Discurso del Cardenal Secretario de Estado
Rector magnífico,
Reverendo Presidente de la Fundación Ratzinger / Benedicto XVI
Ilustres oradores,
Señoras y señores,
Agradezco a los organizadores, especialmente al Padre Federico Lombardi, Presidente de la Fundación Ratzinger / Benedicto XVI, su cordial invitación a participar en este Simposio que precede a la presentación del Premio Ratzinger. Particularmente significativo es el tema elegido este año para el congreso, que tiene como desafiante título: “Derechos fundamentales y conflictos entre derechos”, dedicado por completo a los derechos humanos en el 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948.
Los derechos humanos son, sin duda, un tema de gran actualidad, complejo y, a veces, controvertido. Las intervenciones de estos días nos brindan análisis importantes y significativos, que destacan aspectos clave de la discusión, desde el origen y el fundamento de los derechos humanos, pasando por su jerarquía e interacción mutua hasta los límites donde pueden o deben llegar. El tema de mi intervención pretende abordar el ámbito de investigación desde una perspectiva diferente, centrándose especialmente en los interlocutores de la Santa Sede en el campo de los derechos humanos y, por lo tanto, en el diálogo que establece con la comunidad internacional.
Ciertamente, no podemos olvidar que la actitud de la Iglesia y su propensión al diálogo sobre el tema han ido evolucionando a lo largo de los siglos desde que la expresión apareció en los comienzos de la Revolución Francesa en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, del 26 de agosto, 1789. Como se sabe, al principio se rechazó cualquier diálogo posible al respecto con la sociedad. Los derechos humanos se percibían exclusivamente como un intento de subvertir los auténticos valores cristianos en los que se basaba la convivencia civil y la voluntad de crear una sociedad en cuya base hubiera un sistema legal liberado de la religión. Los derechos del ciudadano aparecían así como “una propaganda engañosa difundida por aquellos que en realidad pretendían subvertir todo buen ordenamiento de la vida colectiva, mientras que los” derechos humanos” reales consistían en la obediencia, según los dictados de la Iglesia, a los deberes inculcados por la ley natural y divina y traducidos a ley positiva “.
El lenguaje de los derechos entra lentamente en la vida de la Iglesia con el desarrollo de la doctrina social. La Encíclica Rerum novarum de León XIII mencionará el derecho de propiedad, vinculando el concepto de propiedad privada con el derecho natural y recordando que “las leyes civiles […], cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley natural, confirman y amparan (cf. S. Th. II, Q. 95, A. 4), incluso con la fuerza este derecho de que hablamos”.
Tras los dramáticos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial y con la instauración de una nueva relación con la modernidad en los años del Concilio Vaticano II, la Iglesia abandonó la dialéctica inicial y se convirtió ella misma en promotora de los derechos humanos fundamentales, aunque sin renunciar a subrayar las prerrogativas de la ley divina. “No hay ley humana –afirma Gaudium et spes – que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el Evangelio de Cristo confiado a la Iglesia. El Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos… […]La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud cuando nos vemos libres de toda norma divina.”.
Por lo tanto, si por un lado, en el curso del tiempo se abrió un diálogo fructífero entre la Iglesia y la sociedad sobre el tema a lo largo del tiempo, por otro lado, no con poca frecuencia, suelen estar marcadas las distancias acerca del contenido y el lenguaje adoptado. En su enfoque, la Iglesia parte de las palabras del Apóstol: “examinad todas las cosas y quedaos con lo bueno” (1 Tes. 5:21). Por lo tanto, se siente libre de llegar a todos los interlocutores posibles, incluso desde las posiciones más lejanas.
Al mismo tiempo, no debemos olvidar que el punto de partida de todo diálogo, que realmente quiera ser eficaz, es la conciencia de uno mismo. Abrirse a otro no significa renunciar a la identidad y las prerrogativas propias. Allá donde se promueven “derechos” que la Iglesia considera incompatibles tanto con la ley divina como con la ley natural, conocible con la recta razón, la Santa Sede no dejará de levantar su voz en defensa sobre todo de la persona humana. No se trata de atrincherarse en posturas preconcebidas, sino más bien de defender el desarrollo armonioso e integral del hombre, porque desafortunadamente, como señalaba el Papa Francisco, “Está también el peligro —en cierto sentido paradójico— de que, en nombre de los mismos derechos humanos, se vengan a instaurar formas modernas de colonización ideológica“, por lo que algunos derechos fundamentales se dañan en nombre de la promoción de otros derechos. Al mismo tiempo, la legítima defensa de una identidad cultural no puede ser un pretexto para eximirse del respeto a los derechos humanos.
En el debate de hoy, es bueno tener en cuenta algunos elementos que son fundamentales para el diálogo de la Iglesia con sus interlocutores. El primero que me gustaría señalar es el carácter universal de los derechos. La Declaración de 1948 se proponía, en efecto, el objetivo de formular declaraciones que fueran siempre válidas, en toda época, lugar y cultura, ya que son inherentes a la naturaleza misma de la persona humana. Hoy notamos una toma de distancias, tanto en algunos ámbitos del llamado Occidente, como en otros contextos culturales, casi como si el significado profundo de los derechos humanos se pudiera contextualizar y aplicar solo en ciertos lugares y en una cierta época, que ahora parece irremediablemente orientarse hacia el ocaso. En cambio, es necesario recuperar la dimensión objetiva de los derechos humanos, basada en el reconocimiento de que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Sin tal visión, se establece un cortocircuito de los derechos que, de universales y objetivos, se convierten en individuales y subjetivos, con la consecuencia paradójica de que “cada uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos”, y ” esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a fomentar esa globalización de la indiferencia que nace del egoísmo, fruto de una concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir una auténtica dimensión social”.
Solo manteniendo viva la conciencia de la valencia universal de los derechos humanos podemos evitar esta deriva, que resulta en la proliferación de una “ multiplicidad de «nuevos derechos», no pocas veces en contraposición entre ellos” y, al mismo tiempo, iniciar un diálogo vasto especialmente en el ámbito de la ONU donde tienen lugar la mayoría de las discusiones sobre el tema. Sin embargo, también se debe tener en cuenta que la creciente irritación que se advierte en muchas partes hacia las organizaciones internacionales y la diplomacia multilateral, pone hoy en grave peligro la interlocución sobre los derechos humanos. Por su parte, la Santa Sede considera fundamental fomentar la confrontación más amplia posible con todos los hombres de buena voluntad y con aquellas instituciones que trabajan para proteger los derechos humanos y promover el bien común y el desarrollo social. El Papa Francisco nos alienta constantemente a construir puentes y los puentes se pueden construir con múltiples interlocutores, tanto en el campo multilateral como en el bilateral, tanto con los Estados como con las organizaciones no gubernamentales, con los interlocutores religiosos, así como con sujetos laicos y no confesionales.
En este sentido, la esfera diplomática es privilegiada, ya que permite desarrollar contactos y relaciones personales a través de las cuales la Santa Sede puede alcanzar las tierras más lejanas y las sensibilidades humanas más distantes. Por lo tanto, no debemos renunciar a la creación de nuevas oportunidades de encuentro, siguiendo la feliz intuición que el entonces Sustituto de la Secretaría de Estado, Monseñor Giovanni Battista Montini, tuvo cuando fundó el Círculo di Roma, que era un foro extraordinario y una sede privilegiada de relaciones internacionales. Ofreció una oportunidad de conocimiento mutuo y colaboración a nivel cultural y diplomático, promoviendo, entre otros, estudios sobre problemas internacionales. También hoy necesitamos puntos de contacto, en los que todos puedan ofrecer su propia contribución original respetando la opinión de los demás. Desafortunadamente, no es infrecuente que algunas ideas preconcebidas y lugares comunes sobre la Iglesia hagan más difícil una discusión serena.
La interlocución es más complicada sobre todo allí donde se tocan los ámbitos más íntimos de la vida y de la persona humana sin un anclaje objetivo. De hecho, el cristianismo se remite a “remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, (…) a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”. Por el contrario, en los últimos tiempos parece haber prevalecido una visión fragmentada del hombre, liberado de cualquier vínculo, tanto con lo sobrenatural como con los otros hombres, de modo que se ha activado un mecanismo por el cual los derechos humanos están sujetos al “sentimiento común” de la mayoría. En la reflexión de la Iglesia, sin embargo, no existen los derechos de “un hombre liberado de cualquier vínculo”, no hay un “hombre fragmentado” en sus diversos aspectos sociales, económicos, religiosos, etc., sino el hombre en su totalidad.
La Iglesia, por lo tanto, enfoca los derechos humanos sobre la base de su universalidad, racionalidad y objetividad. Desde este punto de vista, se entiende el compromiso concreto de la Santa Sede en defensa de algunos derechos específicos a los que presta especial atención y en cuya promoción está comprometida.
En primer lugar, está el derecho a la vida contenido en el artículo 3 de la Declaración de 1948. Esta es la verdadera base de todos los derechos humanos. La actividad multilateral de la Santa Sede, en cualquier foro internacional, así como en las relaciones con los Estados, siempre tiene como objetivo defender este derecho. Del mismo modo, no debemos olvidar el compromiso concreto de la Iglesia a través de las órdenes religiosas y sus numerosas obras de caridad, así como a través de las numerosas organizaciones no gubernamentales, inspiradas en el cristianismo. Junto con la defensa del comienzo de la vida y de su fin natural, que constituye la premisa fundamental de la promoción del derecho a la vida, hoy existen nuevos desafíos relacionados con la biotecnología moderna y, a veces, favorecidos por una legislación más bien permisiva. Surgen preguntas espinosas sobre la manipulación genética, el tráfico de órganos y los nuevos hechos de la “hibridación” de la persona humana con el genoma de otras especies.
Frente a estos desafíos, la Iglesia está comprometida a subrayar el valor único e irrepetible de cada vida, don precioso de Dios. “El cristiano- recordaba Benedicto XVI- está continuamente llamado a movilizarse para afrontar los múltiples ataques a que está expuesto el derecho a la vida. Sabe que en eso puede contar con motivaciones que tienen raíces profundas en la ley natural y que por consiguiente pueden ser compartidas por todas las personas de recta conciencia”. Desgraciadamente, el derecho a la vida parece ser el más expuesto al individualismo que caracteriza en particular las sociedades occidentales. En el intento constante de liberar al hombre de Dios, la vida deja de ser un don y se considera más bien como una propiedad, de la cual cada uno puede disponer libremente dentro de los límites establecidos por el simple consenso de la mayoría. Esto hace que el diálogo sea más complejo, debido a la dificultad de encontrar un terreno metafísico y léxico común en el que encontrarse.
En el contexto de la defensa de la vida, la Santa Sede también participa activamente en la promoción de la eliminación universal de la pena de muerte. Es un compromiso que toma en cuenta tanto el artículo 3 como el artículo 5 de la Declaración de 1948, que prohíbe las penas crueles, inhumanas y degradantes. Se trata de una cuestión particularmente importante para el Santo Padre, quien el pasado 2 de agosto decidió actualizar el Catecismo de la Iglesia Católica. “Durante mucho tiempo –reza la nueva fórmula- el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común. Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente. Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona», FRANCESCO, Discurso a los participantes en el encuentro promovido por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, 11 de octubre 2017) y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo”.
En este ámbito, la Santa Sede interactúa sea con los organismos que promueven la abolición de la pena de muerte apoyando su acción, entre los cuales debemos mencionar especialmente a la Unión Europea con la que existe una profunda armonía sobre el tema, sea allí donde hay la posibilidad, con aquellos países que todavía la aplican, subrayando el escaso efecto disuasorio que posee, así como el anacronismo de recurrir a ese castigo en los estados que, en general, están equipados para proteger adecuadamente la seguridad de sus ciudadanos. Por otra parte, reiteraba el Papa, ” La cautela en la aplicación de la pena debe ser el principio que rija los sistemas penales, y la plena vigencia y operatividad del principio pro homine debe garantizar que los Estados no sean habilitados, jurídicamente o de hecho, a subordinar el respeto de la dignidad de la persona humana a cualquier otra finalidad, incluso cuando se logre alcanzar una especie de utilidad social. El respeto de la dignidad humana no sólo debe actuar como límite de la arbitrariedad y los excesos de los agentes del Estado, sino como criterio de orientación para perseguir y reprimir las conductas que representan los ataques más graves a la dignidad e integridad de la persona humana”.
Con referencia a los artículos 13 y 14 de la Declaración de 1948, la Santa Sede está comprometida en promover los derechos de los migrantes y de los refugiados. En las diversas crisis de los últimos años, el Santo Padre no ha dejado de hacer oír su voz ante una tragedia de inmensas proporciones, fuertemente dañosa para la dignidad humana. También en este caso, los interlocutores son muchos, a partir de la comunidad internacional y, por lo tanto, de las Naciones Unidas, con quien la Santa Sede está trabajando desde hace ya un par de años en la definición de los Global Compacts sobre migrantes y refugiados, que serán adoptados dentro del ‘año. Lamentablemente, es doloroso constatar que algunos países se están retirando de la discusión.
Por su parte, la Santa Sede, a través de las Misiones Permanentes en Nueva York, por lo que concierne a los migrantes, y en Ginebra, con respecto a los refugiados, continúa ofreciendo su contribución activa a las discusiones y consultas preparatorias, promoviendo la visión del Pontífice centrada en torno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. También durante sus viajes apostólicos, el primero de los cuales estuvo dedicado precisamente a los migrantes, con la visita a la isla de Lampedusa, el Papa Francisco no ha dejado de recordar la urgente necesidad de cuidar de aquellos que se ven obligados a abandonar sus tierras debido a de guerras y persecuciones, así como por el hambre y las dificultades económicas. Sabemos que su compromiso con la promoción de la dignidad de los más débiles, especialmente de los niños y adolescentes que se ven forzados a vivir lejos de su patria y separados de los afectos familiares, le ha acarreado a veces la hostilidad, especialmente de aquellos que han visto su territorio fuertemente afectado por las recientes oleadas migratorias.
Sin embargo, no hay que detenerse en los malentendidos. El mismo Papa Francisco no ha dejado de subrayar que la acogida debe ser razonable, es decir, debe ir acompañada de la capacidad de integración y de la prudencia de los gobernantes. Afirmar el derecho de quien es débil a recibir protección no significa eximirlo del deber de respetar el lugar que lo acoge, con su cultura y sus tradiciones. Por otro lado, el deber de los Estados de intervenir en favor de quienes están en peligro no significa abdicar del derecho legítimo de proteger y defender a sus ciudadanos y sus valores. En este sentido, debe señalarse que, no pocas veces, en los últimos años la política ha renunciado a su papel de mediación social para construir el bien común, cediendo a la tentación imprudente de buscar el consenso fácil y foguear los temores ancestrales de la población. También en el contexto internacional, hay que lamentar la menor propensión a colaborar en la búsqueda de soluciones compartidas entre los Estados, frente a la prevalencia de nuevas formas de nacionalismo. Estas dificultades no eliminan el compromiso de la Santa Sede en la búsqueda de un diálogo constructivo con todos para defender las vidas en peligro, ni el esfuerzo de la Iglesia y sus instituciones caritativas para interactuar con la sociedad civil para fomentar soluciones concretas que alivien el sufrimiento de los migrantes y protejan la vida y las actividades de los ciudadanos.
Por último, quisiera recordar el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, a saber, ” toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” Como se sabe, este es un derecho sobre el cual la Iglesia, después de un largo rechazo, ha elaborado su propia reflexión profunda a partir de los años del Concilio Vaticano II, con la Declaración Dignitatis Humanæ, que establece que “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos».
Como recordaba el Papa Ratzinger, para la Santa Sede se trata del “primer derecho del hombre, porque expresa la realidad más fundamental de la persona”. Por otro lado, “Cuando se reconoce la libertad religiosa, la dignidad de la persona humana se respeta en su raíz, y se refuerzan el ethos y las instituciones de los pueblos. Y viceversa, cuando se niega la libertad religiosa, cuando se intenta impedir la profesión de la propia religión o fe y vivir conforme a ellas, se ofende la dignidad humana, a la vez que se amenaza la justicia y la paz”. A su vez, el Papa Francisco explicaba que ” la razón reconoce en la libertad religiosa un derecho fundamental del hombre que reflexiona su más alta dignidad, la de poder buscar la verdad y de adherirse a ella, y reconoce en ella una condición indispensable para poder desplegar toda la propia potencialidad. La libertad religiosa no es sólo la de un pensamiento o de un culto privado. Es la libertad de vivir según los principios éticos consiguientes a la verdad encontrada, sea privada que públicamente”. No son pocos, de hecho, los intentos de reducir la libertad religiosa a la esfera meramente privada de la persona, así como también los de hacer que los derechos civiles dependan de la afiliación religiosa. La Santa Sede, por lo tanto, está en primera línea en la promoción del derecho a la libertad religiosa, trabajando por un lado para evitar la marginación de la religión en la sociedad civil, por el otro para que en todas las sociedades los derechos de todos los ciudadanos estén igualmente protegidos independientemente de sus creencias religiosas.
Junto con la libertad religiosa, es importante afirmar la libertad de conciencia. “Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana”. En nuestros días, se asiste con preocupación a los intentos de reducir este derecho que corre el riesgo de ser marginados y limitados, especialmente en lo que respecta a la objeción de conciencia en materias delicadas relacionadas con la vida. Para la Iglesia, la objeción de conciencia es, en cambio, un derecho fundamental ya que, como afirma Gaudium et Spes,” La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre”, y por lo tanto no puede violarse sin dañar a la persona humana
Ilustres oradores,
Señoras y señores,
Al concluir esta breve revisión, me gustaría resaltar el elemento fundamental para la Iglesia en su interlocución en el campo de los derechos humanos. Lo hago a partir de una imagen que tomo del décimo capítulo del Evangelio según Lucas. Es la parábola del buen samaritano que ayuda a un malparado por el camino que cruza el desierto de Judá, una tierra para él extranjera y hostil. Aquellos que han cubierto ese tramo del camino comprenden las dificultades: los descensos pronunciados y el calor sofocante acompañan al viajero en los mil metros de desnivel que separan a Jerusalén de Jericó. Lucas nos habla de un hombre que, bajando ese camino áspero, se encuentra con los bandidos que lo dejan malherido. Ni el sacerdote ni el levita lo ayudan, de hecho, al verlo, lo evitan, casi, para marcar deliberadamente una distancia. Solo un extranjero no tiene miedo de acercarse al malparado, lo cuida, lo acompaña a una posada cercana y se ocupa de su manutención hasta su completa curación.
En esta parábola que acompaña la enunciación del mandamiento del amor, podemos encontrar expresada la idea inspiradora de los derechos humanos. La expreso con una paradoja: en el origen de los derechos humanos no hay un derecho, ni tantos hay un deber. El viajero herido no tiene el derecho de ser atendido, ni en sí mismo el deber de ninguno de los transeúntes es asistirlo. Originalmente solo hay la compasión y la gratuidad, -en términos cristianos decimos caridad-, de un hombre que descubre a otro hombre en peligro. Mirar al hombre, independientemente de sus características físicas, mentales, étnicas o religiosas, como una persona con su dignidad inherente es precisamente la novedad que Jesús introduce en el mundo con la parábola del Buen Samaritano. En este sentido, el concepto mismo de derecho humano tiene grabado en su ADN la caridad evangélica que completa y, -podríamos decir-, sublima la naturaleza misma del hombre. Con esto no pretendo afirmar una coincidencia entre el mensaje evangélico y los derechos humanos. Hay una diferencia profunda y radical, ya que los últimos apelan a la razón y a la ley natural, mientras que el primero apela a la revelación divina. Sin embargo, como no hay coincidencia, tampoco hay oposición allí donde en el centro está el hombre en su integridad racional, afectiva y social, y los derechos se entienden y se profundizan de acuerdo con la recta razón. Por lo tanto, la Iglesia enfoca positivamente los derechos humanos, porque a través de ellos toda la humanidad toma conciencia de la dignidad de cada persona humana. En esta perspectiva, la Santa Sede trabaja por un debate sereno, fructífero y honesto. Esto requiere, -como mencioné anteriormente-, resaltar las posibles dificultades y malentendidos que surgen cuando la interlocución se basa en un lenguaje líquido, como el lenguaje contemporáneo, en el que las palabras adquieren significados ambiguos.
Pensándolo, ambiguas, no son tanto las palabras como la antropología subyacente, que quizás de manera demasiado apresurada ha dejado al margen la contribución judeocristiana a la filosofía griega y al derecho romano. Si, por un lado, el concepto de derechos humanos surge en el contexto revolucionario francés en oposición a la Iglesia, no se puede callar que rinde un homenaje innegable a la sensibilidad cristiana en la que se formaron los escritores de la Declaración de 1789. La dificultad de nuestro tiempo no estriba tanto en el intento de liberar a los derechos humanos de cualquier vínculo con el cristianismo; -esto no es lo que nos preocupa-, sino la pérdida del anclaje filosófico y jurídico de los derechos en sí, de modo que, en una evolución continua y deseosa de novedades, el pensamiento occidental termina por disminuir la arquitectura misma de los derechos que había enunciado. Sin una visión antropológica clara, todo derecho llama a otros derechos, que terminan devorándose y reprimiéndose mutuamente.
La tentación moderna es acentuar mucho la palabra “derechos”, dejando de lado la más importante: “humanos”. Si los derechos pierden su nexo con la humanidad, se convierten solo en expresiones de grupos de interés y prevalece, como dice el Papa Francisco, ” una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una «mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su alrededor.»[26]. Del mismo modo, como hemos mencionado, los deberes relacionados con ellos caen, y así al afirmar los derechos del individuo, ya no se tiene en cuenta que ” cada ser humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la sociedad misma”.
En el debate sobre los derechos, el desafío para la Iglesia y, por lo tanto, también para la Santa Sede en los diversos foros internacionales no es defender posiciones o “poseer espacios”, como diría el Papa, sino proponer de manera simple y transparente su visión del hombre: no el producto solitario del azar, sino el hijo de un Padre amoroso, que “a todos da la vida, el aliento y todas las cosas” (Hechos 17:25). Es un camino arduo, que sin duda merece ser recorrido
Gracias.