En este mar de malas noticias en el que navegamos, puede ayudar la lectura de dos libros. Uno tiene bastantes años y notoriedad a su espalda, se trata de La Piel de Curzio Malaparte; el otro es mucho más reciente y es obra de un historiador solvente, Keith Lowe, y se trata de El Continente Salvaje. El denominador común entre ambos es la descripción de Europa justo después de finalizar la Segunda Guerra Mundial.
En nuestra percepción habitual este período está absolutamente olvidado. De hecho, ganadores y perdedores contribuyeron al olvido, y también lo hizo un hecho profundamente positivo como fue la reconstrucción europea que empezó a cuajar en los años cincuenta, que ha formateado el registro de nuestra memoria histórica. Pero, antes, desde el fin de la II Guerra Mundial, Europa vivió un período bárbaro en el transcurso de unos años. No había ley, no había orden, hombres armados deambulaban por las calles, describe Lowe, cogiendo lo que querían dentro de la miseria absoluta que constituía el denominador común. La prostitución alcanzó cotas masivas como solución para satisfacer las necesidades más elementales como la comida. No había trenes, ni puentes, ni tiendas, ni correos, ni teléfonos. No había moral, solo un brutal espíritu de supervivencia y también de venganza, que siempre acompaña a un sangriento conflicto. Fue algo terrible y difícilmente podrían imaginar aquellos hombres y mujeres de veinte y treinta años que en el futuro su vida podría transcurrir plácidamente y que terminarían pasando las vacaciones en las costas soleadas de Italia o de España. Todo era negro y sin salida, de una negritud mucho más terrible que la que ahora vivimos, infinitamente peor.
Pero Europa se alzó y tres nombres simbolizan este renacimiento: Adenauer, Schuman y De Gasperi, los dos últimos en proceso de beatificación.
Tres cristianos comprometidos políticamente con su tiempo, apoyados por una gran fuerza reconstructora que hizo posible la reconciliación y el resurgir económico: la Democracia Cristiana. Naturalmente el Plan Marshall resultó fundamental, pero la ayuda económica no hubiera bastado por sí sola, como ha sucedido en tantas ocasiones. Era imperioso disponer de mucho más, era necesario un gran capital moral que permitiera superar la lucha por la supervivencia individual, el espíritu de venganza y el resentimiento, que facilitara erigir un horizonte común de reconstrucción.
Pasado el trauma inmediato de la posguerra muchas gentes se levantaron con esperanza y empezaron de nuevo. Tuvieron la sensación de un nuevo inicio mucho más pacífico, democrático y benevolente. Para ello necesitaron algo que está en la base de todo resurgir, un sistema de valores y virtudes compartidos de una naturaleza tal que es capaz de generar con su existencia externalidades positivas en bienes y servicios, capacidad de cooperación por encima de las dificultades objetivas y subjetivas. Necesitaron en definitiva del capital moral. La riqueza de las naciones es precisamente ésta. Ni la tierra, ni el capital ni el trabajo, ni la investigación, ni el conocimiento, porque ninguno de ellos se articula y funciona bien si no existe este gran aglutinante previo.
Y, si el capital moral estuvo en el cimiento del último renacimiento europeo, también fue la base de la gran construcción que significan los Estados Unidos de América
Y, si el capital moral estuvo en el cimiento del último renacimiento europeo, también fue la base de la gran construcción que significan los Estados Unidos de América, otra evidencia muy grande de la fuerza que posee un pueblo si tiene una idea definida de lo que significa realizarse en el bien. Para ello les fue necesaria una comunidad, la de los fundadores que compartieron una idea indemostrable. La idea surgida de su profundo sentido religioso era esta: «sostenemos como verdades evidentes por sí mismas que todos los seres humanos han sido dotados por su Creador de igual dignidad». Pero esa igualdad desmentida por la verificación empírica es indemostrable. Pero ellos crearon una razón objetiva que no admite cuestionamiento. Y de esta razón surgió un determinado capital moral y un conjunto de virtudes que aún caracterizan lo mejor de Estados Unidos.
Y este es precisamente el problema terrible de la Europa de hoy y, de forma espectacular, el de España.
No es la crisis económica la que cierra todo horizonte, sino la destrucción cometida con su capital moral que le impide levantarse y avanzar juntos. En el fondo falla el vínculo que hace posible compartir los que tienen más con los que tienen menos, acudiendo mucho a la lógica liberal y mucho más a las leyes de la cooperación, reciprocidad y la solidaridad; las leyes del fin social de la propiedad y del destino comun de los bienes, las leyes que forjan la comunidad, el comunitarismo. Siendo conscientes, también, de que solo con la exigencia de eficacia y productividad, se conseguirá avanzar, sí, pero que las crisis acumuladas que la actual situación generan devoraran a medio o largo plazo los resultados, si es que se consiguen. Solo si todo esto va parejo a la justicia social, que en este caso significa sobre todo el reparto proporcional de las cargas de la crisis, podrá emerger el impulso que necesitamos para forjar un nuevo inicio.
Lo que nos está sucediendo, a pesar de los sufrimientos de muchas familias, es poca cosa comparado con otras situaciones que se han vivido en España y Europa, en un pasado cercano.
La guerra y la postguerra española, y europea, significaron una aparente y total falta de futuro, unida a la terrible dureza de la vida cotidiana y el esfuerzo inmenso para alcanzar un modesto vivir. Y a pesar de ello consiguieron avanzar y nos dotaron de la sociedad del bienestar en la que hoy vivimos todos, mejor o peor, pero en condiciones infinitamente superiores a las que tuvieron nuestros antecesores en los años cuarenta y cincuenta. Mejores a las que nunca hemos tenido en el pasado más lejano. El peso que nos ahoga no es que hoy sea mayor, lo que sucede es que carecemos de ese capital moral que es capaz de dotarnos de fuerza y respuestas para el presente, y esperanza hacia el futuro. Esta es la última razón de la fuerza del vínculo y de la fragilidad que ocasiona su carencia.
El vínculo rige la formación y el desarrollo de las comunidades humanas y constituye su ley fundamental, entendida en términos de probabilidad y de tendencia, y no de predeterminación. Los rige en términos estocásticos, por cuanto cada fase del proceso viene establecida por las acciones predecibles del mismo, las que le dan el sentido de ley y por los componentes aleatorios. Una encuesta que cumpla las condiciones por las que se rige tal técnica sirve para prever los resultados de unas elecciones, con unas razonables probabilidades de acierto, pero es inútil para señalar lo que hará cada individuo concreto. Del mismo modo, el análisis del estado de los vínculos y sus disfunciones permite predecir evoluciones de colectivos, pero no el de un individuo en concreto.
Por ejemplo, las familias en las que no existen normas claras de funcionamiento registrarán un peor rendimiento escolar en los hijos, pero esto no permite señalar que los hijos de tal o cual familia que responda a aquellas características obtendrán malos resultados en la escuela. Se puede afirmar que los matrimonios estables consiguen mejores resultados económicos para ellos y para la sociedad, pero eso no significa que una pareja de hecho específica no pueda alcanzar un resultado parecido o superior.
La ley significa que existen patrones de comportamiento y de resultado final de los elementos que intervienen para el conjunto. El feminicidio en las parejas de hecho o que cohabitan es singularmente más alto que en los matrimonios; una persona que haya abandonado sus estudios disfrutará de un menor nivel de ingresos; una empresa registrará mejores resultados si cultiva su capital humano, etc. Se trata de relaciones relativamente simples entre el vínculo y los resultados. La tarea decisiva consiste en relacionar los distintos patrones que pertenecen a fenómenos específicos para formar un modelo, que proporcione un diagnóstico más acorde con la realidad para poder establecer la predicción y la respuesta con mayores posibilidades de éxito. Todo esto facilita y abre nuevas perspectivas al análisis de los costes sociales y de intermediación generados por las disfunciones sociales, así como un mejor conocimiento de las externalidades positivas y negativas que aportan instituciones sociales y modos de vida. Permite construir una sociedad mejor en términos de prosperidad y bienestar.
hemos de avanzar necesariamente para establecer las conclusiones sociales y económicas de los distintos modelos de vida que hoy cohabitan en la sociedad
De la misma manera que nos familiarizamos con determinadas e inexorables consecuencias generales, relacionadas con el modo de producción, hemos de avanzar necesariamente para establecer las conclusiones sociales y económicas de los distintos modelos de vida que hoy cohabitan en la sociedad, porque no todos son generadores de bien comun, ni del mayor bien comun posible. Y esto es crucial porque lo que está en juego es el bien material más preciado que Europa ha mostrado al mundo, el estado del bienestar. Aquel conocimiento no conduce a ninguna limitación de la libertad, que en si misma es un bien, pero si a la clara determinación de aquellos modos de vida más beneficiosos y la necesaria incentivación mediante las políticas públicas. Es una obviedad que las elites económicas, y las culturales sufragáneas a ellas, no tienen ningún interés en este discernimiento y las políticas que de él puedan desprenderse, pero sí importa; resulta decisivo, para la inmensa mayoría del pueblo, que solo así puede esperar una vida mejor: conociendo los caminos que conducen a ella y que los gobiernos deben facilitar.
La naturaleza óptima de la vinculación responde a una realidad objetiva y, por consiguiente, no puede definirse en términos de subjetividad, aunque esta, como en toda relación humana, intervenga de manera relevante.
El vínculo para cumplir con su función en la comunidad necesita funcionar en el marco de una razón objetiva, que actúa como «marco de confinamiento» de las fuerzas de dispersión que surgen del subjetivismo ilimitado o del guiado solo por convenciones procedimentales propias de la razón instrumental. Esto explica por qué la secuencia histórica que se inicia con la Ilustración europea culmina, a través de la modernidad y sus crisis, en la postmodernidad desvinculada, en cuyo estadio es la propia práctica liberal, la democracia representativa y el capitalismo, los que viven un estadio de dificultad extrema que cuestiona su propia perduración. A diferencia de otros desmoronamientos históricos, no hay ninguna fuerza social externa que lo ponga en peligro, sino que es su propia lógica interna la que lo socava desde dentro.
Cuando se analiza la modernidad como la etapa de mayor desarrollo de las fuerzas de la ciencia, la técnica y la economía en relación con la época precedente y remite su éxito a la generalización de la razón instrumental, se incurre en importantes errores a causa del exceso de simplificación.
El motivo fundamental del error radica en considerar el fenómeno moderno sin raíces, desprovisto de todo precedente, es decir, carente de historia. Pero ningún fenómeno social funciona así. La modernidad puso en juego la técnica, la ciencia y la economía en un grado extraordinario, porque estaban disponibles, porque surgieron de toda una historia previa de la que son deudores. Pero sobre todo porque el desarrollo de la modernidad se realizó inicialmente y a lo largo de mucho tiempo sobre una base social y cultural, también política, por tanto, constituida por el sistema de valores y virtudes de la razón objetiva y los modos de vida que determinaba. La modernidad no habría podido funcionar bien sin ellos, que es exactamente lo que acaece ahora. Me estoy refiriendo a los valores y virtudes prepolíticas que hacen posible la democracia y la economía de mercado.
Esta dinámica se vio fuertemente frenada en el siglo XX por el surgimiento de otro modelo de razón objetiva distinta a la cristiana, como fue el marxismo
La modernidad de la razón instrumental no solo surgió, sino que se desarrolló en un sustrato popular de razón objetiva que fue reduciéndose en la medida que las élites del poder económico, sobre todo, hacían crecer el sustrato de la razón instrumental. Más tarde, cuando se difundían gracias a la técnica y al mercado los grandes espectáculos de masas, aquellas élites encontrarían un aliado fiel en las fuerzas de la cultura del entretenimiento y del mercantilismo de las pasiones humanas. Esta dinámica se vio fuertemente frenada en el siglo XX por el surgimiento de otro modelo de razón objetiva distinta a la cristiana, como fue el marxismo, que forzó a las fuerzas de la razón instrumental a replegarse y a olvidar su antagonismo cristiano. Muy al contrario, buscaron su alianza.
Pero esta reversión parcial e imperfecta saltó por los aires entre dos fechas simbólicas.
La primera, 1968, cuando eclosiona el subjetivismo en las revueltas universitarias bajo la apariencia de transformación social, que muy pronto quedaría limitada a aquello que menos importaba a las élites económicas, la ruptura de la concepción moral que rigen los vínculos interpersonales, y que se extendería posteriormente a la propia concepción antropológica del ser humano. En realidad, no solo no importaban, sino que su desaparición favorecía la concentración de poder en las elites, porque este encuentra terreno abonado en la sociedad de individuos aislados sin tradiciones ni comunidad; en el teórico “contrato social” entre el Leviatán del estado y el débil individuo aislado.
La otra fecha clave acaece 20 años después. Es la implosión del marxismo soviético a causa de la ineficacia generada por la aplicación de la planificación central en lugar del mercado (una lección, sea dicho de paso, que el comunismo chino aprendió con indiscutible eficacia) y la ausencia de libertad que ahoga toda capacidad de crítica y transformación y, por tanto, de mejora. La idea leninista de que la “confianza es buena pero el control es mejor” llevaba aparejado un crecimiento desorbitado de la burocracia, que se añadía a la de la planificación centralizada, y por consiguiente a un aumento insostenible de los costes de transacción, que acabaron por conducir al colapso.
Este conflicto es más irresoluble que el anterior entre cristianismo y marxismo, porque entre ellos podían reconocerse, aun sin compartir el sistema del otro
Lo que sucedió en aquel periodo 1968‑1998, libera de una forma brutal las energías de fragmentación de la cultura desvinculada, impulsadas por tres motores formidables que se alimentan mutuamente. La idea de que todo bien humano está sujeto al mercado, la legitimación primero y la legalización después de la satisfacción de las pasiones del deseo, bajo el falso criterio de que debe aceptarse toda realidad social con independencia de su bondad, y el subjetivismo de la realización personal del individualismo extremo- sin vínculos- hedonista, narcisista y egocéntrico. Con la desaparición de la pugna con el orden objetivo marxista se rompe la alianza coyuntural del liberalismo de la desvinculación con la razón objetiva propia de Europa, la cristiana, y renace un sentido antirreligioso radical de ontología liberal en la medida, que el cristianismo no se sujeta a la razón instrumental imperante. Este conflicto es más irresoluble que el anterior entre cristianismo y marxismo, porque entre ellos podían reconocerse, aun sin compartir el sistema del otro, porque pertenecía a un mismo orden de cosas, el de la razón objetiva, pero tal semblanza no se da en relación con la razón instrumental del liberalismo, como muestra Rawls hasta la saciedad, que pertenece a un sistema de pensar y creer muy distinto. Y esta es la causa histórica de la gran diferencia y ventaja entre Estados Unidos y Europa, porque la crisis de la razón instrumental antagónica al cristianismo se da sobre todo en Europa. El progresivo hundimiento de la Unión Europea es una de sus consecuencias.
La dinámica histórica de la Ilustración americana y su modernidad es distinta.
La fuerza que hizo crecer y desarrollar a aquel país, que combinó con un empeño inigualable la exploración científica unida a la expansión comercial, la mejora de la agricultura, el crecimiento de las manufacturas, y la extensión de la educación básica, surgió de una razón instrumental «confinada», porque nunca hasta épocas recientes, que desencadenan la actual guerra cultural, tuvo la pretensión de substituir al cristianismo y su marco de referencia objetivo. Al contrario, reforzó su presencia social facilitando y valorando su independencia del estado, que era aconfesional en la medida que no favorecía una confesión cristiana concreta, pero no porque rechazara el hecho religioso, o lo considerara intrascendente, y aun menos cancelaran a Dios del espacio público. Así las distintas formas de profesar la fe en Él, pudieron desarrollarse con una libertad en relación a los poderes estatales que no existía en Europa. La relación europea Iglesia-Estado ha sido algo intrínsecamente negativa para el cristianismo, porque incluso en los casos más favorables, el estado surgido de la modernidad tiene una filosofía incompatible con la naturaleza cristiana por su ambición de totalidad, incluso cuando se envuelve en su bandera, como en el caso de España muestra el Franquismo.
Modernidad significa ideología liberal dirigida a la liberación de la subjetividad, y la postmodernidad desvinculada hasta las últimas consecuencias en todos los ámbitos humanos, incluidos aquellos surgidos de los fundamentos predemocráticos de la sociedad, como la familia o la confesión religiosa.
El resultado a largo plazo debilita aquello que se quiere construir, la propia sociedad liberal. El concepto básico del liberalismo es el individuo solo en sí mismo. Un ser cosmopolita, sin historia ni tradición; sin raíces, y esa es la cuestión, sin vínculos personales superiores a su deseo (aunque el estado liberal ya se encarga mediante la coacción de señalarle las líneas rojas). El liberalismo propaga un ser abstracto, artificial, inexistente, al igual que Rousseau con su salvaje puro e ingenuo. Desde la perspectiva de lo real, tal ser humano no existe porque toda persona es un relato, es decir, una historia que nunca empieza, se desarrolla y termina en sí misma. La característica del liberalismo es su énfasis en el ejercicio de la libertad, pero no se repara lo suficiente en que no se trata de «La Libertad», como antes no se trataba de «La Razón», sino de un tipo de libertad de carácter negativo; se trata de la libertad para que no se impida ser libre.
Pero esta es solo una parte de la cuestión; la otra es la libertad positiva dirigida a buscar la verdad de las cosas para realizar el bien, porque este es el fin de la libertad. Aquella es la condición necesaria, esta es la de suficiencia. El vínculo queda sujeto a aquel concepto de libertad, y como siempre la constriñe porque restringe opciones, es atacado, debilitado y substituido por otro ente artificial, el contrato, surgido de la subjetividad de intereses como única forma de ordenar el conflicto del individualismo guiado por el criterio de su propio beneficio. El resultado es la fragmentación de la vida, el híperindividualismo, que las crisis acumuladas nos muestran en toda su desmesura, y en el crecimiento de la burocracia de la despersonalización, hasta el extremo de que nadie en Europa, y subrayo lo de nadie, es capaz de tener un conocimiento somero de las normas que le rigen desde el ámbito local hasta el de la Unión. Todo esto tiene como causa única la cultura desvinculada. Es hora de que nos adentremos en ella.
La sociedad desvinculada (10). El capital moral
El peso que nos ahoga no es que hoy sea mayor, lo que sucede es que carecemos de ese capital moral que es capaz de dotarnos de fuerza y respuestas para el presente, y esperanza hacia el futuro Share on X