«Con mis propios ojos vi a la Sibila, en Cumas, colgando en una botella, y cuando los muchachos le gritaban, “Sibila, ¿qué quieres?”, ella respondía: “Quiero morir”». Este texto de Petronio (El Satiricón, 48), refleja el estado lamentable en que quedó la profetisa Sibila después de recibir un sorprendente don del mismo Apolo, al que pidió vivir tantos años como granos de arena caben en una mano, pero al que olvidó solicitar la eterna juventud. Imaginamos a Sibila cada vez más envejecida, pero a la que se negaba la muerte, y no podemos dejar de estremecernos.
Parece que el estado quiere ser el primer valedor para atender a los que, como Sibila, hastiados de una vida sin sentido reclaman la muerte
El aumento de la esperanza de vida y la baja natalidad han producido un envejecimiento inexorable de la población. La eutanasia ha sido legalmente aprobada en muchos países occidentales, a la vez que el suicidio ocupa un lugar destacado en las causas de muerte, especialmente entre los jóvenes. Parece que el estado quiere ser el primer valedor para atender a los que, como Sibila, hastiados de una vida sin sentido reclaman la muerte.
No es casualidad que T.S. Eliot utilice este fragmento para introducir su poema «La tierra baldía», publicado hace justo 100 años (diciembre de 1922), en el que denuncia el dinamismo perverso que la modernidad había introducido en la sociedad occidental: el rechazo de las cuestiones definitivas como la muerte, a cambio de la satisfacción inmediata, provoca la superficialidad y el hastío. Para Eliot, una vida que le da la espalda a la presencia de la muerte está abocada a la frivolidad, al aburrimiento, a la desesperanza.
¿Qué es la vida sin la muerte?
Cuando queremos apartar la muerte de la vida, sea ocultándola a nuestros ojos o dispensándola bajo un envoltorio sanitario, se produce un efecto paradójico: la vida pierde sentido. La vida sin muerte ya no es vida. Sin embargo, quien tiene presente el carácter inexorable e impredecible de la muerte, toma una actitud hacia a ella que aporta sentido a la vida, sea como puerta hacia un mundo mejor o como meta de una vida que ha dado su fruto y ha valido la pena, o ambas cosas simultáneamente. Esta actitud aporta sentido a la vida, tanto personal como socialmente.
El duelo ha quedado pendiente a la espera de una difícil asimilación.
Recientemente, la COVID-19 ha dejado una experiencia durísima en muchas familias: la muerte precipitada, en soledad, sin compañía médica, ni familiar, ni espiritual. El duelo ha quedado pendiente a la espera de una difícil asimilación. Un trance muy doloroso para el que muere en esas condiciones y una dura sensación de impotencia y culpabilidad en los familiares a los que se ha impedido acompañar al enfermo. Sin embargo, nuestra sociedad parece querer olvidar ese sentimiento de frustración que ensombrece la vida de tantas personas y dejar atrás, aun sin resolver, los errores e irresponsabilidades cometidas en esos días.
Una excepción es el libro «Qué aporta la muerte a la vida», publicado recientemente en Ideas y Libros Ediciones, 24 autores coordinados por AEDOS (Asociación para Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia), gracias a la labor editora de Rafael Gómez Pérez, Fernando Fernández Rodríguez, Donato Barba Prieto y José Andrés-Gallego, reflexionan sobre este tema desde muy diversos puntos de vista: médico, ético, filosófico, cultural, político, estético y teológico. Un esfuerzo intelectual desde una perspectiva interdisciplinar notable en los tiempos que corren.
Sorprende la fuerza con la que estos autores subrayan la tendencia humana a la inmortalidad, tanto física, social, cultural y espiritualmente.
Desde muy diversas perspectivas: la ciencia médica, la bioética, la antropología filosófica y cultural, la filosofía política, la estética y la teología, se analiza el problema de la muerte y el misterio que la envuelve. Una idea vuelve una y otra vez en las diversas aportaciones: Una vida que oculta o ignora la muerte, es una vida degradada. Una vida degradada que acelera la muerte a la vez que la priva de sentido.
Otra excepción es el libro de Daniel Arasa, «¿Tú por ahí? Conversaciones en el Cielo». Esta vez la aproximación es desde la ficción, recogiendo unas posibles entrevistas realizadas desde el más allá, buscando ofrecer la perspectiva de esta vida desde más allá de la muerte. Una atrevida perspectiva que parece llevarnos a una misma conclusión, como explica su autor entrevistado en Forum Libertas: «Dejar de pensar en la muerte y en lo que la sigue significa, nada más y nada menos, que perder el sentido de la vida. Esta es una paradoja. Para entender la vida hay que tener asumido su final, y para salvarla hay que estar desprendido de ella».
¿Qué podemos hacer?
Amar la vida, afrontar la muerte, aceptar su misterio, explorar su transcendencia, honrar a los muertos, y contemplar con fe el misterio pascual: la muerte y resurrección de Cristo. Qué nuestro deseo sea ¡quiero vivir!, tanto esta vida como, y sobre todo, la venidera.
Me quedo con un sugerente pensamiento de Higinio Marín en su artículo en el libro de AEDOS sobre la ocultación de la muerte: ocultar a los muertos es diferente a darles sepultura, es lo contrario. La tumba es la localización de una ausencia. El culto cristiano es el reconocimiento de una presencia, cuyo mayor argumento es que la tumba está vacía.
El culto cristiano es el reconocimiento de una presencia, cuyo mayor argumento es que la tumba está vacía. Share on X