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Catecismo de combate (8). La sexualidad y la consideración de la mujer

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La sexualidad y la consideración de la mujer

Después de la interrupción veraniega, retorno a mi proyecto de Catecismo de Combate, que voy desgranando en Forum Libertas. El último, de 17 de julio, fue este, y el primero, de 4 de junio, este otro.

En el orden de las cosas personales, que nuestro tiempo permite apreciar en toda su importancia colectiva, es decir, política, el cristianismo produce otra revolución. Esta se da en el ámbito de la sexualidad y en el de la consideración de la mujer, y constata cómo de ligados van ambos aspectos. Es la renuncia al abuso, a su utilización por el más fuerte, a su aplicación al dominio.

La sexualidad

Porque la sexualidad aparece como una expresión del amor dirigido a engendrar la vida, y es en este ámbito donde el cristianismo sitúa el placer. La sexualidad cristiana es inherente al desarrollo afectivo-sexual de la persona y a la consideración a su dignidad. Por eso, cuando su atmósfera moral se esfuma por debajo de la puerta, se desmanda la violencia sexual, por muchas leyes, policías, fiscales y juzgados especiales que se dediquen a ello, porque es imposible poner un guardián al lado de cada uno.

Los datos son escandalosos.

Según el Ministerio del Interior, que cada año publica una detallada estadística de delitos contra la libertad sexual, en el año fueron un total de 8.923, y una década después alcanzaba la cifra de 19.013, un crecimiento del 113 %, con el añadido de que en 2020, debido a las restricciones de los estados de alarma, la cifra se redujo. Casi la mitad de los delitos fueron contra menores, y sobre todo contra chicas de 14 a 17 años, que es el grupo que presenta el mayor riesgo. Cada día se cometen en España 52 delitos de violencia y abusos sexuales. A esto se ha llegado en una carrera sin freno, y es un rotundo fracaso moral, cultural y político de quienes nos gobiernan.

Con el cristianismo cobra fuerza la castidad como sublimación de la entrega a Dios. Es el no dejar los impulsos al albur de su lógica estricta, sino situarlos en un marco de fines y bienes superiores. En último término, se puede entender como aquella cultura moral que encauza la pulsión instintiva del sexo, que, en el ser humano, al no estar sujeto a las restricciones de los periodos de fertilidad como sí sucede en otros mamíferos, cobra una fuerza ilimitada si ninguna razón virtuosa la contiene.

Más todavía si la cultura y el mercado catalizan aquellos impulsos considerándolos intrínsecamente buenos si hay acuerdo mutuo. Es como fabricar de serie vehículos de 300 CV y pretender luego que ningún conductor se pase de la velocidad permitida. Es estúpido, pero es lo que impera en los medios de comunicación y en la ideología de quienes nos gobiernan.

El cristianismo y la consideración de la mujer

El cristianismo imprimió un cambio radical en la consideración de la mujer. Desde el primer momento, desde la predicación en Galilea, las mujeres tienen un papel destacado en el texto evangélico hasta el final, cuando algunas de ellas acompañan a Jesús hasta su muerte en la cruz, como puede constatarse en el pasaje del Evangelio de Marcos 15, 40-41. Y también son las primeras en estar presentes en su resurrección y transmitirla.

Todo esto tiene un profundo significado teológico. Como lo tiene la importancia única y excepcional de la Virgen María, que, según la tradición católica y ortodoxa, es el único ser humano que accede a Dios sin pasar por la muerte. Todo ello determina el papel destacado que alcanza la mujer en la sociedad que construye el cristianismo. Ellas cobran una presencia propia, que termina con la consideración de eterna menor de edad que tenían bajo Roma, y por esta razón, en el periodo de la Cristiandad, abundan las mujeres con responsabilidades de gobierno, junto a sus maridos o por sí mismas.

La lista es larga, pero quiero destacar dos: Isabel I de Castilla y otro nombre menos conocido, pero que ocupa un lugar decisivo en torno al crítico primer milenio, un momento crucial de la construcción de lo que hoy denominamos Europa. La importancia de Isabel I es sobradamente conocida, pero no es así con Teófano, princesa bizantina, que desempeñó un múltiple y decisivo papel. Como esposa de Otón II, a la muerte de este fue emperatriz del Sacro Imperio durante siete años y regente, siendo una de las soberanas más influyentes del Medioevo y figura clave en la construcción y asentamiento del segundo renacimiento, después del carolingio, el otoniano.

En este segundo renacimiento europeo, en las cercanías del año mil, ellas tuvieron una aportación imprescindible. Fueron las mujeres de la dinastía otoniana, más que los hombres, las responsables del florecimiento cultural y la educación en aquel periodo. Señoras feudales, abadesas, mujeres impulsoras de la cultura. Esto hubiera resultado imposible en la sociedad griega y romana, donde la mujer nunca fue una persona de plenos derechos, siempre sujeta a lo que establecía el hombre: padre, hermano, marido. Era el inicio de una nueva época para el reconocimiento de la mujer, que alcanza un máximo en la trova medieval. A partir de ahí, se abre una nueva dinámica que atraviesa el Renacimiento, la Ilustración y la modernidad hasta nuestros días, donde en Occidente se produce un principio de suma cero.

Los nuevos feminismos, casi todos, entienden que la realización plena de la mujer se produce no en armonía con el hombre, sino en una rara suma cero, contra él. Vivimos un tiempo de ruptura radical, porque es al tiempo antropológica y moral, donde la mujer, en lugar de profundizar en sus dimensiones femeninas, es impulsada a competir en todo y en todo lugar con el hombre; ser más en todo, incluso predicar, por parte de sus gurús, que el feminismo es el estadio superior del humanismo, descalificando al hombre normal como «masculinidad tóxica» y promoviendo una ingeniería social que incorpora la promoción de la homosexualidad y la transexualidad desde la infancia.

La maternidad es vista como sospechosa, por supeditación al «hombre», excepto si es fruto de la inseminación, y la negativa a engendrar y negar la vocación natural de madre afecta a un mínimo de la cuarta parte de las mujeres jóvenes. El desastre social e individual que esto va comportando es de proporciones históricas.

Solo la recuperación del orden natural de las cosas y la concepción cultural cristiana sobre la mujer y el hombre, y el tipo de consideración que ha de regir sus relaciones, puede detener esa deriva, que contribuirá a la liquidación de la sociedad occidental y a la de cada uno de sus estados.

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