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Catecismo de Combate (3) La respuesta del Sermón de la Montaña

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Este combate por el Reino tiene como eje el Sermón de La Montaña, con las Bienaventuranzas en primer plano. Amor de Dios en su manifestación plena que se dirige a quienes más lo necesitan. Jesucristo no se hizo hombre para añadir un nuevo conocimiento humano, sino para presentar la realidad reservada a Dios que nos ofrece una nueva existencia. Lo hace para liberarnos de siglos y siglos de falsedad basada en la creencia de que este mundo es la única realidad, se basta a sí mismo y es su propio fin.

Vino a anunciar que esta vida por sí sola no es buena. Vino a reclamar un desistimiento a quienes viven al albur de los deseos mundanos, cómodamente instalados en ellos. “¡Ay de vosotros!”, dice Jesús. Solo los que ven, sienten o padecen, en sí mismos o en los demás, las insuficiencias del mundo son capaces de escuchar y sentir las Bienaventuranzas.

Pero, atención, porque los padecimientos pueden transformarnos para mal y hacernos resentidos, deseosos de bienes o de poder, pueden embrutecernos o desesperarnos, mientras que quienes posean bienes y no tengan su corazón depositado en ellos, pueden actuar con gran libertad de espíritu.

Sobre esto nos advierte Guardini en “El Señor”. En cualquier caso, nunca podemos olvidar que, con Jesús, fueron los pobres, los enfermos y los publicanos, quienes tenían fe, aunque al final la mayoría no le siguió. Los poderosos, los sabios, se escandalizaron, se rieron, lo menospreciaron, se indignaron con él. Las élites, también entonces, le negaron.

El Sermón de la Montaña trastoca y transmuta los valores y sentimientos instintivos del ser humano, que se subleva ante él. El sentido común reclama riqueza, abundancia, placer, poder, fama. No es esto lo que dice Jesús. Y no lo es porque no se trata de sentido común, sino de una “actitud inspirada en la plenitud del eterno”.

Guardini explica que, el que interpreta rectamente las palabras del Señor es quien observa serenamente las ideas que se ha formado acerca de todo cuánto es grande en el mundo, pero que comprende que todo ello es pequeño, impuro y decadente, ante lo que viene del cielo.

Por esto no es de extrañar que el historiador, escritor y filósofo británico H. G. Wells escribiese en Outline of History (1920) que “La doctrina del Reino de los Cielos, que fue la enseñanza principal de Jesús, es ciertamente una de las doctrinas más revolucionarias que alguna vez haya animado y transformado el pensamiento humano”. Nunca podrá ser una doctrina de “gestores” de sacramentos, que han renunciado a la denuncia profética, ni de laicos clericalizados. Nunca el cristiano puede prescindir de esta característica revolucionaria, y cuando lo que el cristianismo hace no posee esta fuerza transformadora, significa que algo está haciendo mal, y no está a la altura de lo que dice creer y vivir.

El anuncio del Reino de Dios es el centro de la buena nueva de Jesús, un término que en ocasiones, como en el evangelio de San Mateo, es referido como «Reino de los Cielos», posiblemente porque, como considera la explicación más generalizada,  este evangelio al estar sobre todo dirigido a los judíos, prefiere evitar el uso directo del nombre de Dios.

En los evangelios, Jesús de Nazaret invita a todos los hombres a entrar en el Reino de Dios; aun el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. He aquí una condición necesaria: la fe y confianza absoluta en el amor de Dios, y la humildad del ser humano ante él.

La Iglesia católica se considera a sí misma como «el inicio sobre la tierra» del Reino de Dios,​ cuya plenitud se alcanzará después del juicio final, cuando el universo entero, liberado de la esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando «los nuevos cielos y la tierra nueva» (2ª carta de Pedro 3, 13). El designio de salvación de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Efesios. 1, 10). Dios será entonces «todo en todos» (1 Corintios. 15, 28).

La Iglesia falla, fallan sus sacerdotes, religiosos y obispos, fallamos todos, cuando perdemos de vista esta exigencia

Aquella consideración sobre la Iglesia nos encara con la extraordinaria responsabilidad de mostrar que realmente es así. La meditación de cada uno de nosotros cada día, a su inicio y a su final, la de cada sacerdote, religioso, y obispo, es la de preguntarse en qué medida hoy va a contribuir o ha contribuido, a convertir en evidencia aquel inició del Reino. La Iglesia falla, fallan sus sacerdotes, religiosos y obispos, fallamos todos, cuando perdemos de vista esta exigencia.

La construcción y la participación final en el Reino comportan la exigencia de situar nuestra prioridad en él. Se trata claramente de una elección sin paliativos: “sí o no”, pregunta Maurice Blondel. Significa asumir que, como se anuncia en los Hechos de los Apóstoles (14, 22): “Es necesario pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. “Entrar” representa acceder a una realidad que ya existe, y esta es también una convicción necesaria, como lo es el actuar sin miedo “porque vuestro Padre se complace en daros el Reino” (Lc 12, 32).

Esta voluntad de acción la expresamos en la oración de Jesús, el Padrenuestro, porque pedimos que venga a nosotros aquella realidad. Es una petición en la que utilizamos el “nosotros” de la comunidad, y significa la necesidad de la acción colectiva con conciencia de ser Pueblo de Dios, y lo hacemos honrando a Dios porque Él es el único Santo, cumpliendo con su voluntad, que se manifiesta en los evangelios trasmitidos en la tradición y enseñanza de la Iglesia, y no desde el individualismo y la subjetividad radical. Propiciando el pan para todos; es decir, las condiciones de vida adecuadas a nuestra capacidad colectiva. Perdonando, evitando caer en las tentaciones, de manera personal y colectiva, y luchando contra el mal, contra las estructuras de pecado.

El Padrenuestro es también la llamada a construir juntos el Reino de Dios, dándole a la misión no solo un sentido escatológico, individual, y espiritual, sino también de acción colectiva sobre las estructuras del mal.

¿Cómo podemos pedir que el Reino venga a nosotros, sabiendo que para que así sea es necesaria nuestra participación, si al mismo tiempo somos indiferentes al crecimiento de las estructuras de pecado, a su dominio creciente de este mundo, en nuestros países e instituciones?

¿Cómo podemos creer que cumplimos con rezar el Padrenuestro y al mismo tiempo asumir la expansión del Mal en lugar del Reino?

¿Por qué asumimos, sin resistencia ni respuesta suficiente, que sean las propias leyes las que edifiquen las estructuras de pecado?

El Reino se construye celebrando a Dios, como hace el Shema judío; también oración cristiana: “Escucha Israel, Adonai es nuestro Señor, Adonai es Uno. Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”. Él es principio y fin del ser humano, lo que exige rechazar toda idolatría, que no se refiere tan solo a la adoración a unos dioses inventados, sino el situar el Mal o presuntas formas de bien, la raza, la nación, la identidad, la notoriedad, el poder, el deseo, el placer, el dinero, el éxito, el propio estado, antes que Dios.

No hay nada ni nadie por delante de Dios, y esto no es solo una verdad privada, sino una exigencia pública.

Twitter: @jmiroardevol

Facebook: josepmiroardevol

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