Después de haber afirmado el alto valor del pudor, acabábamos el artículo anterior preguntándonos por qué el pudor tiene un valor tan alto y respondíamos diciendo que el pudor es valioso porque es valiosa la persona. Vamos a detenernos en esta idea que resumiremos en una expresión que necesita cierta explicación porque suena a juego de palabras:
El pudor revela y vela el valor de la persona.
Valga un ejemplo. Son muchísimos los establecimientos que funcionan como autoservicios (supermercados, bazares, grandes almacenes, tiendas de todo tipo, gasolineras, etc.). En ellos el cliente se sirve a su gusto. Casi todo está a mano, casi todo se puede mirar, coger, soltar y examinar a discreción. Casi todo sí, pero todo no, hay algunos artículos que están reservados en vitrinas cerradas con llave. Suelen ser productos delicados y caros con los que los dueños o responsables del lugar no quieren arriesgarse. La vitrina no es lo más importante, evidentemente, pero su existencia informa de dos cosas: de que lo que hay en el interior es valioso y de que no hay acceso libre hacia ello; quien quiera adquirir algo de lo que hay dentro tiene que llamar al empleado.
Pues bien, sirva el símil de la vitrina para indicar que es el pudor hace en la persona la función de la vitrina. El pudor anuncia (revela) el valor de la persona y la protege (vela) ante posibles intromisiones ajenas. El sentimiento del pudor es el chivato que está diciendo que el hombre es un ser de intimidad, de vida interior, por eso carecen de él los animales y los niños hasta que no aparecen en ellos las primeras señales de vida interior. Si no hubiera vida interior no habría pudor.
Así entendido, educar en el pudor es hacer consciente a la persona del valor que tiene y de que ese valor procede especialmente de su vida interior. La vida interior, o intimidad, es ese recinto escondido que nos pertenece a cada uno en propiedad exclusiva porque es la parte más profunda de nuestra persona, y en la cual nadie, absolutamente nadie, puede entrar a no ser que sea invitado. En varios tratados se puede leer que ser persona significa, entre otras cosas, autoposeerse, ser dueño de sí mismo. En este terreno, la educación tiene, como primer cometido, la ineludible tarea de hacer que los niños y los jóvenes sean conscientes de su existencia y de su valor. Es imposible pedir frutos de vida interior si se desconoce o se desprecia su existencia. Nótese que no estamos beatificando la vida interior, estamos diciendo que su existencia es importante; en ese recinto escondido, al que también nos referimos con términos como ‘conciencia’ o ‘corazón’ puede haber de todo -y de hecho lo hay-: luces y sombras, bondad y maldad, grandes amores y grandes egoísmos. No es cuestión, pues, ahora, de introducir criterios de moralidad, sino de entender que no se puede crecer como persona sin cultivar el interior.
En un segundo momento podemos ver que la existencia del pudor revela algo más. No solo es señal del valor de la persona, también es señal de que esa vida interior es susceptible de amenazas. La vitrina no solo informa de que allí hay artículos delicados y caros, sino de que hay fundadas sospechas de que corren riesgo. También esto lo vamos a destacar, porque también es importante.
El pudor revela la existencia del mal.
Si el mal no existiera, el pudor no sería necesario. Si el mal no existiera, seríamos absolutamente transparentes y no necesitaríamos ponernos a salvo de nada ni de nadie. Mas como el mal existe, no parece que sea ninguna tontería prevenirse contra él. El pudor actúa como barrera de protección ante posibles injerencias externas. Esta es justamente la función del pudor, más que atacar el mal, que sería propio de la fortaleza, prevenirse contra él cerrándole las puertas. La falta de pudor es una invitación a la intromisión ajena en la propia intimidad, un abrir las puertas interiores, un dar pie. Aquí la pregunta es obligada: ¿en dónde está el mal que el pudor denuncia y del cual decimos que protege?, ¿en que otro participe de mi vida interior, tal vez? No, ahí no hay mal, y no solo no lo hay, sino que lo propio de la intimidad es que sea participada. El mal está en las personas, esto lo sabemos bien por experiencia. Negar el mal, propio y ajeno, cuando a diario estamos sufriendo sus consecuencias sería una falsedad y una insensatez. A no ser que queramos engañarnos, tendremos que reconocer que no siempre tenemos la casa en orden, que al lado de lo que es honesto, de los sentimientos nobles y de los deseos de bien, en nuestro interior habitan y crecen tendencias parásitas que empujan en sentido contrario. El día a día nos dice que esas tendencias están vivas, y cuando se las toca responden, y si, además, se las alimenta, se acrecientan. Uno puede tener la idea general sobre sí mismo, por ejemplo, de no ser envidioso, y puede vivir en esa confianza durante largo tiempo… hasta que le tocan la tecla de la envidia. Puesto el hombre en situación propicia para que la envidia aflore, o la persona ha crecido mucho en perfección, o si no, lo que cabe esperar es que la envidia haga su aparición. Entonces se da cuenta de que aquel parásito está vivo. Y lo mismo podríamos decir de cualquiera otra de tantas calamidades como nos acechan: prejuicios, soberbia, deseos de venganza, lujuria, rencor, etc.
Cuando la persona es consciente de esto, ve que necesita de algo que la proteja, al menos en parte, de las amenazas del mal propio y ajeno. En su ámbito de competencia, que es la intimidad, esa función la cubre el pudor, el cual se manifiesta en dos frentes: uno que tiene que ver con la vida interior en general, y otro más específico relativo a la sexualidad.
Hoy nos quedamos con el primero, el de la vida interior en general. No es que la intimidad no pueda o no deba darse a conocer. Los contenidos de la vida íntima, en grados diversos, y según con quién, claro que pueden ser compartidos, y según las circunstancias y las personas, no solo pueden, sino que deben compartirse. Pero la cuestión ahora no es esa, sino el hecho de que la vida interior, por su propia fragilidad y delicadeza, siempre está expuesta, y de cada uno depende custodiarla o exponerla. La intimidad que tiene componentes de tipo sexual y la que no tiene ninguno de este orden, es decir, toda la vida interior en su conjunto. He aquí un ejemplo histórico que se ajusta a esta idea: Santa Teresa de Jesús en Pastrana. ¡Cuánto le tocó sufrir! ¡Qué mal se lo hizo pasar la princesa de Éboli, con su conducta frívola y burlona! Ocurrió que la princesa, caprichosa ella, se hizo con algunos de los escritos místicos más íntimos de la santa y, tras leerlos, le faltó tiempo para divulgarlos por su palacio sin ningún reparo (sin ningún pudor). Citamos el hecho porque no tiene nada que ver con cuestiones sexuales, eran todo experiencias místicas, las cuales, al ser aireadas, humillaron hasta el extremo a Madre Teresa. La humillación no procedía de sacar a la luz cuestiones inconfesables, sino santas, pero aquello era desnudar el alma. Nada había en aquellos escritos de lo cual Sta. Teresa hubiera de arrepentirse, pero sus vivencias más personales andaban en boca de todos.
Es patente que la intimidad desaparece, o queda maltrecha, cuando los contenidos de la misma son de dominio público. La pregunta es por qué. Si no hay nada de qué avergonzarse, ¿por qué la intimidad queda afectada? La explicación de esto viene a través de lo que significa el hecho de conocer. Conocer es un modo intelectual de poseer, que es mucho más radical que la simple posesión material. Hay varias maneras de ‘tener’. Si soy dueño de una cosa, por ejemplo de un coche, dejo de serlo cuando lo vendo o lo doy de baja; en cambio, si lo que tengo es conocimiento, ese conocimiento engendra un tipo de posesión espiritual que no caduca mientras haya memoria de ello, no se puede dar de baja. Cada vez que alguien participa de la intimidad de otro, en alguna medida lo posee, no materialmente, sino como se poseen las personas. Cuando compartimos nuestra intimidad, estamos dándonos, estamos poniéndonos en manos del otro. Que conocer es una forma de poseer es algo que se materializa con mucha claridad, en sentido negativo, en el chantaje. El chantaje no es otra cosa que el ejercicio de posesión interesada que una persona ejerce sobre otra a través del conocimiento de algo que resulta comprometedor. En todo chantaje, el chantajista tiene cogido al chantajeado, éste es suyo.
De esta misma realidad, pero vista en positivo, podrían citarse varios ejemplos, pero vamos a señalar aquel en el cual el conocimiento humano llega a su grado más sublime: la entrega personal a través de la sexualidad. Si la relación sexual se lleva a cabo como se debe, como Dios manda, dentro del matrimonio, de manera lícita y casta, lo que se comparte no son cosas, datos o experiencias, lo que se comparte es el propio ser, alma, cuerpo y afectos hasta donde es posible. Por eso, porque la entrega es máxima, la intimidad ha de ser máxima. Y por eso en el lenguaje bíblico, que expresa las cosas con una belleza y profundidad únicas, cuando se dice que alguien ‘conoció’ a su esposo o esposa, de lo que se está hablando es de este hecho. ¿Hay manera más honda, más verídica y más hermosa de referirse a esta relación? Pues bien, valga el caso como ejemplo de lenguaje pudoroso.