Un Estado intervencionista nunca ha traído buenos resultados.
Por el contrario, cuando el Estado acompaña, facilita, brinda las condiciones necesarias y equitativas para que la sociedad y las instituciones que la conforman se desarrollen, los resultados positivos no se hacen esperar.
Si en las políticas económicas prevalece este principio, también en las políticas sociales. «Tanto Estado como sea necesario, tanta sociedad como sea posible». En este ámbito el Estado tiene como principal objetivo garantizar el bien común de las personas, el de cada una y el de las comunidades en las que se reúnen para integrar la sociedad. Y quién podría negar que la primera comunidad en el orden cultural es la familia. La familia es el hecho democrático por excelencia: nace de una relación libre, se basa en normas de consenso, tiene un fundamento ético y apunta a un fin altruista; la pareja estable es un modelo de diálogo, de aceptación, de renuncia voluntaria y respeto por la individualidad que es el otro. Es un hecho democrático sostenido en el tiempo y por lo tanto modélico en el más pleno sentido de la palabra.
En cada familia se educan futuros ciudadanos, constructores de una sociedad más justa y solidaria. Quienes votamos no somos individuos sin conexiones: somos finalmente hijos, padres, hermanos, parientes. Es la familia, repetimos, el primer hecho democrático. Y en este sentido al Estado le toca acompañarla, protegerla, revalorarla. Suena lógico: la mejor aliada del Estado en la construcción de una democracia real es y será siempre la familia.
la mejor aliada del Estado en la construcción de una democracia real es y será siempre la familia
Y para que esto suceda el Estado y la sociedad deben entender que tanto la democracia como la familia son hechos, no «entelequias» manipulables por el lobby o algún pequeño grupo de poder bien posicionado. Son hechos que requieren de ciertas virtudes, hábitos positivos que las construyan. Y así como pueden ser construidos, también pueden ser destruidos. Son don y misión, dato y tarea.
Pero esto no se comprende. Le ocurre a la familia, y por lo tanto a la democracia, lo que un francés escribió alguna vez: «lo esencial es invisible a los ojos». Olvidamos fácticamente a la familia.
Tenemos frente a nosotros un desafiante panorama: por un lado, la necesidad de construir democracia y a la familia como el primer hecho democrático y, por otro, el absurdo olvido y manipulación de esta última que finalmente afectará tarde o temprano a la primera.
Ha llegado el momento entonces de desvelar una certeza: la familia y la democracia se necesitan mutuamente. Cuando la familia sufre, la democracia también. Y si nosotros no ayudamos al Estado a construir proyectos políticos desde una perspectiva real de familia, el Estado nos terminará reemplazando, cosa, que como hemos visto al inicio, nunca ha dado buenos resultados.
Es ahí donde interviene la educación. Cuando hablamos de formar el capital humano, concepto fundamental en las reflexiones económicas actuales para la búsqueda de un desarrollo sostenible, hablamos de brindar una educación de calidad a aquellos que son y serán el sostén de una nación: su clase empresarial, sus gobernantes, sus empleados públicos y privados, sus docentes, sus obreros, sus agricultores.
Una educación de calidad, interesada en el desarrollo democrático y en el crecimiento económico de una nación, debe favorecer y fortalecer el rol educador de la familia, su rol democratizador y, a su vez, transmitir de forma didáctica y transversal una verdad elocuente: no hay verdadera democracia sin verdaderas familias. Esto se debe trasladar a los planes educativos, a los textos, a la normativa, etc.
Pero los que se encargan de diseñar los planes educativos muestran un olvido de la familia y un concepto errado de la democracia.
Tampoco hay un tratamiento integral y contundente de estos dos temas. Nos matamos buscando que nuestros niños y niñas aprendan a leer y a resolver problemas de matemáticas, les enseñamos mucho inglés, pero… eso no los formará como ciudadanos.
No podemos descuidar lo esencial. Damos por hecho que nuestros hijos e hijas serán ciudadanos bien formados para vivir en comunidad, trabajar en equipo, ser generosos, ser responsables, ser líderes positivos, amar de verdad…. Y, ¿es acaso eso lo que les «venden» los medios informativos actuales? ¿Quién les enseña a vivir eso? Damos por hecho que nuestros hijos e hijas estarán preparados para sostener relaciones duraderas, realizadoras, comprometidas, para criar hijos y acompañarlos hasta que sean personas de bien… Y, ¿es acaso eso lo que les «ofrecen» los medios informativos en la actualidad? ¿Quién les enseña a vivir eso? Si no fortalecemos a la familia, la escuela no podrá dar algo que no le corresponde. Recordemos que los colegios reciben de la familia por delegación la función de instruir a sus hijos, no la reemplazan. Debemos fortalecer a la familia y fortalecer también la educación en perspectiva democrática y de familia en las escuelas.
Tres ideas que hemos querido transmitir:
– En primer lugar: el Estado debe acompañar y garantizar el desarrollo de las comunidades que sostienen la sociedad y la primera comunidad que sostiene una nación es la familia.
– Segundo: es la familia el principal hecho democrático espontáneo que surge dentro de y sostiene a la sociedad y por ello requiere de una valoración especial por parte del Estado.
– Y tercero: la educación pública, el plan educativo nacional, todas las políticas educativas deben sacar a la luz la importancia de la familia y su rol democratizador, y transmitirlo de forma transversal a nuestras futuras generaciones. Debemos empezar a desvelar lo que por mucho tiempo ha estado velado: sin familia no hay educación de calidad, sin familia no hay democracia, sin familia no hay sociedad.
Nos matamos buscando que nuestros niños y niñas aprendan a leer y a resolver problemas de matemáticas, les enseñamos mucho inglés, pero… eso no los formará como ciudadanos Share on X
2 Comentarios. Dejar nuevo
Antes que nada pido disculpas por la muy probablemente excesiva extensión de mi comentario.
Sin ninguna duda, la familia tiene naturalmente una función insubstituíble en la educación. En sociedades donde no existen escuelas es la familia la que educa y socializa al individuo. Y no sólo en el del ser humano es éste el caso, sino en el de prácticamente todos los mamíferos y aves: los progenitores son quienes protegen y educan a los más jóvenes, sin que ello impida que otros adultos también colaboren en estas tareas, según la especie.
La actual decadencia de la familia en nuestra sociedad, que conlleva una pérdida de buena parte de su función educativa, no se debe simplemente a la «intervención» del estado. La crisis viene de antes y es de tipo moral antes que político. En buena medida son las propias familias las que han ido descuidando esta obligación, en parte por «comodidad» y desidia, en parte forzadas por un sistema económico que las pervierte y que obliga a los padres a dedicar mucho tiempo al trabajo, al consumo y a otras actividades sobrevaloradas o incluso superfluas, con el consiguiente descuido de sus obligaciones familiares. La escuela hace ya mucho que asume (o que deja incumplida) una parte de esta tarea, que en realidad no le corresponde. Al estado se le reclamó a menudo que reforzara este papel de la institución educativa para ayudar a los padres. Cuando determinados políticos llegan al poder, aprovechan estas circunstancias para manipular la educación y sustraerla aún más a la responsabilidad de la familia. Ahora bien, no nos engañemos, en nuestro sistema actual el político es cada vez menos un detentador del poder y cada vez más un agente, incluso una marioneta, de intereses ajenos, sobre todo económicos, los cuales intentan por medio de él usurpar un poder que legítimamente no les corresponde. La familia es inevitablemente un «estorbo» para estos intereses. De lo que se trata es de convertir al niño en un «consumidor» y en un «productor» económico, en un zombi zarandeado de acá para allá por el «mercado», en una sociedad en la que el «éxito» lo es todo y en que este éxito debe medirse económicamente y exteriorizarse mediante un consumo teledirigido y desmesurado. El niño no es educado para ser un ciudadano ni un individuo, sino célula anónima de una masa sin voluntad ni consciencia. Precisamente aquí debería el estado intervenir para evitar esta perversión social. No se trata de ningún modo de crear un estado totalitario, pero un estado débil y reacio a intervenir carece de sentido y deja a las familias aún más inermes. El quizá mayor problema del estado (y de la política) en nuestros días es su dependencia de unos hipertrofiados actores económicos, así como su sumisión a las leyes de un materialismo atroz, sea de raigambre capitalista y liberal, sea más o menos marxista o de izquierda.
Afirmar que la familia es «democrática» es muy peligroso y seguramente erróneo. La familia ni es ni deja de ser «democrática», simplemente porque queda fuera del ámbito de existencia propio del concepto de democracia. Éste define, simplemente, un sistema político, una forma de gobierno, con los principios, fines, medios y prácticas que le son propios, pero NADA MÁS. Existe la tendencia a extrapolar el concepto de democracia y ciertos llamados «valores democráticos» a todo ámbito de la vida colectiva; erróneamente, pues la democracia no es aplicable a ellos, no está en su naturaleza el serlo. Este forzar el «democratismo» en todos los ámbitos sociales produce perturbaciones muy perjudiciales, debido a lo inadecuado de este concepto a funciones y esferas de actuación no políticas. Vivimos una especie de deificación de la noción de democracia, a la que se concede un valor absoluto y universal del que que por su misma naturaleza carece. Convertir a la democracia en ídolo total la desgasta y perjudica en su cometido específico. Transferida a un contexto inadecuado es inoperante y, en consecuencia, decepciona, lo cual la debilita y desprestigia incluso en la política, que es la esfera que le corresponde.
Disculpe, pero no sé si ha entendido usted bien el contenido de este artículo.