No hay duda alguna, se está produciendo un gran cambio que tiene como protagonista a la nueva derecha, que otros prefieren calificar de extrema derecha o de populistas. Es un conjunto heterogéneo que presenta elementos comunes, pero responde a condiciones específicas de cada país.
Ha pasado en pocos años de la marginalidad a ocupar un rol cada vez más decisivo en la política europea y Occidental. Primero fueron las victorias apabullantes, con el 50% o más de los votos, en Polonia y Hungría y el buen resultado de Le Pen en las presidenciales francesas, seguido del éxito en las parlamentarias. Después han seguido una serie de buenos resultados, que han culminado en este 2022, con el gobierno de Italia, la alianza parlamentaria gubernamental en Suecia, la derrota en las presidenciales de Brasil por la mínima ante la gran y heterogénea alianza de Lula, pero el dominio de las dos cámaras legislativas y en los gobiernos de los estados clave, y ahora arrebatando la Cámara de Representantes de los Estados Unidos a los Demócratas.
Son partidos de gobierno en Suiza, Eslovenia, Suecia y Austria, como mínimo. Representan cerca del 20% del voto total de la Unión Europea y superan este porcentaje en Italia (44%), Suiza (27%), Eslovenia (23,5%), y están muy cerca en Suecia (20%), Eslovaquia (19,5%), Francia (19%) y Finlandia (17,5%). Incluso en Israel se ha profundizado esta decantación, aunque en este caso la especificidad del país marca diferencias muy importantes. Se les ha descalificado por “fascistas” y se intenta practicar cinturones de exclusión en torno a ellos, pero siguen avanzando.
La cuestión es ¿por qué?. La respuesta es que, en una medida más completa o parcial, aportan respuestas, en muchos casos más reactivas que reflexionadas, a las causas de las crisis acumuladas que nos dañan cada vez más, y que la alianza objetiva, de facto, liberal progresista es incapaz de resolver y que, en todo caso, muestra más excelencia en ocultar y disfrazar que en el abordaje claro o al menos la madura exposición de que el problema existe.
Lo mismo sucede con el caso de la inmigración, en la que además confluyen problemas de orden moral extraordinarios y que el poder prefiere evitar a base de negar que el problema existe, como demuestran las trágicas imágenes del último caso, el asalto masivo a la valla de Melilla y el lamentable papel de un juez – ¿Quién querrá ser juzgado por él en un futuro?- ahora en funciones de ministro, y un presidente del gobierno capaz de negarse tres veces a sí mismo sin enrojecer de vergüenza.
Ante la dinámica que experimenta la política Occidental y el comportamiento del gobierno español ante las crisis que nos atenazan, el Partido Popular juega a un pragmatismo de vuelo gallináceo que rehúye todo lo que sea lo que llama “guerra cultural”. En realidad, rehúye constituir una alternativa de verdad, que comporta ser una alternativa moral y antropológica a los desmanes del gobierno Sánchez. Al actuar de esta manera, se condena y nos condena a vivir aplastados por las grandes rupturas que están en el origen, son las engendradoras de todas las crisis y que están en la raíz del malestar Occidental y la reacción política que lo recorre:
Se trata de la ruptura con Dios, que ha transformado el estado laico, aconfesional, en un estado de práctica atea, donde está vetada la idea de Dios en la escuela.
De la ruptura antropológica en sus dos vertientes, la técnica y la ideológica. La primera comporta las acciones que modifican o suprimen la naturaleza humana, desde la experimentación con embriones a la eutanasia y el suicidio asistido, pasando por el aborto. La segunda es la conversión ilegítima del estado en un estado ideológico al servicio de las doctrinas de género en todas sus dimensiones y la prohibición de todo lo que se oponga. ¿Es liberal subvencionar el aborto, pero no la maternidad, primar la “salida del armario” y prohibir el tratamiento libremente elegido para revertir la homosexualidad? ¿Qué extraña lógica anida en todo esto?
El matrimonio, la paternidad y maternidad, la familia, la descendencia, la fraternidad, el parentesco y la dinastía, sin las que la sociedad se fragmenta y destruye a largo plazo.
También la ruptura cultural y, con ella, la emergencia educativa.
La gravísima insolidaridad generacional: paro juvenil, imposibilidad de formar un hogar joven, deuda pública astronómica, crisis del sistema público de pensiones y crisis climática y del medio natural.
Es la ruptura de la injusticia social manifiesta, de los desheredados de la globalización en Occidente, que también incluye un factor creciente de las clases medias, y la de un estado, el caso de España es evidente, que justifica su ineficacia, descontrol en el gasto y falta de transparencia a base de llamar continuamente al aumento de la presión fiscal, arbitrariedad que también incorpora la abundancia de rentistas de las rentas públicas, instalados en el enorme monto de subvenciones, a asociaciones y grupos, en razón de su ideología.
Finalmente, la desvinculación política y su secuestro por parte de la partitocracia, que convierte a los ciudadanos en simples sujetos fiscales con derecho, eso sí, a votar cada cuatro años. Un voto que en realidad termina siendo un cheque en blanco, porque el político ganador nunca se siente comprometido por sus promesas.
No se trata de hacer ninguna guerra, ni cultural, ni menos de otro tipo. Lo que se le pide al PP es que sea capaz de ser una alternativa moral. Y, en este sentido, también cultural a las rupturas que el gobierno estimula y que nos están destruyendo.