“El desarrollo regular de la Vida ha alcanzado un punto crítico con el Hombre. El movimiento general de los seres organizados hacia la Conciencia ha atravesado una discontinuidad mayor con el Hombre. El Hombre, por cargado que todavía aparezca en su organismo de las herencias acumuladas en el curso de las fases anteriores, y que todavía permiten a los zoólogos hacer de él un Primate, el Hombre, digo, ha inaugurado sobre la Tierra una nueva esfera, la esfera de los conocimientos racionales, de las construcciones artificiales y de la Totalidad organizada.”
(La visión del pasado, Pierre Teilhard de Chardin)
Llamamos autorregulación a la capacidad soberana que poseemos de ser dueños y controladores de nuestras propias emociones, sentimientos, conductas y actitudes. Podríamos decir, por tanto, que es lo que permite al Hombre ser quien es, lo que permite al Hombre llamarse Hombre, autoproclamarse como individuo único, con singularidad y carácter propios.
Dicha unicidad viene marcada por su talante racional, reflexivo y trascendente. Si faltara alguno de estos campos, imposible de ser desligados del conjunto del individuo, devendría en un ser individualista, ajeno a la autorregulación y al control sobre uno mismo. Como consecuencia, la razón, la reflexión y la visión trascendente de la vida son imprescindibles para dirimir las distintas reacciones y decisiones a las que puede dar rienda el individuo. La distancia entre la reacción primitiva y la respuesta autorregulada conlleva un proceso por el cual medimos las causas y los efectos, la acción y la reacción a la que nos exponemos, así como la conciencia ética y moral que puede conllevar dicha réplica.
Sin embargo, estos códigos antropológicos han ido saltando por los aires llevando al Hombre a animalizarse, a prescindir de filtros, a no regular las mociones interiores que marcan las decisiones ordinarias y extraordinarias que van señalando la propia vida.
El Yo ególatra
Una de las victorias, de tantas, que ha conseguido el ultraliberalismo en nuestra época en su asociación con el capitalismo, entendido esto tanto como la plasmación consecuente del liberalismo clásico como del llamado anarquismo libertario convirtiendo la condición humana en objeto de consumo, es hacer creer que la vivencia de la libertad se entiende como la posibilidad de realizar un uso excesivo de la misma.
¿Uso excesivo de la libertad?
Veamos. La libertad es esa gran capacidad que cuando la genero y la salvaguardo, engrandece; cuando abuso de ella, disminuye. Yo soy muy libre de tirarme desde el vigésimo tercer piso de un edificio, la contrapartida es que cuando llegue al pavimento inferior, mi libertad habrá desaparecido por completo. Cuando doy rienda suelta a mi apetito volitivo, apelando a mi libertad individual, quizás esté en ese trayecto de caída.
Esta consecuencia ultraliberal está extendida en todas las capas sociales haciendo entender, tanto a derecha y a izquierda, que la supuesta libertad que uso me hace más libre. Esta razonabilidad ambigua y tramposa, impregnada de un cariz netamente capitalista, está derrumbando una sociedad que se piensa muy libre, cuando el control está ejercido sobre ella a través de una jugada maestra: la apelación al yo único desde la realidad sintiente del individuo. Eres libre, y puesto que tu carácter único e individual te hace especial al resto, haz caso a tus sentimientos y marca la diferencia. ¿No hemos oído hasta la saciedad este mensaje en publicidad, en política, en psicología? Cuando se alude al carácter personal el mensaje se dirige hacia la emoción.
Este marcar la diferencia tiene unas connotaciones sociales que, obviamente, aluden al individualismo, al tener casi la obligación de ser únicos, distintos al resto. Y cuando lo que prima es mi cuota vital, mi parcela existencial, mi yo único, lo que importa única y exclusivamente es el individuo, el ego como supremacía de libertad, la sentimentalidad como directriz de elecciones. La auto referencialidad se convierte en espacio de terapia, “no me quiero lo suficiente”; en conversación de pareja, “no me das lo que yo necesito…”; o incluso en un problema real de auto percepción, “muestro a los demás lo que me gustaría ser, pero no soy”.
El Yo sintiente
No cabe duda de que el sentimiento forma parte de la persona y que es una consecuencia sensible de nuestra condición. El error creado en nuestro tiempo es hacer un uso absoluto del sentimiento como paso inevitable para discernir, y eso, en una sociedad de consumo netamente individualista, hace a las personas tremendamente vulnerables: quien maneje e imponga (aun sutilmente) los sentimientos y las emociones de aquellos a quien se dirige, les tiene perfectamente controlados.
Podríamos decir, por tanto, que el producto creado a base de individualismo, consumo e hiperintensidad sensible es el ser sintiente. Ese ser cuya capacidad mermada de decisión, creyendo a pesar de todo en su libertad absoluta, se ve envuelto en toma de decisiones unilaterales dejando de lado la capacidad racional de toda persona, el cultivo de la reflexión o la visión trascendente de la existencia. Es por ello, que mi visión o paradigma de las cosas se convierte en la realidad. Es lo que siento lo que hace que sea bueno o malo, es lo que siento lo que me determina como individuo. Atrás quedaron las épocas de los pensadores, de los científicos, de los narradores veraces. La hiperintensidad de lo que siento será la única verdad. Y cuanto más sienta, más vivo estaré; y cuanto más sienta, mejor persona seré. No importará la acción realizada, importará la intensidad de lo que sienta. El “pienso luego existo” dará lugar a una afirmación que navega a sus anchas en el postmodernismo imperante: “siento luego existo.”
El Yo libre
Ya decía Hegel que, si la realidad no era lo que nosotros decíamos, pues que peor para la realidad. Aun así, bien es cierto y bien sabido que la realidad siempre se abre paso, por mucho que queramos ocultarla o moldearla a nuestro antojo. La realidad es la que es y, aunque nos intenten convencer de que la realidad se construye, no deja de ser cierto que lo real es la afirmación de la existencia, es decir, la verdad descubierta. Y la vivencia de la libertad es algo tan lógico como que el verdaderamente libre es aquel que es capaz de dominarse a sí mismo, de tomar decisiones ponderadas, pensadas, habiendo hecho un uso adecuado de su razón y su reflexión.
No habrá que prescindir del sentimiento, por supuesto, pero habrá que ubicarlo en el lugar que le corresponde, dentro del marco afectivo que poseemos cada uno de nosotros. Afectividad sí, emotivismo no. Sensibilidad sí, pero no sentimentalismo. Ese espacio tan complejo entre mente y corazón no es ajeno a nadie, y lejos de proclamar la intensidad del sentimiento, nos abstendremos también de enaltecer la frialdad como modo de relación. Las sensaciones vienen marcadas por los sentidos, y ellos nos proporcionan la sensibilidad necesaria para ser conscientes de lo que sucede a nuestro alrededor. La importancia de la educación en la sensibilidad ayudaría enormemente a distinguir entre vivir la sensibilidad como oportunidad de consciencia, o vivir el sentimiento como timonel de nuestra vida.
Vivir en la consciencia es vivir desde la perspectiva humana de la libertad, así como la oportunidad de profundizar en el sentido primero de que nuestra sensibilidad humana nos hace precisamente humanos, algo que no puede darse sin una consciencia reflexiva y trascendente. Porque ser consciente no es otra cosa que ser verdaderamente libre.
El verdaderamente libre es aquel que es capaz de dominarse a sí mismo, de tomar decisiones ponderadas, pensadas, habiendo hecho un uso adecuado de su razón y su reflexión Share on X
1 Comentario. Dejar nuevo
¡Un artículo excelente! Reflexiones como ésta son urgentemente necesarias. Muchísimas gracias al autor.