“Hoy las religiosas ya no aceptan condiciones vergonzosas de explotación y humillación… Esto está haciendo que reaparezca un fenómeno infravalorado, el de los abusos y la violencia de los miembros del clero hacia las religiosas, clasificados por las jerarquías como relaciones románticas. En cambio, en la mayoría de casos se trata de relaciones impuestas por un hombre con poder a una mujer que no lo tiene… la crisis está confirmada por la rápida y dramática caída de las vocaciones femeninas”. Esta cita no corresponde a ninguna feminista de género instalada en la crítica a la Iglesia, o a alguna monja feminista que logra notoriedad con estos planteamientos. Nada de eso. Quien escribe esto, y mucho más, es nada menos que Lucetta Scaraffia, una historiadora bien conocida en el ámbito católico desde hace años, y que consiguió de Benedicto XVI la aprobación en el 2010 para que el Observatore Romano editara una vez al mes un suplemento sobre la mujer, que ella misma dirige, Donne, Quiesa, Mondo. Su descalificación a la Iglesia, sin matices, la hace precisamente en un periódico que tiene una especial predilección en atacarla, hasta el extremo de estar inmerso desde hace semanas en una campaña de acoso y derribo a la Iglesia en España basada en instar a la delación de posibles abusos, si bien con magros resultados hasta ahora. Sí, se trata, efectivamente, de El País.
Lucetta Scaraffia sabe perfectamente donde escribe y lo que escribe. Y la combinación del personaje, una persona de confianza de Francisco, con un cargo oficial en el Observatore, constituye con lo que cuenta un hecho muy grave.
La mayor de todas sus descalificaciones es la de que existe un fenómeno generalizado de abuso, incluso de agresión sexual, por parte del clero contra las monjas, y que ello ha determinado nada más y nada menos que la crisis de las vocaciones femeninas. Esto y la explotación a que son sometidas por parte de la jerarquía en su quehacer diario constituyen su denuncia formulada en las páginas de un medio de comunicación empecinado en cargarse a la Iglesia.
No solo esto, aunque sea lo más grave, porque en su texto anida una determinada mentalidad. La manifiesta cuando expone que en las décadas anteriores a Francisco la Iglesia se había “centrado sobre todo en problemas de bioética a los que era difícil y arriesgado enfrentarse.” Y añade más adelante, refiriéndose a lo que llama la revolución de Francisco, relacionada con los pobres (como si la Iglesia no se hubiera ocupado a fondo de ellos siempre y mucho). “Sin duda, se ha tratado de elecciones fundamentales que parecían haber vuelto a situar a la Iglesia, institución muy discutida y criticada frente a la modernidad del lado de los buenos, el único en que una institución religiosa puede colocarse para ser aceptada”
Para Lucetta Scaraffia, la Iglesia de San Juan Pablo II y de Benito XVI, quien precisamente le dio un papel relevante en el diario oficial de la Santa Sede, se dedicó sobre todo a la “bioética”, reduciendo así el gran debate antropológico y moral con la modernidad a un aspecto muy específico y sobre cuestiones a las que “era arriesgado enfrentarse”. ¿Qué cuestiones? ¿Las que tratan las encíclicas de ambos papas? Y arriesgado ¿con relación a qué? Porque la responsable del suplemento femenino del Observatore trata a la Iglesia, a pesar de su pertenencia, incluso oficial, como si debiera hablar de acuerdo con los designios del Mundo, de la modernidad, y así poder estar en el lado de los “buenos”. La Iglesia siguiendo los dictados de la cultura hegemónica de Occidente, porque desde esta perspectiva es realmente de la que habla la historiadora, en lugar de, como hicieron aquellos papas, trasmitir, es decir, referir de acuerdo con la Tradición la buena nueva de Jesucristo. Es la Iglesia que interpela al Mundo porque es a ella a quien Jesucristo asignó esta misión, aunque siempre, desde Pilatos, sea este quien ha intentado juzgarla.
Para Scaraffia las encíclicas de San Juan Pablo II son “bioética”, y no trataban de los pobres y oprimidos –ni las de Benedicto XVI– y nos habían apartado del lado bueno de la historia, el de la modernidad. Eran tiempos en el que el papado señalaba el sentido de la historia y era escuchado y respetado por los poderes del Mundo porque poseía la autoridad moral. Eran tiempos donde un cardenal de la Iglesia, Ratzinger, mantenía un debate con el principal intelectual de la modernidad, Habermas. Todo eso ha ido desapareciendo a manos llenas.
Que pésimo examen hace Lucetta Scaraffia de la Iglesia. Su discurso “sobre la explotación y humillación” de las monjas por parte del clero es a todas luces desmesurado, excesivo y, en su redactado literal, recuerda demasiado a las categorías mentales del feminismo de género que ve en el hombre su enemigo.
Sea lo que sea, la señora Scaraffia no puede seguir con su cargo en el Observatore Romano. Debe ser cesada y se le debe pedir que rectifique en sus acusaciones. Todo lo que no sea esto conllevará seguir descendiendo por la pendiente que conduce a la pérdida de la autoridad en el seno de la Iglesia y a la desmoralización de los católicos. El primer deber del pastor es cuidar la salud espiritual del rebaño, y todo lo demás se supedita a ello. Esa es la revolución necesaria.