Siguiendo el curso de la historia es fácil comprobar que la mujer ha sido unos de esos seres enigmáticos, “constitutivamente secretos” decía Ortega y Gasset, dotado de una gran fuerza interior capaz de soportar todas las adversidades con entereza, prestando un servicio a la sociedad y la familia que aún no le ha sido reconocido, por lo que la Humanidad tiene contraído una gran deuda para con ello, que es lo que en este artículo tratamos de poner de manifiesto.
Si exceptuamos un breve periodo que se remonta a la noche de los tiempos en que, según la arqueóloga Maríja Gilbutas, la mujer pudo disfrutar de una plácida situación de matriarcado, el resto ha sido un difícil y duro peregrinaje, muchos siglos de subyugamiento y opresión, sólo por ser mujer. Aún así, ellas calladas y silenciosamente lo supieron soportar todo con dignidad, pudieron renegar de su condición femenina, pero no lo hicieron, porque sabían que ser mujer era motivo de orgullo y no de vergüenza. Hoy, desde la distancia del tiempo, nos damos cuenta de que su talante moral, que ha afrontado con dignidad tanto atropello, estuvo bastante por encima de quienes se lo ocasionaban, porque, como dijera Sócrates, la grandeza de espíritu no está en quienes cometen la injusticia sino en quienes saben soportarla con entereza. Sabemos también que para ellas lo importante era la integridad y rectitud, por lo que no se conformaron con ser “unas cualquiera” sino que se esforzaron en ser señoras de cuerpo entero, no sintieron la necesidad de practicar la violencia, el amor libre o la libertad del vientre, porque se sentían satisfechas con el ejercicio de la libertad interior que es la que verdaderamente libera a las personas.
Como todos sabemos, la sociedad les negó la justa igualdad de trato con el hombre, su misión era traer hijos al mundo, atender a los menesteres domésticos y estar sometidas al marido haciéndole la vida más placentera, vivir con ellos, por ellos y para ellos y ahí acababa todo. No sólo vivían subyugadas, también se infravaloraba todo lo que hacían, porque se partía de la base de que lo relevante era la gestión y el gobierno de los asuntos públicos, siendo secundario la administración y cuidado de la vida familiar, sin reparar siquiera en que lo segundo es fundamento de lo primero. El mérito siempre era para los trabajos que el hombre realizaba en la industria, en los despachos, en la agricultura en ganadería, en cambio el realizado por la mujer en casa o donde fuera eran puro divertimento u holganza. Cuando la realidad es que las mujeres eran unas pluriempleadas que vivían ocupadas todas las horas del día, pues si no era una cosa era otra. En orden a valorar lo que la mujer ha representado y sigue representando en la vida familiar, basta con que se ausente durante unos mesecillos tan siquiera del hogar. Es entonces cuando los demás miembros de la familia comienzan a comprender que para poder comer caliente todos los días, tener la casa limpia, las camisas planchadas, tenerlo todo a mano y saber dónde están las cosas necesarias, hace falta alguien que viva pendiente de los demás. Es entonces cuando empezamos a darnos cuenta de que ser la reina del hogar es más complicado de lo que a primera vista pudiera parecer. Va siendo hora de acabar con el mito de que el trabajo realizado por las mujeres a lo largo de la historia ha sido una ayudilla o en el mejor de los casos un suplemento al realizado por los varones. Ésta ha sido la trampa que se ha venido utilizando para restar relevancia e importancia al papel desempeñado por la mujer a lo largo de la historia.
A poco que nos adentramos en lo que fue la vida cotidiana de la mujer nos damos cuenta que estuvo presidida por un trabajo duro. Sus espaldas tuvieron que soportar cargas pesadas, lo aguantaron todo. Las mujeres en el pasado supieron lo que es trabajar el barro y los esmaltes, atender a la casa, fregar, barrer, quitar el polvo, coser, zurcir, tejer, remendar, lavar, planchar, hacer las camas, cuidar del puchero en la lumbre, tener a punto la comida. Han hecho de curanderas, de enfermeras, de administradoras y aún les quedaba tiempo para ayudar en las faenas agrícolas, sembrando, escardando, espigando, recolectando la vid, las aceitunas, los diversos frutos del huerto y vendiéndolos posteriormente en el mercado. Ellas se hacían cargo de los diversos animales domésticos, atendían y ordeñaban a cabras y vacas, daban de comer a las aves y a los cerdos. La mano de la mujer se hacía presente a la hora de elaborar el vino y el aceite, se ocupaban de aliñar las matanzas, de la conserva de embutidos y de las carnes, de salar los jamones y pescados, de confeccionar compotas y mermeladas, en una palabra, de tenerlo todo a punto. El entramado económico de las sociedades rurales no hubiera sido posible sin el entretejido familiar gestionado por la mujer. Las condiciones de vida de la mujer en tiempos de guerras y de posguerra se endurecían aún más, y eran ellas las que tenían que cubrir la ausencia o las bajas de sus maridos, ocupándose de todo para que todo pudiera seguir adelante.
Todos sabemos cómo, desde hace muchos años, las mujeres vienen siendo víctimas de una sociedad jerarquizada en la que ha estado sometida al tutelaje, primero del padre y luego del esposo, del hermano o del hijo mayor, pero no sólo ha sido víctima de una sociedad jerarquizada, ha sido también víctima de una sesgada interpretación de la historia que sólo ha tenido ojos para ver las grandes hazañas de los héroes de relumbrón y no ha acertado a ver a las heroínas anónimas que estaban detrás de estos superhombres. Siempre se ha dicho que la historia es según quien la escriba y no hay que olvidar que los autores de la historia Universal de la Humanidad han sido hombres y no mujeres, ello explica muchas cosas. Yo no diré con Jardiel Poncela que la historia sea “una sarta de mentiras encuadernadas”; pero sí pienso que la historia universal ha de ser revisada y ha de serlo precisamente con ojos de mujer, algo que afortunadamente está sucediendo. En esta reinterpretación de la historia están trabajando equipos de mujeres muy preparadas apoyados por la Asociación de Historia de las Mujeres. La perspectiva de esta nueva historiografía no es ya sólo rescatar obras de mujeres firmadas con el nombre de sus maridos o identificar el nombre de colaboradoras ocultas, sino que aspira a una nueva visión en la que quedan cuestionados los criterios en los que se fundamentaba la historiografía tradicional, hasta el punto de que actualmente ya nadie se pregunta si es posible una historia de la mujer, hoy la duda es si es posible una historia que tenga como único protagonista al hombre.
Ciertamente, las mujeres no fueron las responsable de las devastaciones y las guerras; eso ha sido tarea exclusiva de los hombres; pero sí tuvieron que hacer frente a sus tristes consecuencias y por supuesto tuvieron parte activa en la pacificación social, la recomposición de las familias rotas, sacándolas adelante de forma heroica, su colaboración fue también imprescindible en la reconstrucción de los países devastados, tal como queda reflejado en una copla cantada por las campesinas rusas, que dice así:
Y ahora que la guerra ha terminado
Sólo quedo yo con vida
Yo soy el caballo el buey y la esposa
Y el hombre y la granja.”
Las aportaciones de las mujeres a la Humanidad están, sin lugar a dudas, a la espera de un justo reconocimiento. Hemos vivido en la creencia de que las hazañas varoniles eran las únicas que merecían ser exaltadas, en tanto que eran olvidadas las gestas femeninas porque no se ajustaban a los patrones creados por los hombres. Ni siquiera las propias madres han sido siempre conscientes de que engendrar, parir, cuidar y educar a un hijo está por encima de cualquier creación humana, pues como bien decía Ramón y Cajal “el hecho de que la mujer más ignorante, pueda engendrar un hombre de genio, debería hacernos reflexionar”.
Siendo cierto que la labor llevada a cabo por la mujer a lo largo de la historia no es nada despreciable, también lo es que, por capacidad y por destino, la mujer estaba llamada a ejercer funciones equiparables a las del hombre y a ser colocada a su mismo nivel y es así como, después de muchos siglos de servidumbre, la mujer comenzó a ser consciente de que había llegado el momento esperado para iniciar su liberación. Aguantó, resistió y nunca desesperó.
Durante el siglo XIX, en la sociedad occidental se produjeron ciertos cambios que favorecieron no sólo la abolición de la esclavitud, sino también la emancipación de la mujer. Son los tiempos de la revolución industrial en que se necesitaba mano de obra barata, en que los ideales de igualdad para todos, predicados por la Ilustración, iban calando en los espíritus. No faltaron incluso filósofos importantes como Stuart Mill, que junto con su mujer Harriet Taylor Mill se pronunciaran abiertamente en favor de la igualdad de los derechos de la mujer, publicando el año 1869 un libro en mutua complicidad, titulado Sometimiento de la Mujer, que causó un gran impacto internacional. Y por supuesto la aparición de mujeres intrépidas comprometidas con la causa. Por aquel entonces ya venían funcionando en Norteamérica colectivos femeninos reivindicativos, cuando se acababa de abolir la esclavitud, siendo presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln. Las mujeres conscientes de su injusta situación se manifestaron públicamente, primero de forma moderada y pacífica, para pasar posteriormente con Emmeline a la acción violenta, con actos terroristas, huelgas de hambre, sabotajes, incendios de comercios y establecimientos públicos, asalto a los domicilios de políticos y parlamentarios, lo que hoy llamaríamos escrache. Sin que hubiera víctimas personales.
En el compromiso con la causa de la mujer merece ser recordado el arrojo de mujeres como Lucretia Mott, Lucy Stone, Elisabeth Candy Stanton, Susan B. Anthony y muchas más, que fueron abriendo paso a las reivindicaciones femeninas.
Se comenzó por el sufragismo, pero detrás vendría la conquista de los demás derechos fundamentales. La acción de lo que se conoce como el primer movimiento feminista se prolongó hasta los años 60, fecha en se produciría un cambio de relevo y aparecería en escena “la segunda ola de feminismo” ligado estrechamente al Mayo del 68 y a la publicación de dos obras emblemáticas para las mujeres progresistas: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y Mística de la feminidad, de Betty Friedan. El tiempo que va de 1967 a 1975 estuvo dominado por un feminismo muy activo, es la época de las protestas en que en plazas y calles se quemaron públicamente corsés gritando a los cuatro vientos que las mujeres se habían cansado de vivir encorsetadas y que los tiempos de opresión masculina habían pasado.