Aún en pleno choque por el cierre de la planta de Nissan en Barcelona, empresa responsable del 1,3% del PIB y del 2,6% de la ocupación industrial en Cataluña, la relocalización de empresas tras la epidemia del coronavirus parece un sueño tan bonito como lejano.
Pero en todo el mundo la opción de la relocalización industrial emerge con fuerza.
La crisis de la Covid-19 ha puesto en evidencia la falta de producción propia de mascarillas y de aparatos respiradores en Europa, pero también la fragilidad de las cadenas de suministro mundiales de sus empresas. Estiradas al máximo para optimizar (léase reducir) costos, muchas han sufrido una falta de piezas y materiales que les ha obligado a disminuir o incluso detener la producción.
A este factor de seguridad se añade la separación económica entre China y los Estados Unidos, el decoupling del que los estadounidenses hablan cada vez más. El enfrentamiento económico entre las dos potencias mundiales tendrá graves consecuencias para el resto de los países, obligados, como durante la Guerra Fría, a tomar partido por un bando.
Este enfrentamiento económico tiene un fuerte componente tecnológico en la era de la industria 4.0, dirigida por la hiperconectividad (Internet de las cosas) y la Inteligencia Artificial.
También hay que considerar el factor climático, que cada vez tiene más peso a la hora de tomar decisiones económicas, como demuestra el anuncio de la Comisión Europea de promover una recuperación económica verde.
Los cambios en los modelos de consumo, como se evidencia en la grave crisis en que se está sumiendo el sector del automóvil en Europa o la demanda de productos ecológicos y de proximidad, también juegan a favor de la relocalización.
Ahora, el coronavirus ha hecho del todo evidente lo que numerosos observadores advertían desde hace años: la desindustrialización es un factor importantísimo de vulnerabilidad económica y social.
Se calcula que la desindustrialización ha costado a Francia 2 millones de puestos de trabajo en 20 años y ha retirado una parte importante de su crecimiento económico. En cuanto a España, es el gran país europeo que más se ha desindustrializado durante el mismo periodo. El sector secundario ha pasado de representar el 19% del PIB a tan solo un 12% en la actualidad.
Pero otros países como Alemania, Corea del Sur o Taiwán demuestran que es posible combinar innovación con una industria próspera. Siguiendo su camino y desvelados por el Covid-19, los Estados Unidos y Japón ya incitan a sus campeones industriales a salir de China, a diversificar sus suministradores y repatriar las actividades de alto valor añadido.
¿Qué nos enseñan estos casos?
Según el ensayista francés Nicolas Baverez, una relocalización industrial de éxito depende de dos factores: en primer lugar, hay que evitar la trampa del retorno a una economía autárquica y administrada por los poderes públicos. Y, en segundo lugar, se debe desplegar una verdadera estrategia industrial donde se establezcan como criterios claves de la relocalización la competitividad, la innovación y la inversión adecuada.
Así pues, no todo es relocalizable. La competitividad emerge como fundamento del retorno de la industria a nuestro país, y le pone condiciones.
Entre estas, la existencia de un entorno favorable al sector privado, bien nutrido de profesionales con cualificaciones elevadas, con buenas infraestructuras y una base de centros de investigación y pequeñas y medianas empresas saludables. Combinados, estos factores actúan como un «acceso directo» para los inversos y grandes actores industriales que se plantean la relocalización de parte de sus actividades industriales.
El coronavirus ha hecho del todo evidente lo que numerosos observadores advertían desde hace años: la desindustrialización es un factor importantísimo de vulnerabilidad económica y social Share on X