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La necesaria alternativa cristiana

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Vamos a entrar en un nuevo año marcado una vez más por la incertidumbre, el deterioro de las instituciones del Estado, la polarización y la falta de un proyecto común. De hecho, y salvando mejores opiniones, podemos decir que, desde la entrada en la Unión Europea y la asunción del euro, nuestra sociedad no tiene un proyecto importante compartido.

Al mismo tiempo es perceptible una quiebra de la capacidad de la sociedad civil para hacer oír su voz y cada vez más estamos en manos de los intereses de la partitocracia, en la que, de momento, el bloque del sanchismo constituye su máxima expresión. También de los grupos de presión, económicos e ideológicos, estos últimos sufragados con el dinero de todos, destinado a imponer su parte.

Todo ello sin contrapesos suficientes y en un marco europeo lleno de incertidumbres y desaciertos. La Iglesia que como en otros periodos críticos de la historia podía realizar un papel de suplencia y superación de tantos desaciertos civiles, no parece estar por la labor y cada vez más se asemeja en sus lenguajes y temas a una prolongación del mundo que al anuncio de una Buena Nueva extraordinaria en la historia de lo humano.

En este contexto, quiero insistir en una realidad social que lo empeora todo:

La dualidad creciente entre un individuo cada vez más individualista, hedonista y abocado a la satisfacción de sus deseos como única forma de entender la vida y una dimensión colectiva representada por los poderes colectivistas, a menudo ejercidos por el gobierno de turno, cada vez más intrusivos y totalizadores.

Estas dos tendencias han crecido simultáneamente en una extraña dialéctica. Por un lado, está el culto a la excepción, a la diferencia, y el legislar sobre ella. Se hacen leyes desde la contemplación de la excepcionalidad para aplicar a la generalidad. Por otro, unos gobiernos intrusivos que hacen leyes y campañas que dictan la vida en el seno de nuestros hogares, quieren homogeneizarnos de acuerdo con su particular ideología, y en particular la tiene tomada en la educación de los niños; un terrible fracaso, el desdén por la familia natural y el empeño por diseñar “nuevos modelos” de familia y, sobre todo, para imponer las llamadas “nuevas masculinidades”.

Todo eso constituye un peligroso dirigismo ideológico del Estado, que no encuentra respuesta en la oposición política, ni una vez más, en la Iglesia, que obviamente no está para derribar gobiernos, pero sí para predicar la verdad con una voz que permita ser oída

El efecto de esta creciente dualidad ha sido la lenta pero persistente erosión de las entidades intermedias, la familia, las comunidades, las afiliaciones religiosas, los clubes y ahora incluso la nación misma, ya que el individuo ve a estas entidades como una restricción de su libertad. Mientras que el colectivo, colectivista o cosmopolita, por el contrario, ve a estas comunidades intermedias como visiones impuras de la propia colectividad, que compiten con su propia identidad totalizadora.

Pero resulta que, estas entidades intermedias, como la familia, las asociaciones y organizaciones civiles, las comunidades religiosas y otras estructuras sociales, son fundamentales para el progreso de la sociedad, incluso por su eficiencia, eficacia, prosperidad y bienestar. A menudo se enfatiza la importancia de la subsidiariedad, pero al mismo tiempo se maltratan sus realidades, que en casos como los de la familia y la Iglesia son previos al propio estado, y no digamos ya al propio régimen.

Si tenemos esta concepción, pronto nos damos cuenta de que la visión más elevada de la identidad y la participación no es el gobierno (aunque es necesario), no es un colectivo totalizador, sino la participación en aquellas realidades intermedias. Aquellas comunidades de memoria, vida y proyecto.

Ser ciudadano no es ser miembro de una colectividad abstracta; Es ser un padre, un amigo, un vecino. Es la celebración y el recuerdo de nuestros vínculos inmediatos, nuestras historias y tradiciones, nuestras fiestas y costumbres. Es gracias a ellos que podemos anclarnos en el mundo y en la vida.  Pero, a pesar de su importancia decisiva para nuestro bien y el de todos, hoy las comunidades intermedias están siendo dañadas, cuando no destruidas, en una carrera suicida en la que confluyen el individualismo hedonista de la realización por la satisfacción del deseo y las visiones totalizadoras, desde la cultura woke, del feminismo de la guerra de géneros y las identidades de género y todo ello y cada vez más desde el propio Estado.

También ante esta realidad adversa hay que dar respuesta, porque ya sabéis que como señaló Burke, «Para que el mal triunfe, solo basta que los hombres buenos no hagan nada » Todo lo malo sucede cuando las personas huyen de su responsabilidad y compromiso social.

Los cristianos, más que nunca, somos portadores del deber y de la respuesta. Lo que hará a esta sociedad mejor está contenido en la concepción cristiana. Lo que hace falta es su aplicación y la acción portadora de sentido. Por eso hay que celebrar las iniciativas que van surgiendo y persiguen este fin (y señalar como errores graves aquellas que instrumentalizan lo cristiano por ideología de partido), y una de unas estas realidades se presentaran en uno de los lugares más difíciles, en Barcelona, será el día 3 de febrero cuando en el aula magna de la Universidad Abad Oliba tome voz y presencia pública la Corriente Social Cristiana, un movimiento dirigido a actuar en el espacio público político.

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1 Comentario. Dejar nuevo

  • Messerschmidt
    5 enero, 2024 13:54

    Me gustaría añadir un factor a los que aquí se ennumeran como causas de la actual situación: el materialismo encarnado en la codicia. Es algo enormemente destructivo que no respeta a individuos ni a comunidades, ni a la cultura ni a la naturaleza, ni a la justicia ni a la paz, ni a Dios ni a Su obra. El mayor problema es que este materialismo y esta codicia nos son inculcados de forma imperiosa y que, sin percibirlo, lo hacemos nuestro. Y cuando no es así son las mismas condiciones de vida, el propio sistema en el que estamos inmersos los que nos dificultan enormemente alejarnos se él. Los poderes económicos se sirven de ideologías que a su vez determinan la acción de gobiernos títeres. La raíz de este mecanismo es, creo, la codicia egoísta generada por ese materialismo sin freno.

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