Abordar la pederastia en la Iglesia es doloroso para los católicos, porque a nadie le gusta tratar de sus propias miserias humanas. Pero este hecho no debe ser excusa para obviarlo. Más todavía, es una necesidad de enfocar los hechos desde una mirada surgida del propio cristianismo. Porque hay que decir que el escrutinio sistemático procede sobre todo de ámbitos alejados, por no decir con claridad, opuestos a él. El caso de El País, en nuestras coordenadas, es un buen ejemplo de ello. No es normal que un periódico dedique una atención tan preferente y sistemática a un tema, y además abra un teléfono especial para denunciar posibles casos y anuncie que quien lo haga puede ampararse en el anonimato. Es decir, no es normal que un periódico responsable promueva y difunda la delación.
Es necesario trazar un perfil estilizado de los hechos y contextualizarlos para situar la realidad, en lugar de dejar que esta sea movida a golpe de titular y de culpa.
Muchos de los hechos denunciados se han producido, otros se han exagerado y otros más no se corresponden con lo sucedido. Una gran parte se refieren a casos muy antiguos que empiezan en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, de manera que el presunto autor está muerto o es un anciano muy retirado del mundo. Tampoco existen las personas, obispos u otros responsables eclesiales. En otros casos no es así: existe una culpabilidad clara, es mucho más reciente, incluso la persona ha sido enjuiciada y condenada.
¿Qué queremos decir con esto? Primero, que dentro de la Iglesia se ha cometido un pecado que clama al cielo: “Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar” (Mateo 18,6). Segundo, que no se puede confundir acusación con culpabilidad, algo que en nuestra sociedad sucede cada vez más, y donde el emotivismo está conduciendo a la injusticia de liquidar un principio fundamental del Estado de derecho: la presunción de inocencia. La víctima debe ser escuchada y atendida, pero su simple enunciado no debe convertir al denunciado en chivo expiatorio.
El hecho de que el escrutinio se base en la acumulación de casos a lo largo de un prolongado período de tiempo, medio siglo o más, conduce a otra reflexión necesaria. ¿Qué profesión relacionada con menores hubiera resistido impunemente un análisis de este tipo? ¿Cuántos casos se revelan de este tipo al año en aquellas corporaciones sin que por ello se abra una causa general? Porque lo que se hace con la Iglesia es exactamente eso, una causa general. No se trata de excusar lo cometido, sino de situarlo en su contexto y reclamar de los medios de comunicación y de los poderes públicos la misma atención para todos los casos de pederastia, y no solo de aquellos que presuntamente se relacionan con sacerdotes o personas religiosas.
También es necesario deslindar su gravedad, porque bajo la heterogénea calificación de abusos, se encuentran desde conductas simplemente inadecuadas a verdaderos actos moralmente escandalosos.
La Iglesia no solo tiene la obligación de pedir perdón, remediar en todo lo posible y adoptar un criterio único universal en el abordaje de los casos que puedan producirse -cosa que hará la Asamblea extraordinaria de presidentes de Conferencias Episcopales que se celebra este mes en Roma-, sino que debe exponer su propio relato de los hechos. De cómo es posible que sucediera en algunos casos, no los sucesos aislados, sino aquellos que se han dado con una cierta persistencia, ¿Por qué la inmensa mayoría se trataba de niños y adolescentes, y no de chicas? Sin duda, se tiende a pensar que en algunas diócesis los seminarios fallaron, y si este mal funcionamiento se ha reparado. Existe también un deber de los pastores y sacerdotes hacia los católicos que viven como católicos, para darles razón directa de lo sucedido.
Y hasta ahora esto no se ha hecho en el grado necesario. En la vida pública no hay recipientes vacíos, o tú los llenas o te los llenan. Y esto es lo que ha sucedido
Dicho todo esto, hay que explicar alto y claro que hace años que la Iglesia ha actuado, que es la única institución en el mundo que tiene instrucciones y protocolos que aplica, que depura, responsabilidades, y asume reparaciones. Nadie más, ningún estado ha abordado el caso de la pederastia como la Iglesia y la Santa Sede; ninguna organización global. Naciones Unidas arrastra una escandalosa historia de mucha más gravedad como son la violación de mujeres y adolescentes en diversas de sus misiones de paz. Nunca ha depurado nada, nunca ha llevado a los tribunales a nadie, ni ha expedientado por este motivo.
Y es que la pederastia no es el problema principal de la Iglesia -tiene otros- pero sí que es uno de los problemas principales de esta sociedad. Los abusos infantiles y adolescentes se dan en el seno de las familias, nucleares y extensas, entre las profesiones que tratan con ellos, las detenciones de pornografía infantil, que suman cada año centenares de casos -solo, claro está, los que se descubren- Y esto es así, porque esta es una sociedad esclavizada por el deseo sexual, que no educa en su control, sino que, por el contrario, lo excita. La Iglesia posee los antídotos necesarios para enfrentarse al problema, y lo hace. Las desviaciones de algunos de sus miembros tienden a ser corregidas porque son contrarias a su moralidad. El problema está en la sociedad y, por tanto, en el estado, donde la mentalidad no frena, sino que incita.
Por último, una palabra sobre el perdón. Forma parte de la esencia del cristianismo. ¿Cuántas veces debo perdonar? pregunta Pedro a Jesús, y este le responde “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18,21-19,1), es decir, siempre. La Iglesia perdona a quien ha cometido el pecado, se arrepiente y enmienda su vida. Y esta verdad, la mundanidad a veces no quiere acogerla, como explica Rene Girard, quiere siempre una némesis vengadora, aquella en la que nunca impera el perdón, y, por tanto, donde siempre reina el sufrimiento, el resentimiento y la discordia. Para muchos liberales de lo políticamente correcto, hoy San Agustín nunca podría haber sido santo porque de joven fue libertino y sectario. El cristianismo no es puritanismo, por eso siempre es posible volver a empezar en Jesucristo, incluso los peores. Por eso la Iglesia es portadora de esperanza para todos lo que caen, también para los suyos.