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La sexualidad, cosa sagrada (X)

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Hablar del pudor en el vestido es tocar un tema que provoca fuertes resistencias, tanto en hombres como en mujeres, pero especialmente en mujeres. Quien quiera que se disponga a decir algo sobre la necesidad de vestir con pudor, debe contar de antemano con que es muy probable que su mensaje encuentre dificultades para ser acogido, cuando no rechazado. Tal vez esta sea una de las razones por las que no se oye hablar de él. Si la valoración que algo nos merece está en razón del tiempo que nos ocupa, es claro que fuera de la Iglesia esta cuestión anda maltrecha, y dentro es cosa olvidada, dada la escasa atención que le dedicamos. ¿Has oído, lector amigo, si eres persona que frecuenta la Iglesia, predicar algo sobre el pudor en el vestido? Si la respuesta es sí, te pediría que esa información no te lo guardaras sino que la compartas en la medida de tus posibilidades, porque la predicación sobre el pudor es tan necesaria como escasa. Y no es que este sea un tema específicamente cristiano, que no lo es, ni que pertenezca a la esencia de la espiritualidad cristiana, pero ocurre con él como con otras tantas banderas (la de la vida, la defensa del matrimonio, la castidad, etc.), que el único reducto donde estas banderas siguen en pie es en la Iglesia. El único lugar donde hoy se puede encontrar sana doctrina sobre el pudor es en la Iglesia; de manera generalizada, hasta hace unas décadas, en cualquiera de sus instituciones; en la actualidad, solo en algunas.

Es probable que otra de las causas del poco éxito de la doctrina cristiana sobre el pudor, resida en el enfoque casi exclusivamente moral que hemos adoptado tradicionalmente. No tengo nada en contra de él, al contrario, me parece que no deberíamos minusvalorar y menos abandonar las enseñanzas morales, especialmente en la educación, pero la moral no es lo primero, sino lo segundo. La moral pertenece a la conducta, a lo que se hace, y el hacer no es lo primero. En el artículo anterior, recordábamos ese aforismo escolástico según el cual, “el obrar sigue al ser”. Parece lógico, por tanto, que antes de hablar del uso del vestido digamos algo sobre su valor e importancia. Qué sea el vestido y para qué sirve, cuál sea su sentido son cuestiones que tienen su peso y a las que en mi opinión no se les concede el tratamiento que merecen. Por este motivo, por aquí vamos a comenzar a hablar de este asunto.

¿Por qué el vestido?

Respuesta: Porque somos hombres.

La comparación con el mundo animal es un buen método para descubrir el sentido del vestido, que reside en cuatro ámbitos: el abrigo, la salvaguarda de la intimidad, la comunicación y el arreglo.

Por lo que respecta al abrigo, vemos que las distintas especies animales ya vienen dotadas por la naturaleza propia de cada especie para resistir las inclemencias del tiempo sin necesidad de abrigo artificial. El hombre, en cambio, tiene que defenderse de esas inclemencias, especialmente del frío, envolviendo su cuerpo en prendas de abrigo, y si en algunos lugares no lo hiciera, moriría sin remedio.

En cuanto a la salvaguarda de la intimidad, es evidente que ningún animal siente la necesidad psicológica de defender su desnudez de las miradas comprometedoras o de la voluptuosidad de sus congéneres, cosa que sí tenemos que hacer los humanos desde el momento en que a Adán y Eva “se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos, y [como reacción] entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron (Gen 3, 7). No parece necesario explicar la diferencia con los animales. En el hombre el control de la libido resulta problemático mientras que en el mundo animal discurre por los cauces naturales de manera perfectamente regulada; en los animales la lascivia no existe, en los hombres sobreabunda.

También en el tercer ámbito, que es el de la comunicación, hay una inmensa distancia entre hombres y animales. La comunicación animal existe, pero comparada con la humana es mínima. En cambio en el hombre es amplísima, tanto que para comunicarnos, los medios naturales se nos quedan muy cortos, habiendo desarrollado un complejísimo sistema de comunicaciones artificiales en expansión constante. Dentro del elenco de recursos comunicativos está el vestido, ocupando además un lugar muy destacado. ¿Por qué un lugar destacado? Porque el vestido es parte fundamental de la imagen con la que cada cual decidimos presentarnos ante los demás. Esa imagen puede ser más o menos cambiante, puede ser concordante o discordante con lo que la persona está viviendo en su interior, puede enviar un mensaje más o menos explícito, más o menos intuitivo, etc., pero lo que no puede ocurrir es que sea una imagen neutra, porque si lo fuera, también se estaría lanzando un mensaje, el de neutralidad.

Una de las dificultades para explicar la necesidad del pudor en el vestido está en hacer entender que la imagen personal que lanzamos al exterior nos pertenece solo en parte. La imagen pública de todo hombre, en la cual el atuendo tiene un protagonismo evidente, le pertenece solo en su origen, pero no en su destino. Es nuestra, de cada uno, ciertamente, pero no es solo para nosotros mismos, sino también para los demás que son sus destinatarios. Con la imagen ocurre algo parecido a lo que dijimos en su día en este mismo medio con el nombre, y es que sin dejar de ser algo “personal (personalísimo), no pertenece al ámbito íntimo de la persona sino a su exterioridad. Es como la fachada de una casa. La fachada pertenece al dueño de la casa entera, pero si la fachada da directamente a la calle, la vista de la fachada no es posesión exclusiva del dueño, sino de todo aquel que pueda verla, y no solo verla, sino tomar imágenes: grabaciones, fotografías, dibujos, etc.”.

Así pues, si por una parte la imagen nunca es neutra, sino que es portadora de un mensaje, y, por otra parte, sus destinatarios son todos aquellos con los que la persona entra en relación, lo que cabe esperar es una variedad de respuestas, mensajes de vuelta que suelen estar en alto grado de correspondencia con los mensajes de ida. Así por ejemplo, si el mensaje que alguien lanza es que su cuerpo es valioso y digno de respeto, lo que cabe esperar es una respuesta respetuosa; si, por el contrario, el mismo interesado, faltando al respeto que le debe a su propio cuerpo, lo convierte en objeto de exhibición, lo esperable es que reciba respuestas concordes al mensaje de salida, y si lo usa, por ejemplo, como reclamo o como cebo, no podrá extrañarse de que haya quienes acudan a esos reclamos para quedarse con el cebo que se les ofrece.

Finalmente, el animal no necesita vestir su cuerpo para embellecerlo. Si lo hiciera, conseguiría el efecto contrario puesto que la belleza animal está en mostrarse en su estado natural. Sobre la belleza del cuerpo humano desnudo existe un consenso más  o menos generalizado por el cual damos por supuesta esa belleza que el arte se ha encargado de plasmar en cada época. Pero lo cierto es que lo que a los artistas no les ha valido cualquier cuerpo, lo que han hecho ha sido presentar unos cánones idealizados en su momento, o bien acudir a modelos escogidos de cuerpos jóvenes y privilegiados en su esbeltez y en la armonía de sus proporciones. Pero es evidente que el número de modelos es muy exiguo, con lo cual la afirmación de la belleza de la desnudez humana está muy lejos de poder ser generalizada. La inmensa mayoría de los hombres y mujeres con nuestros cuerpos desnudos ofrecemos una imagen llena de carencias estéticas que el vestido viene a remediar. El lenguaje, que con tanto acierto nos da la medida de lo real, viene a corroborar esto que digo, ya que no en vano al embellecimiento del cuerpo con el vestido y el atuendo lo llamamos arreglo. Digamos, por fin, para redondear el argumento, que este mismo hecho también se da en esos escasos cuerpos jóvenes y atractivos, también ellos ganan con el arreglo.

El hombre, ser inacabado

¿Qué ocurre en el hombre? Que es el único ser de este mundo al cual la naturaleza lo ha dejado sin terminar. El hombre tiene que terminar de hacerse a base de la acción intencionada del propio hombre sobre sí mismo, especialmente en las etapas de mayor crecimiento: infancia, adolescencia y juventud. Este es el fundamento antropológico de la educación y este es el fundamento de la necesidad del cultivo del pudor, también en el vestido.

El hombre tiene que ir perfeccionándose en todas las dimensiones de su persona, también en cuanto ser que experimenta una fuerte atracción sexual cuya finalidad natural es la unión carnal. ¿Con quién? Según la ley natural, con alguien del otro sexo; según esta misma ley y además la ley de Dios, con alguien del otro sexo pero no en una unión cualquiera, sino en matrimonio; según las proclamas contemporáneas traídas por la revolución sexual (que han ido ganando terreno desde el mayo del sesenta y ocho francés que fue el pistoletazo de salida para su generalización) con quien quiera, con cualquiera y de la manera que quiera. La irresponsabilidad de esta postura es mayúscula, y se quiera reconocer o no -que no se quiere-, en estas proclamas se esconden buena parte de las raíces de esas agresiones de contenido sexual que luego tanto se airean, y tanto escandalizan, inexplicablemente, a quienes más contribuyen a su expansión. ¿Por qué una sexualidad sin frenos, como la que tenemos instalada socialmente, genera situaciones de tensión: intromisiones, acoso, abusos, violencia? La razón, sencillísima y evidente -tanto que cuesta trabajo entender que no se entienda-, está en que ese modo de gestionar la sexualidad (libertad sin límites) convierte a todos los individuos en potenciales agresores; y por la misma razón, si todos somos potenciales agresores, también todos somos potenciales víctimas. Es de suponer que una inmensa mayoría, por diversas razones, no agrederemos jamás a nadie, pero cuando los únicos frenos para las conductas indeseadas son los frenos legales, el atajo de esas conductas se hace imposible porque los incumplimientos de la ley se multiplican sin control.

¿Cómo ayuda el vestido al pudor?

Decíamos en su momento que el pudor vela y revela el valor de la persona. Pues esto mismo es lo que ocurre con el vestido respecto al cuerpo. El vestido vela y revela el valor sexual del cuerpo. Revela un valor que está ahí y no debe ser negado, y vela para que ese valor esté bien custodiado y no sea de dominio público.

A la hora de elegir cómo vestirnos y con qué vestirnos, nos encontramos, por tanto con la necesidad de conjugar varios elementos que es preciso reunir y coordinar, de manera que no haya que sacrificar ninguno, del mismo modo que se hace con los ingredientes de un plato de cocina: reunirlos de manera equilibrada, ajustando unos a otros para conseguir la unidad del plato. ¿Cuáles son esos ingredientes en el caso del vestido? Solamente tres: La salvaguarda del pudor, la dignidad de la persona y el buen gusto.

La salvaguarda el pudor está en no mostrar las partes del cuerpo que deben mantenerse ocultas. Eso no significa que los que no somos monjes o monjas vistamos como tales (quienes sí deben vestir como monjes y monjas son los monjes y las monjas, cuyos hábitos tienen la función de ocultar los valores sexuales del cuerpo en favor del voto de castidad; pero esa es otra cuestión).

La cuota de dignidad que reside en el vestido viene dada cuando la respuesta a esta pregunta es afirmativa: ¿Este atuendo ayuda a mi respetabilidad?

El buen gusto cabalga entre la objetividad del vestido, los usos de cada época y las preferencias personales.

¿Se pueden armonizar los tres ingredientes? Se puede y se debe; cuestión distinta es que cueste más o menos esfuerzo y que haya que dedicar tiempo descartando mucha de la ropa actual por inapropiada, pero se puede. La prueba está en que son muchas las personas, hombres y mujeres, que visten muy bien, con recato, dignamente y embelleciendo sus personas. Todo esto viene resumido en dos palabras: actualidad y elegancia. Vestir bien no es vestir como en épocas pasadas; a nadie se le puede pedir que se vista y arregle como lo hacían sus abuelos y abuelas, pero sí se puede esperar de cualquiera que guarde su intimidad para su vida íntima, al tiempo que muestre una compostura que facilite y haga agradable la relación con los demás.

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