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Las elecciones en Italia y el decaimiento católico Occidental

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Ante unas elecciones tan decisivas como las italianas del 25 de septiembre, la Iglesia Italiana, incluso Francisco, que como buen argentino es de palabra fácil, han mantenido una cautela extraordinaria ante lo que parecía y así ha sido, la victoria de Meloni, de los Hermanos de Italia y de toda la derecha. Incluso la Civiltà Católica, dirigida por los jesuitas y examinada por el Vaticano, no ha dicho prácticamente nada. No fue el caso con Trump, con quien el Papa se enfrentó directamente a causa de las promesas del estadounidense de construir un muro en la frontera de Estados Unidos con México.

Tampoco puede extrañar el silencio de la Secretaría de Estado del Vaticano, si bien su voz ya no es lo que era, dado que Francisco ha limitado su autonomía, no solo en las finanzas de la Santa Sede, sino también en la toma de posiciones sobre cuestiones políticas.

Y en el caso de la Iglesia en Italia, el 21 de septiembre, pocos días antes de las elecciones, la Conferencia Episcopal hizo pública una guía para los votantes, de tres páginas titulada «Atrévete a la esperanza: un llamamiento a las mujeres y los hombres de nuestro país», con el que pide la participación, recuerda a los votantes la necesidad de cuidar a los marginados, enumera las muchas emergencias que enfrenta Italia y hace referencia a la doctrina social católica.

También hubo una declaración a fines de agosto de obispos en áreas rurales y montañosas que se oponían a las propuestas de impuestos que ampliarían la brecha entre el norte rico y el sur más pobre.

No es mucho si observamos los precedentes en otras elecciones, donde las indicaciones eran mucho más precisas y seguidas. Ahora, lo más específico que planteó fue la llamada a la participación electoral, y no ha sido escuchada.

¿Por qué es así? ¿Por qué la institución católica, tan decisiva en Italia, ha tenido tan escasa importancia? Si se sigue la política y los medios italianos y católicos se pueden encontrar diversas respuestas.

Una de ellas afecta al nuevo presidente de la Conferencia Episcopal, el cardenal de Bolonia, Matteo Zuppi, que pertenece a la Comunidad de San Egidio, y cuya candidatura fue recomendada por Francisco. Tiene algunos miembros de la comunidad en una lista conectada con el Partido Demócrata, lo cual puede estar influyendo en la libertad con la que Zuppi podía hablar durante la campaña. Pero esto, como todo lo demás, no pasa de hipótesis.

La impresión general es que los líderes católicos italianos, tanto la jerarquía eclesiástica como las organizaciones laicas, están abrumados por la brecha entre la gravedad de la situación y las fuerzas a su disposición, lo que subraya la creciente pérdida de peso de la Iglesia Católica en Italia.

En esta campaña, solo los partidos de derecha están tratando de ganar el voto católico. La «falta de vivacidad política» de los católicos italianos también se puede rastrear en la dificultad de comunicación entre Francisco y los obispos italianos.

También es evidente que una parte del clero está de acuerdo con un gobierno de la derecha, porque a pesar de que son antiinmigración, también bloquearía las políticas que reconocen los derechos LGBT y endurecería las disposiciones de la Ley 194 de Italia sobre el aborto. De hecho, un amplio sector católico está más cerca de las políticas de base cristiana sobre la familia, la educación y el aborto de Viktor Orbán, que lo que promueven los partidos italianos de centro izquierda.

Tampoco es un dato menor, y es necesario subrayarlo, que, por primera vez en la historia de la República, la derecha italiana no tiene problemas en mantener un conflicto de intereses con el Papa y con el líder de la CEI, como lo constata la reciente reunión entre Meloni y el cardenal Robert Sarah. Si bien, en realidad, en el único punto donde puede haber un conflicto real es en la inmigración, y en todo caso la discrepancia es de grado

Los partidos que han ganado las elecciones no tienen problemas en relacionarse abiertamente con obispos poco gratos al actual Papa. Se ha perdido aquel respeto carismático por la figura papal, que existía  incluso en el caso del  poderoso Partido Comunista Italiano. Esto puede significar problemas entre el nuevo gobierno Italiano y, no tanto con la Iglesia, como  como con su cúspide, y esto sería fatal para la ya debilitada cohesión católica.

En este contexto, un gobierno de Meloni y la derecha forzaría a Francisco a encontrar una manera de vivir con líderes políticos que tienen una visión del mundo diferente e, incluso, un idioma diferente al que él tiene. Un nuevo gobierno en Italia podría fortalecer fácilmente la oposición a Francisco y limitar severamente la recepción social y política del mensaje central de su pontificado. Está por ver. En cualquier caso, es evidente que esta es la situación política más inconfortable para la Santa Sede desde la proclamación de la República.

Y  quizás es en este punto donde radica la cuestión. La influencia del Papa, de la Iglesia y de las organizaciones católicas es más débil que nunca.

Superada la fase potente de la Democracia Cristiana sin alternativas claras para los laicos, decaídos y un tanto abandonados los poderos movimientos católicos, devaluado el Opus Dei, y quedando  lejos la capacidad de Juan Pablo II, incluso de Benedicto XVI, para hacerse oír, quieras que no, por la política italiana, e internacional, el decaimiento católico en Italia, su base más fuerte, y no digamos ya en el resto de Europa, es una evidencia, y la disgregación de las presencias, lo invade casi todo. Incluso la hasta no hace tiempo potente cultura católica italiana manifiesta una anemia y anomia considerable. ¿Por qué? Hay que reflexionar sobre ello y determinar sus causas, que en cierta medida son nuestras, también. En todo  caso los primeros responsables de insuflar vitalidad y unidad al Pueblo de Dios, más allá de las paredes parroquiales, debe interrogarse sobre esta situación, que no es el fruto de la fatalidad, porque se ha dado en unas circunstancias concretas, que no son peores que otras muchas precedentes, la oleada cultural marista y las maniobras del comunismo, las dos guerras europeas, y las rupturas que provocaron en la unidad católica, la gran oleada liberal y el encierro en si misma de la propia Iglesia. Son periodos bien difíciles que encontraron una respuesta que ahora no se percibe en la dirección de la institución, aunque puede rastrearse cuestiones interesantes en el catolicismo de a pie.

¿Por qué sucede todo esto, no solo en Italia, sino en Europa? La Conferencia de los obispos europeos es un gran convidado de piedra, y la muy escasa atención pastoral y magisterial de Francisco a lo que fue el núcleo del cristianismo romano y católico, ciertamente, no ayuda. Este extrañamiento, incluso físico, de Europa es evidente.

¿Y las conferencias estatales?  El caso de la española señala una forma de hacer que se dice obediente a Roma, a pesar del frentismo de las leyes gubernamentales contra la concepción cristiana de la vida, y más allá, contra la ley natural y la naturaleza humana; a pesar de una fobia católica traducida incluso en el Congreso de los Diputados, mantienen una discreción tan considerable, que hace mella en la cohesión de los católicos laicos y en la fragmentación de sus presbíteros.

En Estados Unidos, las declaraciones y decisiones papales son vistas por la gran mayoría con un gran espíritu crítico, y los últimos nombramientos y marginaciones al cardenalato no han contribuido, precisamente, a minorar este resquemor.

El de Francisco no es ciertamente un papado que promueva la unidad, más allá del mínimo denominador católico de “el papa es el papa, y no se toca”, al que tenemos el deber inexcusable de respetar como signo de nuestra fe.

Pero es que, incluso este tensar lo interno, no tiene el correlato necesario de presentar un claro horizonte de sentido que responda a la tensión provocada, y el actual proceso sinodal sobre la sinodalidad, que recuerda una tautología, no contribuye, más bien lo contrario, a iluminar el camino, y en las actuales condiciones puede convertirse -solo puede- en un factor más de disgregación.

Tenemos, por tanto, un signo: la luz que ilumina en manos de la institución más bien nos llega como afectados de cataratas, y la lente que la concentra, nuestra retina es poco clara, está como oscurecida. Otra cosa es la brillantez imperecedera de Jesucristo, ante cuyo nombre doblamos la rodilla, trasmitido por el Magisterio y la Tradición.

Y es que la Iglesia ha perdido claridad moral en su mensaje y actos y, por consiguiente, dispone de una presencia más confusa en el seno de la sociedad y en relación con sus miembros y todas las demás personas.

El Pueblo de Dios, actuando como hospital de campaña desde su origen hasta hoy, es un signo necesario de nuestra Iglesia, pero además es una exigencia abordar las causas de tantas víctimas desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, que debe convertirse en aplicaciones prácticas. Hay que traducir a la realidad de hoy lo que nos dice el Salmo 81 y otros muchos más: “proteged al desvalido y al huérfano, haced justicia al humilde y necesitado, defended al pobre y al indigente sacándolos de las manos del culpable”.

No basta con recordar el necesario amor a los pobres e inmigrantes, a los que pasan hambre, a los que lloran, en advertir que Dios envío a su Hijo a salvar al mundo, si, al mismo, tiempo no nos alzamos ante hechos como la escandalosa cifra de muertos de la Covid-19 en España, 162.000, de los que más de 35.000 se concentraron en las residencias, o que, incluso ahora, ronden los 300 muertos semanales, sin que se haya producido el más mínimo examen y rendición de cuentas, del porqué de tanta muerte.

Y no podemos olvidar en nombre de la pobreza a quienes son radicalmente los más pobres, aquellos seres humanos engendrados que no pueden florecer sin otra razón que la decisión de su madre de impedirlo, o si han superado el plazo de la libre decisión, porque consideran que eugenésicamente no responden al canon que esperaban de ellos. O el aplicar la eutanasia y negar los recursos para un plan de cuidados paliativos para el 100% de la población.

En estas condiciones, ¿Dónde está la libertad de optar? Lo que dijo Jesucristo “A mí me lo hicisteis” no reza solo para el plato de comida o el disponer un hogar, sino también para otras muchas maldades que el estado, el propio estado, ha establecido. Como la destrucción sistemática mediante un alud de leyes del derecho de los padres a educar a sus hijos, o el derecho a disponer como principio de un padre y una madre, o el respeto a la naturaleza humana, a la no manipulación sexual de los niños y adolescentes.  Todo esto forma parte del mismo bloque. O a no perseguir con la difamación y la amenaza a los católicos presentándolos como los responsables de la pederastia, al tiempo que una ministra en pleno Congreso proclama el derecho a la pedofilia.

Dios, que está excluido del espacio público en nombre del respeto (¿) el pluralismo y la laicidad, confundiendo tal cosa con un ateísmo de estado

Como no se puede ignorar que las bienaventuranzas proclaman como a tales a los justos, en el sentido bíblico de quienes reconocen en primer término y antes que nada a Dios y sus mandatos. Dios, que está excluido del espacio público en nombre del respeto (¿) el pluralismo y la laicidad, confundiendo tal cosa con un ateísmo de estado. O que ignoran  que la salvación del mundo, enviando Dios a su hijo, tenía como correlato, tal y como  aparece en los Evangelios, el luchar contra el Mal, como tan bien explica Romano Guardini en El Señor, generador de todos los daños humanos, como narra el libro de Job (1,6-22).

La Iglesia es justicia social y solidaridad, pero no solo es esto, y es defensa de la vida y la familia. Lo es todo. y sobre todo es la llamada a llevar el mensaje de salvación y sus mandatos (Mateo 28, 19-20).

La falta de claridad ética es grave. Cuando los obispos de Flandes asumen la bendición de las parejas homosexuales en una celebración especifica, en nombre de Amoris laetitia y la Santa Sede no dice nada, se introduce la confusión a gran escala, porque este emparejamiento es contrario al propio magisterio católico universal. Y, en todo caso, ¿por qué solo a los homosexuales?, ¿por qué no a los divorciados que se han vuelto a casar?

La clave del catolicismo es huir del relativismo, acoger al pecador y ayudarlo una y otra vez a superar sus debilidades, sin por ello ser permisivo con sus errores. Es como un buen entrenador que no rebaja la exigencia de la marca del atleta para contentarlo falsamente, sino que lo incita a entrenar más y mejor.

Ha sido tan decisiva su claridad ética que, según muchos de sus historiadores, una de las causas de la gran expansión del cristianismo en los primeros siglos, sin conquistas militares ni poder por entremedio, fue precisamente este donde la claridad, que resultaba un refugio para la confusión que generaba el paganismo. Posteriormente, el desarrollo teológico y filosófico conduciría a una revitalización de la ética de las virtudes aristotélica, pasadas y engrandecidas por el gran desarrollo tomista. Esto confirió una ventaja extraordinaria a la civilización que la acogía, la europea, que a pesar del problema del islam y los pueblos paganos del este y norte de Europa, de la peste que diezmó a su población durante siglos y la debilidad forjada por la ruptura protestante, construyó una cultura moral que se extendió por el mundo.

El cristianismo había creado un capital moral extraordinario, base de todo progreso humanista y material, porque es sobre él que se construye el necesario capital social y humano. El cristianismo era y es un poderoso tensor de mejora moral hacia un horizonte muy definido, el juicio de Dios y la recompensa eterna esperada, la extensión de su Reino ahora y aquí, y con ello, la transformación de las conciencias y las estructuras humanas a favor del bien, que tiene en el perdón y la misericordia, el arquitrabe que preside la entrada a la gran cúpula cristiana que acoge nuestra civilización.

La moralidad cristiana, la que se deducía de la vida de Jesús, y se transformaba en cultura moral y exigencia ética, era clara como el agua y ganó adeptos por ello. Hoy estamos lejos de ello. Hay demasiado relato que se esfuerza más en servir a los mandatos mundanos que en ser coherente con los acuerdos fundamentales del catolicismo, o que se refugia en el discurso circular y repetitivo porque no se atreve a mirar de cara el afrontamiento del mundo, o acaba en una especia de asistencia de autoayuda, donde las exigencias de Dios hacia su pueblo desaparecen. Se asemeja mucho a la modernidad desvinculada bajo la que vivimos, marcada por una inflación de los derechos y la desaparición de los deberes.

Ahora incluso se intenta explicar en publicaciones católicas que el cristianismo no es una moral, como publica Catalunya Franciscana del primer cuatrimestre 2022, firmado por un doctorando en Simone Weil, Pau Matheu sobre quien fundamenta (¿) su argumentación. Confusión sobre confusión. El cristianismo, seguimiento de la persona y palabra de Jesucristo, claro que no es una moral, porque como muestra el Sermón de la Montaña es mucho más:  visión de Dios sobre el hombre y el mundo. Pero, precisamente por esto es fuente univoca de moral y ética, porque guía el sentido y el comportamiento de lo humano para que su condición de hijos de Dios se realice.

A veces, solo a veces, todo lo que sucede en Occidente con la Iglesia recuerda el proceso de disgregación de la comunión Anglicana, solo que visto a cámara lenta.

En todo caso y como siempre, la Gracia de Dios y la fuerza del Espíritu Santo sabrán reparar lo dañado y rehacer el camino. Absolutamente confiados en ello, debemos seguir con empeño en la fidelidad a la Iglesia, una, santa y católica, actuando con sentido de pertenencia, con afán de construir, dialogar y clarificar; actuando, en definitiva, sin refugiarse en un mal peor que el que se critica. El hipercriticismo permanente y sin tarea de construcción y servicio.

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Uno empezó preguntándose por qué al estrenarse este papado se asumió tan naturalmente la ausencia del ordinal (Francisco I). Luego hemos ido viendo estupefactos lo que ha significado el «armen lío», y ya nos hemos hecho con la angustia en la garganta a la palabra «respeto» al pontificado actual y la necesidad de orar por él.

    La multipremiada película «Un hombre para la eternidad» (Fred Zinnemann, 1966) hoy debiera ser más vista que nunca para valorar que Sir Thomas More (años después Santo Tomás Moro) no era ningún ultra nada sino una persona cuyo eje vital fue la razón de amor del catolicismo.

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