El altruismo, el comportamiento por el cual nos esforzamos por proteger y beneficiar a otros, ha sido un largo motivo de debate por parte de filósofos y biólogos. A John Stuart Mill su utilitarismo le llevaba a creer que es una conducta antinatural, que el hombre debe ser educado a contravenir su naturaleza para llegar a ella; Richard Dawkins, empeñado en sustituir el todo por las partes, asegura que todo se reduce a una estrategia de los genes, a los que personaliza de tapadillo para salirse con la suya. Y en Genética en particular suscriben aquella frase de Haldane: “Daría mi vida por dos hermanos o por ocho primos”, que refleja una cierta sequedad desabrida, un amargo desencanto.
Sin embargo, la Etología plantea la cuestión de otra manera. Estudiando el comportamiento durante los primeros años de vida, los psicólogos han comprobado que el altruismo es evidente en el niño ya a la edad de 18 meses, apenas empieza a organizar actividades en torno a su ambiente, y antes, desde luego, de que la educación empiece a dar su fruto. Ayudar a los demás es algo connatural al hombre, y lo señala con particular elocuencia la Paleoantropología cuando recorre la historia del altruismo en paralelo con nuestra propia historia:
Shanidar I es el nombre de un esqueleto de neandertal de hace unos 35.000-45.000 años hallado en Irak en 1957 que es sorprendente por varios motivos: algo impactó contra él en su juventud, y, como consecuencia, quedó deformada una de sus órbitas, perdiendo la visión de ese ojo. Dañó también su cerebro, lo que debió afectar, total o parcialmente, a la movilidad de la parte derecha del cuerpo. La pierna presenta diversas fracturas consolidadas, con la consecuencia de una cojera residual como secuela y sufrió la amputación de un brazo. Haber sobrevivido en esas condiciones es una auténtica proeza, incluso para nuestra época; para la suya, es una muestra de heroísmo tanto individual como grupal, la demostración de que entre los neandertales existía el sentido de la solidaridad y se cuidaban unos a otros.
Esto, ya digo, hace unos 40.000 años. Retrocedamos algo más. En el yacimiento de la Gran Dolina, de Atapuerca, se ha descubierto la pelvis de un H. heidelbergensis de una antigüedad aproximada de 500.000 años que ha recibido el nombre de Elvis. El estudio de sus huesos ha revelado que corresponde a un varón de más de 45 años –un anciano de su época- con graves problemas de espalda y un proceso degenerativo lumbar de larga cronicidad. Debió de caminar apoyándose con un bastón, con pasos mucho más cortos y lentos que los del resto del grupo, necesitaría descansos frecuentes y tendría dificultades para transportar objetos. Si tenemos en cuenta que se trataba de grupos nómadas que vivían alerta para defenderse del ataque de predadores, comprenderemos que era un individuo altamente dependiente del apoyo del grupo, para el que habrá supuesto un grave inconveniente operativo durante mucho tiempo.
Sigamos hacia atrás, hasta hace 1,8 millones de años. El género Humano acaba de nacer. Los paleoantropólogos consideran que el dato determinante es la fabricación de herramientas: el H. habilis es el primero que golpea dos piedras para obtener una superficie cortante. En 2003, en Dmanisi, Georgia, se encontró una mandíbula de hace 1,8 millones de años que tenía la particularidad de carecer de piezas dentarias. No es que se hubiesen desprendido tras la muerte del individuo: el “Viejo de Dmanisi” –de nuevo, un anciano de más de 30 años- carecía de alvéolos, los espacios en los que se alojan las raíces de los dientes. Llevaba tantos años sin dientes que el hueso había crecido y ocupado esos espacios. Hace 1,8 millones de años la dentición era imprescindible para sobrevivir: no poder masticar era no poder alimentarse. ¿Cómo logró sobrevivir? Sin duda –de nuevo- con el apoyo y los cuidados del grupo. Probablemente le masticarían la carne y luego él se la llevaría a la boca.
La historia del género humano está sembrada de actos de altruismo y atención al débil y necesitado literalmente desde sus orígenes. Ninguno de estos hombres que hemos recordado habría salido adelante sin la solidaridad y el cuidado de los miembros de su grupo, que se habrían ahorrado esfuerzos -y peligros- dejándolos abandonados a la orilla del camino.
No lo hicieron, y su testimonio ha llegado hasta nosotros para ejemplo del hombre actual: llevamos la preocupación por el bienestar del otro en nuestro propio ser, en nuestra misma entraña. No queremos eliminar al que sufre, sino aliviarle y hacerle la vida llevadera. De la misma manera que el que sufre busca el alivio en el cuidado –que es amor- de los demás.