La función de la conciencia apela a la sinceridad de vida, al conocimiento de las normas morales -empezando por la ley natural-, y a la prudencia para hacer actos buenos, en justicia y caridad verdaderas. Todos los santos, religiosos o laicos, han valorado mucho la atención espiritual de los sacerdotes para no ir por libre, y garantizar que sus obras son buenas a los ojos de Dios, para no caer en los engaños del subjetivismo. Algo que señala con fuerza la epístola de Santiago: «Porque quien se contenta con oír la palabra, sin ponerla en práctica, es como un hombre que contempla la figura de su rostro en un espejo: se mira, se va e inmediatamente se olvida de cómo era. En cambio quién considera atentamente la ley perfecta de la libertad y persevera en ella –no como quien la oye y luego se olvida, sino como quien la pone en práctica-ése será bienaventurado al llevarla a la práctica» (1,23-25). Y como resumen sobre la normatividad de la conciencia personal recuerda el Papa Francisco a los sacerdotes que «están llamados a formar las conciencias no a pretender sustituirlas» (LA, 37).
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