Contar un buen cuento o una buena historia se ha convertido en un acto revolucionario.
Para comprender su importancia, pensemos en los elementos que hacen que una historia trascienda y en el papel fundamental del narrador como un testigo de la verdad y un explorador de la condición humana.
¿Por qué contar historias? ¿Qué buscamos en ellas? Estas preguntas son fundamentales no solo para los escritores, sino para cualquiera que aspire a comprender el poder transformador de las historias.
La visión dentro de las historias
Decir que contar historias es tan antiguo como la humanidad es casi un cliché, pero no por ello menos cierto. Las historias son anteriores al pensamiento abstracto; son la estructura primaria a través de la cual damos sentido al mundo.
Platón entendió esto bien, pues su filosofía, presentada en forma de diálogos, ejemplifica cómo la narrativa no solo comunica ideas, sino que también puede superar los límites de la inteligencia teórica, llevándonos a un orden trascendental que define la existencia mortal.
Cada historia tiene una estructura inteligible: un comienzo, un medio y un final. Esta estructura refleja el relato primigenio de la supervivencia.
Es aquí donde entra un ingrediente esencial: la crisis, la caída.
Sin un desafío, no hay historia, solo una mera cronología de eventos.
La crisis convierte un relato común en algo extraordinario, en una aventura que invita al oyente o lector a preguntarse: «¿Qué va a pasar ahora?».
Más allá de esto, las historias nos transforman. El narrador regresa con una perspectiva nueva, con algo que decir, una verdad que compartir.
Así, la narrativa se convierte en un espejo en el que vemos reflejadas nuestras aspiraciones, miedos y contradicciones. Este proceso no es diferente de la filosofía clásica, cuyo objetivo es pasar de lo parcial a lo holístico, de la ilusión a la verdad.
Contar historias, entonces, no es solo un acto artístico, sino también filosófico y, en última instancia, profundamente humano.
La humanidad en la narrativa
Para contar una buena historia, es esencial no flaquear ante la verdad, por incómoda o difícil que sea. Esta verdad, a menudo incómoda, es el núcleo de una buena narrativa.
Una historia no solo refleja nuestra humanidad, sino que también nos confronta con ella.
Todo narrador está, consciente o inconscientemente, influenciado por lo que J.R.R. Tolkien llamaba la «Gran Historia». Según Tolkien, todas las buenas historias son aproximaciones al «Gran Relato». En su ensayo On Fairy-Stories, Tolkien escribió que el Evangelio contiene «el mayor y más completo eucatástrofe concebible», es decir, el desenlace feliz más impactante: la resurrección.
Tolkien creía que las mejores historias son aquellas que, sin copiar el Gran Relato, se derivan de él o fluyen hacia él, conectándose con su esencia. Esto es clave para cualquier narrador que aspire a crear algo significativo: contar historias que, aunque independientes, resuenen con las verdades universales de nuestra existencia.
El reto del narrador
El narrador asume un riesgo al exponer su humanidad a través de la narrativa. Contar historias es un acto de vulnerabilidad: el escritor pone en juego su visión del mundo, su interpretación de la verdad, con la esperanza de que el lector encuentre algo de sí mismo en esas palabras.
El lector, a su vez, también toma un riesgo al enfrentarse a la historia, permitiendo que esta lo transforme, lo confronte y, en última instancia, lo revele.
Las historias, al igual que nosotros, son fragmentos de algo más grande, piezas de un rompecabezas infinito.
Cada buena historia, desde el relato de una aldeana hasta una novela contemporánea, tiene el poder de conectar lo humano con lo trascendental, de mostrarnos un reflejo de nuestra fragilidad y nuestra grandeza.
Contar una buena historia no es simplemente un acto creativo; es un acto de valentía, de amor por la verdad y de fe en nuestra capacidad para comprendernos a nosotros mismos y al mundo a través de la narrativa.
Defendamos las buenas historias para que sigan siendo nuestra brújula, recordándonos quiénes somos, de dónde venimos y la eternidad que anhela nuestro corazón.
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y el verbo se hizo carne