio que celebramos. Dios no envió a su Hijo al mundo para asombrar con trucos o encantar con espectáculos fugaces. Su propósito era mucho más profundo: rescatarnos de la muerte eterna.
La pregunta está servida: ¿Qué podía llevar a Dios a enviar a su Hijo al mundo? ¿Por qué ofrecer un regalo tan sublime a una humanidad? San Juan responde con una claridad que ilumina la duda:
«Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3, 16).
Un amor desbordante, inexplicable en los cánones humanos, pero absolutamente coherente en la lógica divina. Ese amor, que no conoce fronteras ni reticencias, fue el motor que impulsó la llegada del Redentor. Por eso, en el Pregón pascual resuena una exclamación que desborda de gratitud: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!»
El valor de lo infinito
El pecado de Adán y Eva no fue una grieta monumental en la relación con Dios.
Desde aquel instante en el Edén, Dios manifestó: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ésta te aplastará la cabeza mientras tú le morderás el talón» (Gen 3, 15). Aquella promesa se encarnó en Jesús, cuyo sacrificio en la cruz borró las huellas del pecado original y nos ofreció la esperanza de la vida eterna.
Pero este misterio de la Redención no es un eco lejano. Es tan actual que lo hacemos presente en cada Eucaristía. Del mismo modo, el nacimiento de Jesús no fue un hecho anecdótico. Fue el momento en que lo eterno se volvió tangible, lo divino se hizo humano, y nuestra historia cambió para siempre.
Un redentor cercano
Y aquí volvemos a la idea central.
Dios no envió a su Hijo para hacer magia, sino para ser nuestra salvación.
Jesús no buscó deslumbrar con poderes espectaculares ni imponer su divinidad desde las alturas. Decidió caminar entre nosotros, compartir nuestras alegrías y dolores, abrazar nuestra humanidad en todo salvo en el pecado.
Nació en la pobreza más sencilla, creció en un hogar lleno de trabajo y amor, y vivió la cotidianidad con la misma naturalidad que nosotros. Comió, durmió, río y lloró.
En cada gesto ordinario demostró que no era magia lo que necesitábamos, sino un amor que se diera hasta el extremo.
Por eso afirmamos: en la Navidad no hay magia, hay salvación. Es un tiempo para detenernos y contemplar el misterio del amor hecho carne.
Es la ocasión perfecta para renovar nuestra gratitud por el don inmerecido que hemos recibido.
Gratitud encarnada
La Navidad no es sólo una fecha en el calendario, sino un recordatorio constante del amor que nos salva.
Este tiempo nos recuerda también que Dios no es un ser lejano ni indiferente. Es un amor que transforma nuestra Navidad en algo más profundo que luces y regalos: una invitación a vivir con esperanza y alegría, sabiendo que la vida eterna nos espera.
Celebremos esta Navidad no como un cuento mágico, sino como la historia verdadera del amor más grande que existe.
Porque lo que la hace especial no es la fantasía, sino la realidad del Dios que se hizo hombre por nosotros. ¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!