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La tonta sugestión del pecado

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Orgulloso de su pasado libertino, aún identifica y recuerda su pecado como virtud (“¡Uf! ¡Puedo decir que pocos hombres han estado con más mujeres que yo!”). Estaba atado al sexo desfogado (como es él) con cada mujer que veía pasar moviéndole la cola (que actualmente parece como que la mueven todas a todos, y no es cierto. Lo que ocurre, es que las que no la mueven, no la enseñan a cualquiera). Estaba atado al falso afecto, a la libertad engañosa, al pecado. A los cuernos y al cachondeo.

Tan ensimismado está en su aún difusa predilección por la vida dejada de virtudes y obligaciones, que cuando, hablando franca y llanamente, en una llamada al orden le afirmas: “Tú sabes que eso no estaba bien”, aún te salta con que “¡Seguro que tú también lo hiciste!”. ¡Como si tuviéramos todos que actuar según vemos a nuestro prójimo! “Mal de muchos, consuelo de tontos”.

Fácil es, en verdad, coger del vertedero solo lo que nos interesa, lo que descubrimos que aún serviría si hacemos que huela bien con litros de perfume, y dejar lo que para nuestro gusto está inservible. Y no advertimos que precisamente por lo ciegos que vamos nos llama más lo sucio, lo que ensucia más aunque nos parezca lo contrario, solo porque nos identifica con nuestra actitud prostituida. La luz llama a la luz; la oscuridad, a la tiniebla.

Es fácil dejarse arrastrar por la corriente. Lo que reclama valientes es el enfrentarse a una remontada hacia las cumbres de la presencia, cuando nuestra existencia se había −hasta ahora− limitado a bajar el tobogán del antojo entre las aclamaciones de la plebe que puebla el parque temático del sexo a granel. Es fácil dejarse arrastrar, porque nadar contracorriente exige, reclama esfuerzo y compromiso y obligaciones y privaciones; todo, en aras de una vida libre, rica y plena en pos del ideal de la virtud que nos promete las verdes praderas de una eternidad feliz, sin sufrimiento y sin fin.

Cuando solo vemos en una relación derechos, tarde o temprano esos pretendidos derechos se convierten en espadas de fuego que apuñalan el más central punto vital de nuestro corazón, que acaba por dejar de latir al compás de la virtud, degenerando en un despotismo que afloja toda capacidad de entender al que piensa distinto y nos contradice (solo porque nos priva el que consideramos derecho que no obliga), y nos encierra en una espiral que se convierte en un laberinto interminable, en una pesadilla que parece lo que en realidad no es, y nos incapacita −con su predisposición blandengue− para reconocer la luz más allá de la negrura tenebrosa de una noche sin final. Y acabamos abandonando nuestras obligaciones. Así, ni prójimo ni nada se salva.

Está nuestro amigo todavía sucio de gruesa mugre que, tras endurecerle la piel, se la encostrado. Está en vías de purificación, y aún añora el olor agrio del vertedero, porque le quedó debilitada la mucosa nasal. Ahora, con estropajo y jabón natural (que eso es la virtud que abraza al Espíritu de la Verdad), está empezando a recordar la tersura de su piel que −allá debajo− por la gracia de Dios, aún conserva su lozanía.

Y ha descubierto −tras tantos años de agria podredumbre− la dulzura del perfume celestial que despierta a las almas puras que buscan al Dios Uno y Trino entre una renovada aceptación de la afable honestidad que promete la vida de infancia de espíritu. Y todo, para gozar de la felicidad que ya aquí, en la Tierra, es posible disfrutar como prenda de la felicidad celestial eterna y gloriosa… Sin fin. Porque el fin es Dios.

Twitter: @jordimariada

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