Un marco para interpretar la realidad profunda
El problema radical de Europa, y el de la mayoría de los estados que la configuran, es que no saben por qué pasa lo que les pasa, a pesar de la magnitud de la tragedia cotidiana. Para constatarlo, basta con pasearse por muchas de sus plazas, acudir al mercado de Campo de Fiori, en Roma, al del Ninot, en Barcelona, al Marché Saxe‑Breteuil, en París, hablar con sus gentes, observar el sufrimiento de algunos, el temor y el malestar creciente de muchos, constatando a la vez la incapacidad de las élites para articular las respuestas que aquellos males necesitan. De ahí que sea necesario y urgente abordar a fondo nuestros problemas prescindiendo de la losa de lo culturalmente correcto, del marco de la ideología hegemónica que impregna nuestras sociedades. Hacerlo es una cuestión de supervivencia. Lo es para la sociedad antes de convertirnos en un gran geriátrico de individualidades disgregadas, solitarias y enfrentadas. Lo es para el mejor sistema de bienestar del mundo, antes de que retornemos a una sociedad dividida en sans culotte y privilegiados. Hay que hacerlo antes de que seamos una península de Asia en la frontera con una masiva y joven población musulmana.
Y hay que hacerlo también antes de que nuevas crisis se acumulen a las que experimentamos sin solución a la vista. A finales del 2012, dos profesores del MIT, Eryc Brynjolfsson y Andrew McAfee, concretaron en un libro de impacto, Race Against the Machine (Carrera contra las Máquinas), una hipótesis que barruntan algunos economistas, entre ellos un Nobel como Paul Krugman. Se trata de la reaparición de ideas neoludistas, aunque en este caso no sean trabajadores iletrados los que las propagan. Los luditas fueron un movimiento histórico del siglo XIX que se desarrolló en Inglaterra como protesta a la destrucción de la producción artesanal, los despidos en las industrias y los bajos salarios ocasionados por la introducción de las máquinas. Una de sus acciones características era la destrucción de los equipos industriales. Ahora la observación surge en los Estados Unidos y el grito de alarma nos avisa de una presunta e irrecuperable sustitución de mano de obra por elementos robóticos e informáticos, y la Inteligencia Artificial con un añadido que lo ensombrece todavía más. La sustitución en este caso opera también en campos universitarios, como el de la traducción y la investigación legal. Si llegara a ser cierto, no solo nos encontraríamos ante una crisis de proporciones revolucionarias, porque incidiría sobre el núcleo duro de la economía, sino que más allá de ello destruiría la misma idea de progreso. Lo haría, además —como sucede con las crisis acumuladas— sin que la sociedad tuviera capacidad de respuesta.
A la grave crisis del 2008, solo comparable al Crack de 1929, y cuando sus heridas sociales no estaban del todo cerradas, se ha sumado la Coronacrisis del 2020, de origen todavía desconocido. Y cuando mal que bien, a finales del 2021, se empieza a salir de ella, se hacen presentes las consecuencias de los costes de la transición energética, que vuelven a castigar a lo más débiles económicamente, mientras el fantasma de la inflación, tantas veces negado, pone en riesgo la recuperación en países como España.
Es decisivo disponer de un marco de referencia que haga posible interpretar nuestra realidad profunda a fin de entender las causas de nuestros daños. Solo a partir de un diagnóstico completo y acertado podemos construir un nuevo renacimiento europeo.
Y de esto trata este libro. Es la presentación de un diagnóstico sistemático que persigue explicar las raíces profundas, las causas visibles y su desarrollo, sus mutuas relaciones y las consecuencias de todo ello.
Si buscamos un denominador crítico común en lo que parece un inacabable desorden económico, aparecerá un concepto con fuerza: crisis moral. Siendo así esto significa una gran dificultad, individual y colectiva, para identificar el bien, la justicia, buscar la verdad, vivir en libertad, y también unos seres humanos que tienen un grave problema para diferenciar lo necesario de lo superfluo. A poco que nos detengamos a pensar en todo ello podremos constatar que buena parte de nuestros problemas surgen de tales incapacidades y limitaciones. Lo percibimos de manera especial en la política, pero no porque en ella abunden mucho más tales discapacidades, sino porque, al estar en la escena pública, bajo los focos, las imperfecciones son mucho más visibles. Naturalmente todo esto tiene consecuencias, genera un daño social y personal creciente. Claro que siempre se puede aducir que nuestros millones de pobres y marginados son multitudes afortunadas al lado de los pobres de África, pero esto no es ningún consuelo para sus carencias y penas. No se arregla así la herida de una desigualdad rampante cada vez más abierta, ni se deshace la convicción de vivir una injusticia. Los parados que invaden Europa, España, Grecia, los subocupados de Francia y Alemania, los precarios en todas partes, si todo esto permanece mucho tiempo en tal situación, serán como muertos sociales, personas sin futuro que dependerán de las ayudas del estado, y posibilidades de construir un proyecto propio.
Pero no se trata solo de las consecuencias del paro, de los mini jobs y el trabajo precario. Existe además otra sensación que mueve a preocupación y desesperanza. Es la convicción muy extendida de que todo funciona peor. Siempre más que ayer y menos que mañana. La comparten los propios gobernantes en la sinceridad de sus expansiones privadas, la viven las familias, los empresarios, los trabajadores. Son muchos los que tienen la impresión de que todo funciona de una manera cada vez más imperfecta, como si a mayor complejidad correspondiera una menor eficacia y eficiencia. Nuestra vida colectiva, empujada por los medios de comunicación y las redes sociales, se ha convertido en un debate interminable incapaz de llegar a ninguna conclusión proyectual, al tiempo que aumenta la sensación de impotencia e injusticia. La propia democracia se ve profundamente cuestionada. ¿De qué sirve ante la «ley» de los mercados financieros? ¿Cómo puede ser que la Unión Europea se haya podido gastar dos billones de euros para salvar a los bancos, y dejara en el aire un programa para generar ocupación? ¿Cómo es posible que el gobierno español haya aportado 52.000 millones a los bancos, al tiempo que tiene seis millones de parados, el 27% de la población activa el 2013? Con la coronacrisis el planteamiento ha ido a mejor, la unidad europea ha funcionado mucho más, y este es un paso positivo.
La causa histórica, cultural, de todo ello puede resumirse en una imagen arquitectónica: la del hundimiento de la Gran Bóveda de la civilización occidental, bajo la que hemos vivido durante más de 2.000 años.
La gran bóveda de la tradición cultural occidental
La bóveda es una solución imprescindible en la construcción, muy utilizada en Occidente desde el tiempo de los romanos. Gracias a ella consiguieron esa dimensión monumental que caracterizó a la capital del Imperio. Desde entonces forma parte de lugares solemnes de extraordinaria belleza, de claustros y catedrales. Aunque también tiene un abundante empleo en el presente como la solución técnica más adecuada. La minería y las grandes infraestructuras del metro lo testifican. Es una solución constructiva que aúna eficacia y belleza. Admite multitud de materiales que han ido cambiando con el paso de los siglos, ofreciendo más y mejores soluciones, ladrillo y piedra primero, acero después, hasta llegar al hormigón armado. Su diversidad es extraordinaria: bóveda romana, de medio punto, claustral, de crucería. Quien no haya visto la basílica de la Sagrada Familia en Barcelona no puede imaginarse la capacidad que ofrece este instrumento arquitectónico, sobre todo cuando es manejada por un genio como Gaudí. Su variante esférica, la cúpula, es el tipo de obra que se elige para culminar edificios queridos como monumentales. En las antípodas europeas, la cúpula de Namihaya en Japón y la de la Ópera de Sídney son buenos ejemplos, aunque la cúpula por antonomasia siga siendo la de la Basílica de San Pedro en Roma, la más alta del mundo, pero no la mayor, porque la del Panteón de Agripa, también en aquella ciudad, y la de la Catedral de Florencia la superan por unos pocos metros de diámetro. Toda esta variedad, utilidad, belleza y persistencia histórica se fundamenta en un sencillo concepto de mecánica, si bien su simplicidad queda confundida cuando se observa el sistema de hiperboloides cóncavos y convexos que configuran las naves de la Sagrada Familia barcelonesa.
La bóveda es una técnica arquitectónica que tiene por objeto cubrir, albergar o proteger, según sea el caso, el espacio que existe entre dos muros o series de pilares. Eso es todo. Su problema constructivo radica en una sola cuestión, que teóricamente no fue bien comprendida hasta el siglo XIX, aunque en un aparente desafío a una determinada racionalidad todas las grandes cúpulas son muy anteriores. El punto crucial de la bóveda es la capacidad de las paredes laterales para soportar su carga de compresión. La debilidad en uno solo de sus pilares desencadena la catástrofe.
Toda la civilización occidental se ha desarrollado bajo una bóveda cultural que articulaba y aportaba sentido a su forma de razonar y actuar. Uno de los sistemas de pilares que soportaba la carga era la concepción helénica, en toda su evolución desde los tiempos homéricos. El otro es el gran relato bíblico. El cristianismo articuló aquellas dos grandes cosmovisiones que parecían inconmensurables, incompatibles entre sí. Los Padres de la Iglesia primero, y en especial San Agustín, y la monumental síntesis de Tomás de Aquino, después, asentaron la gran construcción del pensamiento occidental que ha unido el gran espacio que separaba a ambas formas de entender el mundo. A partir de ellos, y con el paso del tiempo, los materiales y las formas de la cúpula fueron modificándose, pero siempre se mantuvo el equilibrio sobre las cargas laterales. Hubo grandes derrumbes parciales, como la implosión del Imperio Romano de Occidente y la desarticulación cultural y política de todo su espacio, pero surgieron arquitectos que levantaron magníficas soluciones reparadoras. Fueron los monasterios benedictinos que se extendieron regidos por las normas establecidas por San Benito, creando y difundiendo la cultura, la tecnología y productividad agrícola, construyendo nuevas comunidades. Más tarde vinieron los renacimientos. El Carolingio primero entre los siglos VIII y IX, el Otoniano en el año 1000, y más tarde, en el siglo XII, surgiría otro extraordinario impulso cultural y económico, al que siguió el Renacimiento por antonomasia en la Italia del Siglo XV, hasta la más reciente eclosión reparadora después de la II Guerra Mundial. Ha habido siempre, incluso en los periodos más difíciles, minorías creativas que conocían la lógica interna de la gran construcción, la tenían, por así decirlo, entera en su cabeza, sabían de sus cimientos y sus desarrollos, y eran fieles a sistemas de pilares que soportaban su carga. Como Gaudí en la Sagrada Familia, eran capaces de introducir cambios espectaculares, sin perder la concepción global, la de la bóveda.
Pero toda esta edificación se basaba en el elemento común que hizo posible el equilibrio a pesar de sus grandes diferencias iniciales, el factor común al que todas las civilizaciones y culturas vástago se mantuvieron fieles, el que aseguraba la adecuada distribución de todas las cargas. Se trataba, se trata, de la razón objetiva, que en la versión de Occidente tiene una formulación concreta, el cristianismo, pero que en su naturaleza es universal. También se fundamentan en una razón objetiva las civilizaciones originarias de América, o las sínicas e hindú en Asia, así como el Islam. La cuestión de fondo, lo que define la gravedad de la encrucijada europea, es el hecho de que no ha existido ninguna gran civilización que no se haya construido sobre el soporte de una razón objetiva; de signo más o menos religioso, el confucionismo, por ejemplo, lo es en unos términos muy vagos, pero sigue siendo el factor que otorga homogeneidad a la sociedad China en su acelerado proceso de crecimiento post marxista. Solo Europa, sobre todo a partir del siglo XVII, y en términos populares desde una fecha tan reciente como la segunda mitad del siglo XX, intenta construir su sociedad con otro tipo de razón, precisamente la que ha destruido la bóveda.
De la razón objetiva surge toda nuestra comprensión y, de hecho, todavía vivimos a sus expensas. Era la forma de entender la vida y el mundo. Consideraba la conciencia individual como formando parte de una gran red, un sistema de relaciones entre los seres humanos, sus grupos e instituciones sociales, que se extendía a la naturaleza articulando un orden cósmico donde el hombre tenía un lugar que daba sentido a su vida, realizable mediante una práctica que definimos como virtud. Esta razón era objetiva porque situaba su reflexión más allá de la preferencia individual, ejercía una reflexión metafísica.
Esta concepción concebía a la razón como, «fuerza contenida no solo en la conciencia individual, sino también en el mundo objetivo: en las relaciones entre los hombres y entre clases sociales, en instituciones sociales, en la naturaleza y sus manifestaciones [1]».
La concepción de totalidad desarrollaba una jerarquía de todo lo existente, y en ella el hombre conocía cuál era el fin de su existencia y, por consiguiente, el sentido de esta. La acción humana tomaba en consideración aquella totalidad, y no solo sus propios fines. En este marco de referencia el sujeto necesariamente solo podía ser relacional, trascendente, vinculado a los demás, a su comunidad. La polis griega y el pueblo de Dios, judío y cristiano, la huma de los fieles, expresan esta densidad de relaciones horizontales y verticales, tan grande, que hoy necesitamos de un esfuerzo extraordinario para imaginarlo. Este orden objetivo podía ser tiránico o benevolente, amoroso o cruel, pero aportaba un sentido.
Según Horkheimer, grandes sistemas filosóficos, tales como los de Platón, Aristóteles, la escolástica y el idealismo alemán, se basaron sobre una teoría objetiva de la razón, porque se sustentaba sobre la base de una concepción de la totalidad, aspirando a desarrollar un sistema que abarcase en una jerarquía todo lo existente, incluido el hombre y sus fines.
La armonía de la vida del hombre con esta totalidad definía el grado de racionalidad. Las acciones y pensamientos individuales en este contexto tomaban como referencia la estructura objetiva de la totalidad.
Los esquemas de pensamiento con sustento en la razón objetiva concebían el conocimiento como la capacidad de elucidar los principios universales del ser y, a partir de estos, construir los parámetros necesarios para la existencia humana. Es decir, la ciencia era entendida como una serie de procesos reflexivos y especulativos, más que como un método clasificatorio de objetos y datos, tal cual se presenta bajo la razón subjetiva. La clasificación integra el conjunto de maneras de conocer objetivas, pero en un lugar de subordinación. «Los sistemas filosóficos de la razón objetiva implicaban la convicción de que es posible descubrir una estructura del ser fundamental o universal y deducir de ella una concepción del designio humano. Entendían que la ciencia, si era digna de ese nombre, hacía de esa reflexión o especulación su tarea. Se oponían a toda teoría epistemológica que redujera la base objetiva de nuestra comprensión a un caos de datos descoordinados y que convirtiese el trabajo científico en mera organización, clasificación o cálculo de tales datos. Según los sistemas clásicos, esas tareas (en las que la razón subjetiva tiende a ver la función principal de la ciencia) se subordinan a la razón objetiva de la especulación [2]».
No se trata de que no existiera algún tipo de razón instrumental, sino que esta, cuya función era ocuparse de los medios, actuaba dentro del marco de referencia de la razón objetiva, estaba sujeta a los fines establecidos.
En esta concepción, lo que definía la vida racional era el grado de armonía con la que se conseguía vivir en relación con la totalidad. Los sistemas filosóficos de la razón objetiva tenían como punto de partida la posibilidad de descubrir una estructura fundamental y universal, y deducir de ella una concepción del designio humano.
La concepción del conocimiento arrancaba de la filosofía, de la metafísica y de la teología, trataba de elucidar los principios universales, y es a partir de ellos que construía los parámetros necesarios para la vida humana.
La razón objetiva constituía una instancia más vasta que excedía el estrecho horizonte a partir del cual se entiende la razón contemporánea. Contenía en su seno tanto las consideraciones hacia el existir humano, como el mundo de todas las cosas y los seres vivos, y las relaciones entre ellos. «Tal concepto de la razón no excluía jamás a la razón subjetiva, sino que la consideraba una expresión limitada y parcial de una racionalidad abarcadora, vasta, de la cual se deducían criterios aplicables a todas las cosas y a todos los seres vivientes. El énfasis recaía más en los fines que en los medios. La ambición más alta de este modo de pensar consistía en concebir el orden objetivo de lo racional, tal como lo entendía la filosofía, con la existencia humana, incluyendo el intelecto y la autoconservación [3]».
Este modelo de razón se amparaba bajo la aspiración de concebir un recorrido de valores realizables mediante las virtudes en la vastedad de la existencia, en lugar de un mezquino cálculo de ganancias inmediatas y temporales. Es decir, en lugar de pensar los medios adecuados para fines establecidos, se pensaba sobre los fines mismos.
Con la ilustración, en realidad en algunos de sus componentes que terminaron por ser hegemónicos en el pensar, surge otro tipo de razón, la instrumental, cuyos precedentes son los pensadores ingleses previos a la Revolución Francesa como Hobbes, y John Locke. La Ilustración no es en contra de lo que afirma el tópico superficial la entrada de la razón en la historia humana, sino la sustitución de un tipo de razón, la objetiva, por otra, la instrumental, caracterizada por negar la existencia de cualquier metafísica. No existe nada más allá de la materia y de lo experimentalmente verificable. Para el pragmatismo contemporáneo, lo racional es lo útil, entonces, una vez decidido lo que se quiere, la razón se encargará de encontrar y definir los medios para conseguirlo. Lo que sirve para algo es racionalmente correcto, y por lo tanto verdadero. «En última instancia, la razón subjetiva resulta ser la capacidad de calcular probabilidades y de adecuar así los medios correctos a un fin dado. Esta definición parece coincidir con las ideas de muchos filósofos eminentes en especial de los pensadores ingleses desde los días de John Locke» [4].
En esta razón subjetiva que articula medios los medios a los fines, el acento está puesto en discernir y calcular los medios adecuados, quedando los objetivos a alcanzar como una cuestión de secundaria, ceñida a la subjetividad. Solo se trata de que le sirvan a cada sujeto. Es evidente que este enfoque es incompatible con la razón objetiva, que concibe el conocimiento, no como una cuestión de medios sino como la capacidad de elucidar los principios universales del ser, y a partir de estos construir los parámetros necesarios para la existencia humana. A partir de aquel momento los fines humanos ya no nacen en relación a la armonía con el todo, sino solo del propio sujeto. El resultado ha sido la generación de un ser cada mes más intrascendente, auto referenciado, más cerrado en sí mismo, más individualista, que mide sus actos en razón de la conveniencia de sus propios fines. Ahora se trata de razonar en otros términos. Primero considerar que lo relacional es solo lo útil o lo deseable para mí. Segundo, definir los fines que me convengan de acuerdo con su utilidad y deseabilidad, y asignar a la razón que determine los medios para conseguirlos. En este orden de subjetividades en pugna, el papel primordial del estado es el de evitar el conflicto por medios procedimentales. En la práctica el resultado ha resultado cada vez más penoso, y lo constata la incapacidad actual para conseguir alcanzar de manera sistemática objetivos a largo plazo, porque los esfuerzos se concentran en resolver las fricciones y desgastes que se producen en lo inmediato el conflicto de los millones de subjetividades guiadas por sus propios fines, por la razón instrumental.
La sustitución progresiva de la razón objetiva por la instrumental significó un cambio de gran alcance en el pensamiento occidental en el modo de concebir a la realidad, y al ser humano. La modernidad generada por la Ilustración concibe al ser humano de una manera distinta. El individuo por sí solo, por su sola razón, por sus propias fuerzas, con independencia de toda tradición cultural es el que debe encontrar la verdad entendida como correspondencia con la realidad, y presupone que esta forma de proceder ara mejores a los individuos, y que será posible encontrar una razón armoniosamente común a partir de la elaboración de las distintas subjetividades. Pero esta ilusión ha quedado muy lejos de cumplirse, y sus consecuencias, como veremos, en la segunda parte han terminado por ser destructivas
La necesidad de un nuevo comienzo
En nuestro tiempo nos sentimos inseguros de todo, de nuestro futuro y de la sociedad en la que vivimos, tenemos la sensación de hallarnos en la intemperie porque está destruida la gran bóveda que nos acogía, a acólitos y discrepantes, virtuosos y libertinos, y la nueva construcción, prometida por los tiempos modernos y que debía ocupar su lugar, nunca han logrado realizarla. Esa es la última razón, la causa profunda de nuestros desconciertos, de la carencia de alternativas, del porqué la idea de Europa como horizonte de sentido de democracia y bienestar está hecha añicos, como malparado se encuentra el ideal americano basado en el buen resultado del propio esfuerzo. Algo muy grave falla cuando quienes nos representan como pueblo, los políticos, son el grupo que menos confianza inspira a la sociedad. Es una crisis política general que adopta las características propias de cada país. Hoy es casi más fácil ganar unas elecciones, incluso por mayoría absoluta, que gobernar. Aquella frase de Andreotti que el poder desgasta solo a quien no lo posee, resulta muy inexacta. Hoy políticamente desgasta todo, aunque resulte más cómodo sufrirlo en el coche oficial. No es el fruto de unos pocos años; la frustración y el rencor son tan generalizados y profundos que resulta irracional pensar que comenzó con la crisis del 2008. El mal viene de mucho antes, como nos lo han venido anunciando las encuestas desde hace tiempo, ante el impasible ademán de muchos, demasiados ciudadanos. La única diferencia es que en la buena época el oropel de la abundancia hacía más tolerable la situación. Es la democracia liberal la que está en crisis, la que parece naufragar en una tormenta de descontento. Así de rotundas y de mal están las cosas.
Resulta abrumadora la falta de correspondencia entre la política que se practica y los ciudadanos, y las redes sociales, las repúblicas del Twitter, Facebook y otras más, multiplican las consecuencias de aquella desvinculación entre políticos y pueblo. Hoy todo invento, camelo o mixtificación crítica sobre ellos goza de credibilidad asegurada. ¿Hemos reparado que este es un proceso autodestructivo? Claro que existen razones de corrupción, de ineficacia o de ambas cosas a la vez. Demasiados gobiernos están condenados al fracaso, o al desencanto, a los pocos meses de estar formados porque nadie parece ser capaz de abordar las grandes crisis que sufrimos, evidentemente la económica, la Gran Recesión y sus secuelas, que serán como llagas abiertas a la inclemencia durante mucho tiempo. Pero esta, junto con la política, no son los únicos desastres sociales que sufrimos, claro que no. Son los más actuales, que es muy distinto. Simplemente ayudan a olvidar las otras crisis, como si al desocuparnos de ellas pensásemos que quedan resueltas. Ahí está intocada la ambiental, fagocitando el clima y los recursos naturales. Y ahí sigue la emergencia educativa que está mal construyendo personas y destruyendo el futuro, y continúa, con el entusiasmo de demasiada gente, el agujero negro de la falta de natalidad y el sobre envejecimiento de la población.
Todo gobierno resulta insatisfactorio, lo es la política y la economía. Más incluso, los son con carácter general los diagnósticos. A veces parece como si se intentara describir un elefante a base de palparlo con los ojos vendados.
A derecha e izquierda, los discursos parecen agotados, cuando no simplemente resultan ridículos. Todo está sometido a la impotencia para encontrar respuestas. Entonces, ante estas reiteradas y dañinas evidencias, ¿no ha llegado el momento que nos preguntemos, sin autoengaños ni fáciles indulgencias para con los nuestros y para con nosotros mismos, el porqué de tanta incapacidad en tantas cuestiones vitales, y en tantos lugares distintos? Es una pregunta de sentido común, una exigencia. ¿A dónde vamos acumulando una crisis tras otra?
Estos interrogantes son el punto de arranque de este libro. Responder al porqué de lo que nos ocurre. Como sociedades, ciertamente, pero también como individuos, porque el abstracto universal es un engañabobos. La sociedad no existe sin las personas concretas.
Pero para poder responder y salir de la confusión es necesario que seamos capaces de dar un paso atrás para salirnos del bosque embrollado de las ideas que nos esclavizan, para pensar con mayor libertad, y adoptar una nueva perspectiva, que solo será válida si une en el diagnóstico y en la respuesta a la persona con la sociedad. Es preciso un nuevo comienzo que pasa por afirmar que todos nuestros males surgen de la propia naturaleza de la sociedad en que habitamos. La sociedad desvinculada.
Las páginas que siguen están organizadas en tres partes que tratan de cada uno de los ejes que ordenan el relato. La primera está dedicada a exponer la esencia de la fuerza que nos hace humanos, la constructora de civilizaciones y sociedades. La segunda expone la causa fundamental de lo que nos destruye, la raíz única de todas nuestras crisis. Y la última parte tiene un título bien explicito, «Estragos», y muestra las múltiples consecuencias negativas que se producen y su entramado, el rizoma que relaciona unas manifestaciones con otras. Lo que presento es un modelo explicativo, y la lógica de su génesis y desarrollo; sus distintas partes que interactúan entre ellas configurando un sistema, la sociedad desvinculada, surgida de un agente transformador: la cultura de la desvinculación. Solo enfrentándonos a él desde la capacidad y lucidez que nos otorga la sabiduría y la razón conducidas por la fuerza del actuar bien, es decir, por la virtud, podríamos salir de un naufragio que parece inapelable, largamente anunciado. Como en el Titanic, el buque se hunde mientras la orquesta sigue tocando. Todavía demasiadas personas perciben solamente el sonido de la música.
He reducido a lo imprescindible las referencias bibliográficas limitándolas solo a aquellos textos que considero que han influido de una forma importante en mi razonamiento, o que son una cita literal que debe evidenciarse. Solamente he utilizado el criterio de la referencia exhaustiva en aquellos ámbitos que juzgo más controvertidos o polémicos.
[1] Crítica de la Razón Instrumental M. Horkheimer, p. 9. 1973 Archivo Chile Centro de Estudios Miguel Enríquez http://www.ventalama.com/textos/Cr%C3%ADtica%20Raz%C3%B3n%20Instrumental.pdf Consultado marzo 2012
[2] Ob. cit., p. 14.
[3] Ob. cit., p. 9.
[4] op.cit.17
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La frustración y el rencor son tan generalizados y profundos que resulta irracional pensar que comenzó con la crisis del 2008.
Diría yo: siempre empieza cuando no dejamos a Dios ser Dios.