Nuestras crisis son consecuencia de la insuficiencia virtuosa, porque esta debilidad hace imposible que las personas y sus sociedades alcancen su fin, el telos. Una quiebra básica de la actual forma de entender la realidad humana es el menosprecio por la virtud. Tanto ella como los fines humanos solamente son inteligibles, poseen sentido, en el marco de referencia que constituye una tradición cultural, de manera que solo a través de ella se puede alcanzar el bien del ser humano y el bien común. Sin tradición cultural a la que adscribirse y compartir, la virtud es imposible, como refiere MacIntyre[1].
Como nos recuerda M. Mauri[2], formarse en una tradición significa acceder a la capacidad racional que permite a cada individuo preguntarse por la mejor de las tradiciones. Esto puede significar que la carencia de aquella formación, o la ausencia de conciencia sobre la pertenencia a una de ellas, imposibilitan, o al menos reducen en gran manera, la capacidad para indagar sobre la tradición más adecuada. Sin la adscripción a una tradición cultural no cabe acceder a un sistema coherente de virtudes, y sin ellas tampoco podemos formular juicios acertados. Quien carece de tradición no dispone de los recursos teóricos que permiten la comparación entre distintas tradiciones. Esta carencia del vínculo fundamental que relaciona tradición y virtud explica el crecimiento del desorden práctico en los comportamientos sociales e individuales, y la incapacidad para producir respuestas que permitan juzgar adecuadamente la realidad.
De las tradiciones se derivan no solo las prácticas buenas, las virtudes, sino también las instituciones, que constituyen «encarnaciones contemporáneas de la tradición[3]». Prácticas e instituciones dan vida a la sociedad, la dotan de sentido.
Sin la pretensión ilustrada no se habría desencadenado el torrente que ha arrollado la cultura occidental como muestra la obra de Alasdair MacIntyre[4] especialmente en Tras La virtud y Tres versiones rivales de la ética.
Aquella concepción daba por supuesto que existían argumentos suficientes para alcanzar un acuerdo racional generalizado sobre los principios morales, pero los hechos muestran que no ha sido así. Si la dislocación se hubiera limitado al ámbito académico, a un debate inacabable de argumentos contrapuestos sobre los principios morales, el error hubiera tenido una importancia mucho menor. Pero en la medida que la forma de pensar ilustrada se popularizó, la divergencia de criterio se extendió a los actos morales ordinarios, a la vida cotidiana. El resultado, que hoy sufrimos en un grado extremo, fue la construcción de profundas divergencias morales en el seno de la sociedad, revestidas, eso sí, de una gran retórica, que ocultaba, en el mejor de los casos, la discrepancia sin resolver nada.
Lo que caracteriza hoy a la sociedad civil y política son los desacuerdos sistemáticos, las discrepancias irreductibles que como reacción tienden a generar distintos fenómenos negativos. Uno, el del relativismo, que acaba convirtiéndose en una nueva idea totalitaria al afirmar que todo es relativo, menos la afirmación que lo justifica y que se sobrentiende absoluta porque de lo contrario carecería de sentido. La segunda reacción ante la insoportable atomización de la conciencia moral es la trivialización. Se trata de una «característica esencial de la época actual, la trivialización de la conciencia humana y, por lo mismo, el eclipse de esta facultad esencial del hombre». Significa que «la legitimidad del actuar deja de ser un problema que toca a la conciencia personal y se convierte en un problema meramente técnico, de los aparatos burocráticos. La expansión de la trivialización constituye la consecuencia última de la crisis del racionalismo europeo[5]».
El nuevo sujeto social puede ser hedonista, relativista, trivial, frívolo y narciso, sin limitaciones morales, y por esta causa es necesario, para mantener un orden social, una gran presión externa sobre su conciencia.
Surge entonces otra de las grandes contradicciones. La coacción del estado se convierte en la consecuencia necesaria del relativismo y la trivialidad. Solo esta coacción es garantía de que la sociedad funcione una vez hechas trizas las virtudes cívicas. Se produce así una gran paradoja, otra más, donde la abundancia de derechos individuales conlleva un crecimiento extraordinario del número de penados. Algo muy importante no encaja en este esquema. La difícil conciliación de todo esto, sus fuertes contradicciones, necesitan de una vía de descompresión, y esta se concreta en la importancia desmesurada del ocio, del entertainment, entendido como consumo de masas, hasta el extremo que el poder político en todos sus niveles actúa como proveedor de espectáculos. No se trata de actuar como mecenas de autores o artistas, sino de sufragar todo tipo de entretenimiento, empezando por las propias televisiones públicas y terminando en la más modesta actividad de una pequeña municipalidad. Se considera una práctica totalitaria el hecho de que existan periódicos de titularidad pública, pero al mismo tiempo los dos medios más poderosos, la radio y la TV, sí pueden ser públicas.
Esta es otra expresión de la inconsistencia que preside el montaje de nuestra sociedad. A su vez estos medios públicos tienden a convertirse en auto referenciados y a trocarse en grupos de presión que defienden sus privilegios económicos y de poder en nombre de la «información pública». Estos medios combinan la información orientada con el ocio que ocupa la mayor parte de sus programas. De hecho, el entretenimiento de masas es el mecanismo de alienación masiva que permite atenuar las contradicciones a base de evitar la toma de conciencia sobre las mismas. Esta es una de las causas fundamentales de que todo grupo social de presión tenga como principal objetivo el control o influencia de los medios de entretenimiento que también abarca a gran parte del periodismo denominado de información.
Giddens[6] señala como una de las características de la modernidad la del narcisismo del individuo, quien, faltado de otras referencias objetivas, se limita a remitirse a sí mismo. «El narcisismo –señala Giddens– es una preocupación por el yo que impide al individuo establecer límites válidos entre el yo y los mundos externos. El narcisismo relaciona los sucesos exteriores con las necesidades y deseos del yo, preguntándose solo «qué significa eso para mí»»[7]. La consecuencia del narcisismo estriba en la dificultad para establecer vínculos, porque su máxima ocupación le encierra en sí mismo, es un ser, en este sentido, intrascendente.
Giddens también apunta otra consecuencia del declive de la sociedad tradicional. Se trata del papel preponderante de la vergüenza (en su sentido psicológico) como sucedáneo de la culpa. Esta solo puede surgir en relación con una norma objetiva externa que se ha vulnerado, pero cuando no existe tal condición, como sucede en nuestra sociedad, solo pueden aflorar sentimientos de insuficiencia personal, es decir, de vergüenza. En este caso es el proyecto subjetivo del individuo el que define lo que es la norma. Su incumplimiento juzgado desde la propia subjetividad puede desencadenar aquel sentimiento de vergüenza si no cumple con lo que son sus propósitos vitales, convirtiéndose en fuente de malestar. Esto tiene, bajo mi punto de vista, importantes derivaciones. La vergüenza ocasionada por la insuficiencia ante los propósitos vitales es fuente de frustración y explica por qué este estado de ánimo está tan extendido en nuestra sociedad a pesar del gran desarrollo económico.
El choque entre las expectativas creadas por los estímulos externos y las posibilidades reales de la persona genera verdaderas masas de gentes frustradas. Ni la vergüenza ni la frustración son agentes de dinámicas positivas; al contrario. Ambas son fuente de un gran motor negativo de la modernidad: el resentimiento[8], cuya raíz se encuentra en la incapacidad para agradecer. No es gratuito que sea Robespierre quien defina en una frase uno de los motores de la Revolución Francesa, inspirada en la previa anglosajona y, al mismo tiempo, tan distinta de ella: «Sentí desde muy temprano la penosa esclavitud de tener que agradecer».
La culpa en una cultura de raíz cristiana sí posee un factor potente de regeneración, porque su propia naturaleza entraña y, por consiguiente, persigue los principios de perdón y redención. Ella es la ocasión para la restitución y el restablecimiento del vínculo. Esta es la esencia del sacramento católico de la Reconciliación ‑la confesión‑ dirigida a rehacer la unión con Dios roto por el pecado. Solo cuando la culpa se ha entendido fuera del marco de la redención cristiana, o bajo una concepción rigorista alejada del principio fundamental del cristianismo de que Dios es amor, se ha convertido en una losa insoportable.
[1] De gran interés la obra colectiva de Margarita Mauri, destacada especialista en MacIntyre, Joan Carlos Elvira, Begoña Roman, Antonio Biesa y Carmen Corral, junto con un prólogo y artículo del propio MacIntyre. Crisis de Valores Modernidad y Tradición, Editorial Euro. Barcelona 1997.
[2] Ob. cit., p. 8.
[3] Ob. cit. M. Mauri, p. 10.
[4] MacIntyre, Alasdair. Tras La Virtud, edición del año 2009 Editorial Crítica Barcelona. Título original After Virtue 1984. Tres Versiones Rivales de la Ética. Ediciones Rialp 1992. Título original Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy and Tradition 1990.
[5] Belohradsky, Vaclav. La Vida como Problema Político Encuentro Ediciones 1988(1980) P 13
[6] Giddens, Anthony. Modernidad e identidad del yo. El yo y la sociedad en la época contemporánea. Península, Barcelona, 1994.
[7] Ob. cit., p. 216.
[8] Véase la obra básica de Max Scheler, El Resentimiento en la Moral, Caparros Editores Madrid 1993
La Sociedad Desvinculada (20). La pérdida de la tradición en la cultura desvinculada
El choque entre las expectativas creadas por los estímulos externos y las posibilidades reales de la persona genera verdaderas masas de gentes frustradas Share on X
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