En la perspectiva sinodal, “Veritatis Splendor” cobra más actualidad que nunca porque constituye una pauta indispensable de la razón cristiana. Si en la primera parte de este editorial introducíamos el tema, en esta segunda presentamos una síntesis de sus principales puntos.
La justa autonomía del hombre
- Relación entre la libertad y la ley. No existe conflicto entre la libertad y la ley. Entre ley natural y dignidad del hombre.
- La doctrina católica reconoce una justa autonomía del hombre, bajo un principio coherente: solo Dios tiene poder de decidir sobre el bien y el mal, lo que no significa arbitrariedad: «Dios, que solo Él es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos». De modo que la ley natural no manda otra cosa sino el mismo bien humano, y por eso es, a la vez que ley divina, ley del propio hombre. Además, Dios ha dejado al hombre en manos de su albedrío. Así pues, la «autonomía» consiste en que «el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador»; pero «no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y las normas morales».
- Lo que significa la autonomía humana es que «la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados».
No hay biologismo en la doctrina sobre la sexualidad, sino unicidad del ser humano
- La doctrina católica sobre la sexualidad no es «naturalismo» o «biologismo», sino afirmación de la unidad de alma y cuerpo, porque no puede olvidarse que es en esta unidad donde la persona es sujeto de sus actos morales. Dividir alma y cuerpo lleva a la separación de naturaleza y libertad, origen de otros errores. Poniendo la libertad al margen de la naturaleza se niega la universalidad de la ley moral -que no sería, entonces, natural-. En realidad, puesto que las normas éticas derivan de la común naturaleza humana, incluyen preceptos que obligan a todos y siempre.
La diversidad de culturas
La encíclica afirma que determinados preceptos son de carácter universal y para siempre. «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar -precisa la encíclica- que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este «algo» es la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal de acuerdo con la verdad profunda de su ser».
La conciencia
- El Papa explica que la conciencia es testigo de la cualidad moral de la persona y de sus actos; por eso actúa aplicando la ley al caso, pronunciando juicios de absolución y de condena. Lo que solo puede hacer porque reconoce el carácter universal de la ley. De modo que la conciencia es la «norma próxima de la moralidad personal», justamente porque «la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar».
- «Nunca es aceptable confundir un error «subjetivo» sobre el bien moral con la verdad «objetiva»». Si el yerro se debe a ignorancia invencible, el acto malo puede no ser imputable, pero no deja de ser un mal. La posibilidad de errar muestra la necesidad de formar la conciencia, de «hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien». Y para juzgar con rectitud no basta conocer la ley de Dios: «es indispensable una especie de «con naturalidad» entre el hombre y el verdadero bien», lo que se consigue mediante la virtud y la gracia.
- Los pronunciamientos de la Iglesia no quitan libertad a los fieles, pues «la libertad de la conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y solo «en» la verdad». En suma, «la Iglesia se pone solo y siempre al servicio de la conciencia».
La opción fundamental
- El tercer apartado del capítulo segundo trata de la teoría de la «opción fundamental», según la cual la cualidad moral de la persona depende de la orientación general que esta haya dado a su vida, por o contra el amor a Dios y al prójimo. Los actos concretos, en sí, importan menos, de modo que -según esta postura- el pecado grave, que aparta de Dios, se da solo en la opción fundamental de rechazar su amor.
- La encíclica señala que la doctrina cristiana reconoce la importancia de la opción fundamental que compromete la libertad ante Dios: la elección de la fe. Pero si el hombre tiene capacidad de orientar su vida al fin, la «ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados». Por tanto, «la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave».
- Conserva plena validez la doctrina que distingue pecados mortales y veniales. No solo por el rechazo explícito a Dios, sino ya por cualquier desobediencia voluntaria de la ley moral en materia grave, se pierde la gracia santificante y -mientras no se obtenga el perdón- la salvación.
La buena intención no basta
Después examina el problema, clásico, de las fuentes de la moralidad, a propósito de la corriente actual llamada «teleologismo». Este pone la moralidad en la intención, olvidando el objeto del acto. Así, valora la intención según las consecuencias previsibles de la acción («consecuencialismo»), o según la proporción de sus efectos buenos o malos («proporcionalismo»), mirando si se busca la mayor proporción posible de bien o el mal menor.
Una conclusión de estas teorías es que no hay prohibiciones morales absolutas, que no admitan excepciones. Un acto que violara normas universales negativas podría ser admisible si el sujeto, con la intención puesta en los valores morales superiores, obrara según una ponderación «responsable» de los bienes implicados.
- La encíclica rechaza el «teleologismo» y el «proporcionalismo»
- «El obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno (…) simplemente porque la intención del sujeto sea buena». A su vez, las consecuencias previsibles son circunstancias que pueden variar la gravedad de una acción mala, pero nunca hacerla buena. La fuente primordial de la moralidad es otra. «La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada». Por tanto, hay actos «»intrínsecamente malos»: lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias». Para tener buena intención es imprescindible querer el bien y evitar el mal, y algunos actos son en sí mismos no ordenables al bien.
La comprensión del bien moral
- El capítulo tercero aborda el valor insustituible del bien moral para la sociedad. El camino del bien, explica el Papa, aparece sembrado de dificultades, que es preciso afrontar con coraje. Sería ingenuo y dañino pensar que se presta un servicio al hombre aguando la moral: así se facilitaría, más bien, la destrucción de la convivencia y los atentados a la dignidad humana. Es responsabilidad de los Pastores de la Iglesia recordar a los fieles las exigencias morales en toda su radicalidad y pureza, pues la gracia de Dios capacita para vivir de acuerdo con ellas.
- «La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida». La Iglesia, al alentar a este ejemplo de vida sin rebajar las exigencias morales, no se muestra falta de comprensión. «La verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica»; pero «jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias».
- Frente al relativismo, «solo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social». Es fácil comprender que lo contrario lleva a que se multipliquen los abusos, en perjuicio sobre todo de los más débiles, pues, una vez admitidas excepciones a la ley moral, más se exceptúa quien más puede. Por eso, el Papa -como hizo ya en Centesimus annus (n. 46)- advierte del peligro que representa «la alianza entre democracia y relativismo ético», que puede terminar en un «totalitarismo visible o encubierto».
La nueva evangelización comporta una propuesta moral
- «La evangelización –y, por tanto, la «nueva evangelización»- comporta también el anuncio y la propuesta moral». A los Pastores, compete esclarecer cada vez más la doctrina moral y «dar, en el ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del Magisterio». No es su función reinventar o cambiar la moral: «El disenso, a base de contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial». Sin olvidar que el pueblo cristiano tiene derecho a recibir enseñanzas conformes con la fe.
- Es deber de los obispos velar para que se respete este derecho de los fieles, evitando la confusión. Así, les corresponde «reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de «católico» a escuelas, universidades o clínicas, relacionadas con la Iglesia».
- La encíclica de Juan Pablo II es también un mensaje de optimismo antropológico, apoyado en la eficacia de la Redención obrada por Cristo. «El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana». La Iglesia confía en el hombre, en su capacidad para el bien, sin duda debilitada por el pecado, pero que la gracia restaura y potencia hasta extremos antes inimaginables.
- «A veces (…) puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque -en términos de sencillez evangélica- ella consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a Él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia».