El novelista cartagenero Arturo Pérez-Reverte declara con arrogancia que le dan «repelús» valores como «patria, religión y bandera», y se le aplaude como si hubiese escrito otra entrega de Alatriste, y no como un simple desvarío moral al calor de los cuarenta grados de junio.
¿Repelús?
Conocido por su verbo afilado y su pose de corsario, Pérez-Reverte parece haber confundido el desencanto y el escepticismo con la esperanza y la sabiduría.
Y si bien es verdad que su vida como corresponsal de guerra, tal vez, lo ha dotado de una visión áspera del mundo. No es menos cierto que ha endurecido su alma, hasta volverla impermeable a las verdades más profundas y sencillas.
Es irrefutable que existe un orden moral inscrito en el corazón del hombre y que hay ideales por los que merece la pena vivir y morir.
Muy al contrario de lo que piensa Arturo, la religión no es opio para el pueblo, es esperanza y de la buena.
En la entrevista de Arturo para Esquire podemos leer:
«A mí las personas con valores convencionales como patria, religión y bandera me dan repelús. Prefiero a las personas que no tienen tan claros sus valores. Mis personajes, en general, son gente para quien las grandes palabras no significan nada o han dejado de significar. Cuando esa gente se encuentra sin las ideologías que el ser humano necesita para vivir, esas reglas necesarias para moverse por el mundo y respetarse a sí mismos, se crean sus propios códigos y generan su propia moral. Palabras como dignidad, lealtad, amistad o amor son las que funcionan en mis novelas. Mis personajes no son patriotas ni fanáticos, solo son personas que profesan el culto a ciertas palabras menores que se convierten en mayores a través de las relaciones humanas»
Decir que la religión o la patria provocan «repelús», además de tener un auténtico mal gusto, es un insulto gratuito a millones de personas que han ofrecido sus vidas a un propósito elevado, muy elevado. En muchos casos, el mismo Dios.
¿Llama o no llama la atención tal simplificación grotesca, más digna de un adolescente enfadado con el mundo que de un académico de la lengua?
Decir que «con la religión uno se equivoca, pero no con la lealtad y la amistad» es un suicidio. ¿Cómo se puede pretender navegar sin brújula porque uno confía en las olas? Lealtad, amistad, amor… ¿basados en qué?
Pérez-Reverte presume de personajes ambiguos, de códigos personales, de “palabras menores” como virtud. Pero se está olvidando, quizás deliberadamente, que sin una Verdad mayor, esos códigos se convierten en algo arbitrario.
La ética y la moral sin Dios, puede de una manera muy rápida reducirse a una anécdota.
La distancia cínica de Pérez-Reverte es una posición cómoda y profundamente irresponsable. Un relativismo cultural bastante dañino.
En su aparente relato liberador se trasluce algo mucho más grave: un desprecio por el alma de los pueblos.
El amor a la patria es el amor a lo propio, a la memoria, no es una entelequia hueca. Existe patriotismo virtuoso y no idolátrico.
La religión, la que salva, es el camino por el que Dios se hace presente en la historia de los hombres.
¿Qué se ofrece a cambio?
Por tanto, hay en el relato de Pérez-Reverte un tufillo de desdén hacia el alma popular. Como si los valores que han dado cohesión a tantas generaciones, Dios, patria y familia, fueran supersticiones de ignorantes, escorias del pasado que es mejor enterrar bajo la ironía. Pero ¿qué se ofrece a cambio? ¿Una ética al gusto del consumidor?
Es cierto que el patriotismo, como toda pasión humana, puede degenerar en idolatría. Pero también es cierto que el amor a la patria, cuando es sano y cristiano, es una forma concreta de caridad.
Como enseñó Juan Pablo II, la patria es “la familia de las familias”. Y como tal, merece respeto, protección y entrega. Reducir patria a un «repelús» es confundir la perversión de una idea con la idea misma. Es, en última instancia, escupir sobre las tumbas de quienes entregaron su vida por ella.
¿Y la religión? A esa sí que es mejor darle una patada. Porque no admite neutralidad. Está aquí para recordarnos que hay una Verdad y un destino que nos trasciende y un bien que no fabricamos.
Pérez-Reverte ha mencionado en su entrevista que en su infancia creía en los curas, en los caballeros, en la decencia… Y que la vida se encargó de destruir esos mitos. Pero eso no es ninguna razón absoluta. Lo esencial es qué se hace después del derrumbe.
Ante la adversidad actual no hay nada más cómodo que abrazar el desencanto. Lo difícil es permanecer fiel. Lo heroico hoy no es el sarcasmo, sino la esperanza. Es importante construir y no contribuir a la corrosión de los fundamentos sobre los que se levantó Occidente.
El católico, cuando es fiel a su fe, ama su tierra como un don. Ama su religión como camino. Y ama su historia como redención.
Arturo, no hay moral autónoma que valga sin el rostro del Otro.
Porque toda ética que no reconoce un Tú trascendente acaba plegándose al yo y a sus caprichos.
La historia nos ha enseñado, con sangre y ruinas, que cuando el hombre pretende edificar sus propios valores al margen de Dios, se devora. Es necesario un fundamento, un rostro, una verdad que no inventamos, sino que nos precede y nos llama.
Ese rostro es el de Cristo. Sin Él, toda virtud termina por ser una mera estética del bien sin su substancia.
No bastan códigos personales: necesitamos una comunión y una gracia.
No estamos solos, hay un Otro. Y esa certeza, no un código moral improvisado ni una ética de supervivencia, es la que ha sostenido durante siglos a los hombres verdaderamente libres.
1 Comentario. Dejar nuevo
Excelente reflexión, Miriam Esteban.
Solo una pequeña reacción a este párrafo de Pérez Reverte, que me ha dejado perplejo:
“Mis personajes, en general, son gente para quien las grandes palabras no significan nada o han dejado de significar. Cuando esa gente se encuentra sin las ideologías que el ser humano necesita para vivir, esas reglas necesarias para moverse por el mundo y respetarse a sí mismos, se crean sus propios códigos y generan su propia moral. Palabras como dignidad, lealtad, amistad o amor son las que funcionan en mis novelas.
Pues si cada cual genera su propia moral no se entiende por qué regla metafísica, o juego de magia, aparecen y funcionan a pleno rendimiento las palabras dignidad, lealtad, amistad o amor. Igualmente pueden aparecer y funcionar incluso con más rendimiento las palabras indignidad, traición, enemistad u odio.
Por lo demás, asimilar las palabras Patria, Religión y Bandera a fanatismo, aunque las ponga en mayúsculas, es un sofisma, porque como se explica muy bien en al artículo el meollo de la cuestión está en el sentido de esas palabras, en como se viven, y sobre todo en Quién arraigan. Tan fanático puede ser un patriota como un renegado, un creyente como un ateo, y el adorador de una bandera como el internacionalista sin bandera.
La cosa no va por ahí. El Sr. Pérez Reverte no se ha mostrado muy profundo con estas apreciaciones, más bien tópico y banal, además de con cierta mala fe y hasta resentimiento.