El año1989 constituye un hito muy importante en la historia de la humanidad. Su símbolo es la caída del Muro de Berlín y es un año considerado por muchos historiadores como el fin del siglo XX. El historiador marxista británico, Eric Hobsbawn, suele referirse al siglo XX como «el siglo corto». Argumenta que es un siglo que comenzó en 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y terminó en 1989, con la caída del Muro de Berlín. Un siglo que, por tanto, sólo habría durado setenta y cinco años.
El politólogo estadounidense, Francis Fukuyama, bautizó 1989 con una expresión que ha hecho fortuna: «fin de la historia». Él lo decía en sentido hegeliano de las palabras (plenitud de la historia). En su libro The end of History and the Last Man, publicado en 1992, escribe lo siguiente: «la caída del comunismo marxista-leninista como alternativa a la democracia liberal, producida a partir de 1989, indica el completo agotamiento de sistemas alternativos viables al liberalismo occidental; la democracia liberal occidental se puede definir en consecuencia como el punto final de la evolución ideológica de la humanidad». Karl Marx estaba convencido de que con el comunismo, y no el liberalismo, llegaría «el fin de la historia». Se equivocaba.
El año1989 señala el triunfo universal de Occidente con esta fórmula ganadora: democracia liberal más economía de mercado. A pesar de este triunfo de proporciones planetarias, a lo largo de los últimos treinta años, y muy especialmente a partir del año 2010, contrariamente a las expectativas, la victoria de Occidente se ha ido diluyendo y la democracia liberal ha ido disminuyendo.
Los datos que proporciona actualmente el prestigioso centro de investigaciones estadounidense Pew Research Center son demoledores. Más de la mitad de los ciudadanos en el mundo no están satisfechos con el funcionamiento de la democracia en su país. La frustración con la clase política y la inestabilidad económica son las causas principales que conducen a que el apoyo a los valores democráticos sean hoy tan débiles. La conclusión es que la democracia se encuentra hoy en decadencia en el mundo.
¿Cómo se explica este fenómeno inesperado? Un libro reciente, escrito por dos analistas de gran reputación, intenta explicarlo. Su título es The Light that Failed: A Reckoning. Ha sido traducido al castellano de esta manera: La luz que se apaga. Cómo Occidente gano la Guerra Fría pero perdíamos la paz (Debate, 2019). Sus autores son dos politólogos: el búlgaro Ivan Krastev y el profesor estadounidense de Harvard, Stephen Holmes.
Krastev y Holmes opinan que el fracaso inesperado se debe, en primer lugar, a la aparición de una serie de eventos también inesperados y de gran impacto a partir de 1989: Ataque del terrorismo islámico en Estados Unidos (2001), segunda guerra de Irak (2003), llegada de la Gran Recesión (2007) generadora de populismos (comparable a la Gran Depresión de 1929), guerra de Siria (2011), anexión de Crimea por Rusia más intervención rusa en el este de Ucrania (2014), crisis migratoria en Europa (2015/2016), referéndum del Brexit (2016), victoria de Donald Trump en Estados Unidos (2016), proliferación del nacionalpopulismo, gran reemergencia de China como potencia global a partir de su cambio de sistema económico del comunismo al capitalismo (1978), sin alterar su sistema político de carácter autoritario de partido único (el partido comunista) ni dar ninguna muestra de querer adoptar el modelo democrático de tipo occidental en el futuro, sino todo lo contrario: China se presenta como un modelo alternativo capitalista y autoritario al modelo occidental de carácter democrático y liberal.
Como consecuencia de todos estos eventos, se habría desencadenado a escala global una anarquía iliberal y antidemocrática que estamos sufriendo en nuestros días.
Krastev y Holmes avisan de que los eventos, por más importantes que sean, no lo explican todo. Se deben buscar causas más profundas. Una de las diagnosticadas por estos analistas es el carácter excesivamente arrogante del principio triunfante en 1989: «no hay otro camino de futuro ni más alternativa viable que la conjunción necesaria de democracia liberal y economía de mercado«.
Fukuyama había previsto «un proceso de imitación inexorable y aburrido» del modelo occidental en todo el mundo, pero la historia es tozuda y no ha sido así.
Los países del Centro y del Este de Europa fueron los primeros en rebelarse contra la arrogancia de aquel planteamiento, abriendo paso a un nacionalpopulismo de carácter iliberal que se ha ido expandiendo a muchos otros lugares del mundo. Hacia el año 2010, la fórmula «democracia más economía de mercado» se veía atacada en los países centro y este europeos, después de dos décadas de corrupción y de aumento de las desigualdades sociales. Tres fenómenos adicionales acabaron empujando con fuerza el nuevo populismo en aquellos países: las consecuencias devastadoras de la Gran Recesión de 2007, el resentimiento popular generalizado por el menosprecio de ciertas élites internacionales hacia las dignidades nacionales de la región y, sobre todo, el factor demográfico. En el mismo momento que no se materializó como por arte de magia una rápida y tan deseada occidentalización de la región, comenzó a tomar fuerza una alternativa: emigrar con toda la familia hacia Occidente. Tras el colapso del comunismo, las personas que tenían una mentalidad más liberal optaron por marchar. La emigración se hizo irresistible. La salida masiva de personas, sobre todo de gente joven y con formación, tendría unas profundas consecuencias, económicas, políticas y sociológicas en toda la región, que se encuentran precisamente en las raíces de un nuevo nacionalpopulismo.
Los problemas de la emigración y de la pérdida de población coincidieron los años 2015 y 2016 con la crisis de los refugiados en Europa. Los cuatro países que forman el llamado Grupo de Visegrad – Polonia, Hungría, Chequia y Eslovaquia – declararon enseguida que el sistema de cuotas propuesto por la UE era «inaceptable». No admitían el discurso humanitario de Ángela Merkel, que permitió la entrada de más de un millón de refugiados en Alemania. Aquel fue el momento en que los nuevos populismos centroeuropeos declararon su autonomía no sólo de Bruselas, sino del liberalismo occidental y de su determinación aperturista en el mundo. Los populismos centroeuropeos interpretaron la crisis de los refugiados como la prueba definitiva de que el liberalismo debilitaba la capacidad de las naciones para defenderse ante un mundo hostil. La profunda reacción en contra de la crisis de los refugiados tuvo lugar en toda la región, a pesar de que muy pocos refugiados se acabaron trasladando e instalando.
El pánico demográfico desatado entre 2015 y 2018 fue especialmente virulento en Hungría, un país de diez millones de habitantes situado en el corazón de Europa. El pánico se explica por la combinación de estos factores: envejecimiento de la población, bajas tasas de natalidad, flujo amenazador de inmigración y altas tasas de natalidad de los inmigrantes. Hungría, un país que perdió dos tercios de su territorio nacional por el Tratado de Trianon, firmado tras la Primera Guerra Mundial, está preocupado por su posible colapso demográfico y por su futuro como nación, y no es el único caso de la región. Hungría experimenta un profundo temor a su extinción nacional.
Los líderes políticos actuales de Polonia y Hungría, Kaczynski y Orban, piensan que la UE no entiende sus miedos y afirman que, en contra de lo que creen muchos en Bruselas, ellos son los verdaderos europeístas, y que son más europeístas que nadie. Consideran que Europa central es el último bastión de un continente amenazado demográficamente e ideológicamente. Una amenaza de la que Bruselas, según ellos, no es consciente. El antiliberalismo de Orban se alimenta, sobre todo, del resentimiento nacionalista contra una UE posnacional. El de Kaczynski tiende a comparar la UE y sus recomendaciones con la antigua dominación de Polonia por parte de la difunta URSS y se muestra muy activo contra la degradación de las costumbres basados en la gran tradición católica polaca.
El caso de Polonia indica que no se puede culpar a la economía de su populismo. En Polonia le ha ido muy bien económicamente desde su adhesión a la UE (2004) y la Gran Recesión de 2007 ha tenido un efecto menor sobre su economía. El protagonismo en Polonia no corresponde a la economía sino a la ideología.
El distanciamiento de Hungría y Polonia de la UE obedece menos al incumplimiento de los pactos centrales de la UE que a posiciones nacionalistas relacionadas con el orgullo patriótico, religioso e identitario.
En Hungría el chivo expiatorio es Georges Soros, un húngaro de origen judío y nacionalidad norteamericana, multimillonario y filántropo, abierto a muchos puntos de vista, que ha sido presentado por el partido de Viktor Orban como un individuo que pretende destruir la identidad de Hungría con la entrada de inmigrantes de Oriente Medio, principalmente de Siria. Soros ha tenido que desmontar parte de una universidad privada creada por él en su país de origen, ha sido insultado en los medios públicos húngaros y no es persona grata al Gobierno de Budapest.
Pasa lo mismo en Polonia con el caso de Smolensk, la trágica muerte en accidente aéreo del presidente Lech Aleksander Kaczynski (hermano gemelo de Jaroslavw Kaczynski, líder actual del partido dominante de la escena política polaca) y de algunos de sus ministros cuando en abril de 2010 iban a conmemorar el asesinato de miles de oficiales polacos por orden de Stalin al principio de la Segunda Guerra Mundial, masacre producida en la localidad de Katyn, cerca de la ciudad rusa de Smolensk. El «régimen» del partido dominante PIS (Partido Derecho y Justicia) ha conseguido que el accidente aéreo de Smolensk deba ser considerado como una conspiración contra Polonia, y todo patriota polaco debe entenderlo así. Igualmente procede con muchos aspectos derivados de su ideología nacionalpopulista y ultraconservadora, Por ejemplo quiere restablecer la pena capital, pone en peligro la independencia del poder judicial y la libertad de prensa, se opone a la eutanasia, los matrimonios homosexuales y la legalización de la droga.
Las instituciones europeas han reaccionado hasta ahora con contención contra el populismo iliberal y autoritario de los líderes políticos Kaczynski y Orban y de sus partidos respectivos, el PIS (Derecho y Justicia) y el Fidestz (Unión Cívica Húngara).
La Comisión Europea ha abierto un procedimiento por posible incumplimiento de normas comunitarias, que conllevaría una suspensión de transferencias provenientes de los fondos estructurales de la UE. Es un procedimiento contemplado en el artículo 7 del Tratado de la Unión Europea, que prevé sanciones a los Estados miembros si se constata un riesgo claro de violación grave de los valores sobre los que se fundamenta la UE: respeto de la dignidad humana, derechos humanos, democracia, libertades fundamentales, igualdad y estado de derecho (artículo 2 del Tratado de la Unión Europea). El Partido Popular Europeo (PPE) consideró varias veces la expulsión del partido Fidestz, sin que se haya acabado produciendo. Por su parte, la presidenta de la Comisión Europea, la alemana Úrsula von der Leyen, desde su nombramiento por el Parlamento Europeo en julio de 2019, siempre se ha mostrado más bien partidaria de construir puentes hacia el Este y de evitar un choque frontal entre Bruselas y los regímenes políticos vigentes en Polonia y Hungría.
Tres fenómenos adicionales acabaron empujando con fuerza el nuevo populismo Share on X