La pandemia, en su constante reflujo de decrecimiento y aumento, desorganiza la sociedad y sus instituciones, y como mayor es su fuerza, más grandes son sus malas consecuencias; como sucede en España, uno de los países del mundo donde desgraciadamente los afectados, los muertos y los daños son más grandes sin que el gobierno nos explique el porqué.
La Iglesia, en lo que tiene de dimensión humana, sujeta a los límites y daños seculares, no escapa a su efecto, al igual que sufriría las consecuencias de un gran terremoto. Esto está fuera de cuestión. Pero, la Iglesia, instituida por Jesucristo, posee otra dimensión que atraviesa la historia, participa en la Comunión de los Santos y la hace en Él, Una y Santa.
Es a partir de esta consideración que pensamos que hay que reflexionar sobre la Iglesia en plena pandemia. En la medida que solo se comporte como una institución secular más, sujeta a los límites de la Covid-19, sus consecuencias, las limitaciones de las regulaciones del estado, le afectarán negativamente, y alejarán a la gente de su frecuentación. En la medida que solo sea esto lo que se vea, normas administrativas, límites, regulaciones burocráticas, el daño que sufrirá será histórico, terrible. Pero si apela de manera continua a su dimensión sacramental, a su unió con Jesucristo, vive y actúa de acuerdo con ella, como viene haciendo, y trasmite esa realidad, entonces todo será muy distinto y brillará con fuerza, aportará sentido y esperanza en medio del temor y la desesperanza.
Y para conseguirlo solo es necesario profundizar más y más en la fe. Si se limita el número de asistentes a las misas, hay que desplegar el esfuerzo santo por parte de los sacrificados sacerdotes de realizar más eucaristías para que nadie pueda pensar que, como en una obra de teatro, se ha quedado fuera por el aforo. Y rezar más en las propias iglesias y en el espacio público, sin exhibiciones, con amable discreción y sólida presencia. El rezo en grupo debería aparecer en nuestras plazas y parques. Los horarios de apertura de los templos deberían ser amplios, sin temor al robo y al desmán, porque la fe y la organización que de ella nace, los protegería, debe ser fácil refugiarse en una iglesia. La Adoración nocturna y perpetua, la facilidad para confesar o simplemente atender debería crecer. La pandemia es una gran ocasión para hacer más robusta la fe mediante su práctica y su expresión litúrgica, sacramental y piadosa.
Todo ello sin merma de adoptar las medidas de protección que en cada lugar se adoptan por parte de los poderes públicos, y cumplirlos con excelencia. Esto es justamente lo que ha venido sucediendo hasta ahora y merece ser subrayado: a pesar de la comunidad católica que se reúne diariamente, y de manera más numerosa los domingos, los casos de trasmisión son cero o marginales. Esto también debe decirse, y es un ejemplo en relación hacia otro tipo de encuentros.
Los cristianos también deben estar atentos a que, bajo el camuflaje del ordenamiento protector, anide la voluntad de discriminar a la Iglesia. Por ejemplo, los aforos nunca pueden ser en términos relativos menores que el de los lugares de concurrencia pública, y en especial bares y restaurantes. No se puede aceptar, y no ha sido aceptado, de limitar en la Iglesia la asistencia a un tercio del aforo, mientras que en bares y restaurantes se establece el 50%. Otro caso distinto, pero que también carece de sentido, es limitar a un número absoluto de fieles. Veinticinco pongamos por caso, como han hecho algunas autonomías, prescindiendo de la dimensión de cada lugar. Las cifras absolutas no sirven. Torra no quería más de 10 en la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona, donde caben miles. Aquellos veinticinco no son nada para una Iglesia con capacidad para cien personas, y es mucho para un restaurante donde caben 70 en las mesas.
La defensa del derecho al culto, sin merma de la seguridad y la solidaridad con todos, es otra acción necesaria, si bien distinta y complementaria de la esencial antes apuntada: la de mostrar la santidad de la Iglesia católica.
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