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“¡Lo quiero gratis!”

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“¡Hola, soy yo, y quiero que me quieras!”. Y si no la quieres, pues se te pone obtusa e irá a por ti como contra su peor enemigo. Quiere que la quieras. Quiere sentirse viva. Quiere ser el centro. Toda su vida ha estado reclamando afecto escudándose en que es tímida, y por tanto, todo el mundo tiene que girar a su alrededor y atenderla, sin poner ella nada de su parte: basta con que te lo exija. Si no, se deshace como una madalena y desde entonces te ignora.

Bien saben los buenos psicólogos que la timidez es soberbia: necesidad imperiosa de ser el centro. Y para ello, el “tímido” no cesa de llamar la atención para sentirse aceptado, so pena de ponerse como un espino contra todo aquel que no le reconozca.

Si no se endereza, la timidez va a más, y acaba anulando al enfermo, si bien es superable equilibrándola con el ejercicio de la autosuperación (generalmente seguirá latente, pero enderezada), aunque muy común es que acabe provocando que la persona que la sufre se infle como un pavo y a partir de entonces se dedique a ejercer de déspota dictadora. −“¡Se ha hecho siempre así! ¡Lo haces porque te lo digo yo!”. −“Pero si no tienes razón”. −“¡Me da igual si tengo razón o no, aquí mando yo! ¡Soy La Reina!”. Aunque hay casos más sutiles y sibilinos, como el de aquel que con socarronería te va dirigiendo con mala política hacia su objetivo, que es inflarse a tu costa. Y cuando ya no le sirves, a por otro y santas Pascuas; sin embargo, aunque son simuladores de primera, se descubren tarde o temprano, porque antes que después adviertes su verdadera intención.

¿No te parece, hermano, mi hermana del alma, que es un trazo de personalidad que va al alza? Leyendo estas líneas, ¿no te viene a la cabeza un puñado de garbanzos que siendo garbanzo pretenden irte de crème de la crème? Las redes sociales lo están agudizando, pues están plagadas de fantasmas que debes saber identificar antes de hacerte seguidor de su cuenta, pues en casi todas sus publicaciones (han conseguido ya disfrazarse en algunas) el discurso es el mismo: “Aquí estoy yo, y debéis seguirme… porque soy Supermán”; …y, si no lo dicen tan descarado, cubren su defecto con el velo del reclamo autoreferente, sea torcidamente psicológico y hasta mostrando su pena o con un rabioso primer plano luciendo su pechera entreabierta. ¡Qué horterada, Marino!

A la vista del patio

Hay un factor en nuestra manera de vivir hoy que dispara el proyectil del despotismo tímido a una velocidad y con una intensidad mayores: la gratuidad en lo que no debe ser gratuito: el trabajo de nuestras manos. El trabajo debe ser retribuido, y justamente retribuido, en función de su dificultad y repercusión, de su utilidad y necesidad… además de por la preparación que precise. Pero no por el trabajo en sí −que es algo inmaterial en principio ni bueno ni malo−, sino por la implicación que tiene de la plenitud del ser que lo desarrolla como imagen de Dios, que trabajó seis días y el séptimo descansó (Gén 1-2,4). Eso sí, debe ser un trabajo bien hecho, lo cual aún debe repercutir más en su precio, de acuerdo con su valor.

¿No te parece, hermano, mi hermana del alma, que los sueldos actuales están lejos de cumplir estas premisas? ¿No observas una tendencia a devaluar el valor del trabajo en la actualidad? Hemos llegado a tal extremo, que hasta para hablar debes pagar: ¿Quieres publicar tu libro? Paga. ¿Quieres escribir virguerías en las redes sociales, para contribuir a enriquecer la cultura y ayudar a las personas? Paga. ¡El mundo al revés!

De tal manera, parece lo más normal del mundo dedicarse a exigir ayudas públicas y vivir de ellas, no por necesidad económica o enfermedad reales, sino sencillamente porque no queremos trabajar. Y lo disfrazamos aduciendo que “no nos reconocen lo que valemos”. Como es evidente, habrá casos en los que no haya duda de que la ayuda es necesaria, pero en el otro lado de la balanza está aquel que −estando en plenas facultades− se duerme en sus laureles… sin disponer de tales laureles, porque le son imaginarios: él es el centro, y todo debe girar a su alrededor. Y eso es vivir del cuento… que tiene repercusión en la propia timidez y desdén incluso de uno mismo por ser persona.

Tienes lo que eres

¿Cuál es el resultado? La sociedad va de capa caída, porque son sus miembros los que no ejercitan el músculo, y por este sendero pronto depreciará su valía como ser útil, lo cual empezamos a ver con el desprecio a la dignidad de la persona que supura por los medios de comunicación (e intentan “demostrarlo” no dando importancia al trabajo que sale de nuestras manos, lo cual a su vez nos lleva a hacerlo mal y con descuido).

Ahora que la inteligencia artificial amenaza con robarnos la necesidad y dignidad de trabajar, ha salido un pretendido profeta que anuncia que en pocos años no será necesario trabajar, pues todo será tan barato que nos lo verterán sobre nuestra figura de oro como lluvia de mayo. Por este camino, ya se entiende que en la actualidad las personas sean usadas como un pelele de usar y tirar, pues su valor se considera únicamente en función del propio provecho: el dinero que ellas no ganan.

Ya los primeros versículos de la Biblia −como hemos visto− afirman el valor del trabajo. Pero nuestra sociedad deshumanizada ha perdido el norte, y nos lleva de cabeza a la ineptitud y la incultura, que serán el caldo de cultivo (lo están siendo ya) para que cuatro seres “superiores”, con la cultura y los medios en sus manos, dictaminen a la plebe lo que debe hacer… siempre, eso sí, consiguiendo que la plebe se sienta inflada y orgullosamente en paz consigo misma, porque en las redes sociales y en la plaza pública le dicen y le hacen sentir que es el no-va-más de la virtud: la purria disfrazada. ¿Quo vadis, Humanidad?

Twitter: @jordimariada

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