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La declaración Fiducia Supplicans y las dubia de un laico

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La muy reciente declaración Fiducia supplicans [1] firmada por el Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, cardenal Fernández, y corroborada por Francisco I autoriza la bendición sacerdotal de parejas no casadas, mantengan o no relaciones sexuales y lleven o no una vida equivalente a la matrimonial. En la declaración se incluye expresamente a las parejas de homosexuales.

La lectura de la declaración puede provocar en un católico laico muchas dudas, perplejidades y sentimientos de gran desorientación, sin excluir el escándalo. En situaciones semejantes tiene el católico la posibilidad teórica de plantear sus dubia (dudas) a las autoridades romanas. Por lo general, tales dubia solamente son planteadas por obispos. El creyente laico carece casi siempre de la debida pericia en la práctica procesal canónica, así como del dominio de las fórmulas verbales que permiten plantear las dubia de forma correcta y exitosa. Así pues sus objeciones, dudas e inquietudes suelen quedar inexpresadas. En el mejor de los casos, son manifestadas informalmente fuera del ámbito en el que las autoridades eclesiásticas están obligadas a tomarlas en consideración y a dar una respuesta que las despeje y que aclare conceptos equívocos.

En este artículo quisiéramos ennumerar algunas de esas dudas, con la esperanza (tal vez ingenua y utópica, pero esperanza al fin) de que quienes dominan el procedimiento de plantearlas de forma debida, nos hagan la caridad de recogerlas y trasladarlas de modo apropiado a las autoridades eclesiásticas competentes, por lo cual les estaríamos muy agradecidos.

Como recuerda el documento, la Iglesia Católica sólo reconoce la licitud de las relaciones sexuales cuando éstas tienen lugar entre personas unidas por el sacramento del matrimonio, del que están excluídos los homosexuales. Ahora bien, en el ámbito de las relaciones sexuales extramatrimoniales existe una diferencia fundamental entre las de naturaleza heterosexual y las de tipo homosexual.

El Catecismo de la Iglesia Católica establece:

“Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana, 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.”

Una relación extramatrimonial heterosexual, según la doctrina católica vigente,  no es lícita. Sin embargo y a diferencia de lo que sucede con la relación homosexual, no puede decirse de ella que constituya depravación grave ni que sea intrinsecamente desordanada, pues no es contraria a la ley natural, no se cierra necesariamente al don de la vida, ni es opuesta a una verdadera complementariedad afectiva y sexual. Así pues no excluye la posibilidad de un matrimonio, si tanto el varón como la mujer son solteros. Es más, en muy numerosas ocasiones tal relación sexual es un vínculo transitorio que en un momento dado es regularizado por medio del sacramento del matrimonio. Las diferencias entre este tipo de relación y una relación homosexual (aunque ésta sea exclusivamente afectiva y no se consume materialmente) son insalvables.

La declaración firmada por el cardenal Fernández no hace ninguna referencia a estas circunstancias. Todas las parejas no unidas sacramentalmente son tratadas de modo idéntico, sin considerar la posibilidad de que la relación entre sus miembros constituya un adulterio o un incesto, sea de tipo homosexual, etc. Como decíamos, las parejas homosexuales son mencionadas explícitamente como posibles receptoras de una bendición sacerdotal.

Para fundamentar esta actitud el texto del Dicasterio hace las siguientes consideraciones:

De hecho, existe el peligro que un gesto pastoral, tan querido y difundido, se someta a demasiados requisitos morales previos que, bajo la pretensión de control, podrían eclipsar la fuerza incondicional del amor de Dios en la que se basa el gesto de la bendición. (12)

A continuación respondemos a su propuesta [de Francisco I] desarrollando una comprensión más amplia de las bendiciones. (13)

Los autores de la declaración desean evitar un rigor excesivo que pudiera resultar paralizante o incluso inmisericorde. En este sentido se cita a Francisco I:

Cuando se pide una bendición se está expresando un pedido de auxilio a Dios, un ruego para poder vivir mejor, una confianza en un Padre que puede ayudarnos a vivir mejor (21)

Y se añade:

Por lo tanto, cuando las personas invocan una bendición no se debería someter a un análisis moral exhaustivo como condición previa para poderla conferir. No se les debe pedir una perfección moral previa. (25)

En consonancia con esta liberalidad se establece que el sacerdote decida, de manera discrecional y según su criterio personal, si administra o no la bendición a la pareja que la solicita:

La prudencia y la sabiduría pastoral pueden sugerir que, evitando formas graves de escándalo o confusión entre los fieles, el ministro ordenado se una a la oración de aquellas personas que, aunque estén en una unión que en modo alguno puede parangonarse al matrimonio, desean encomendarse al Señor y a su misericordia, invocar su ayuda, dejarse guiar hacia una mayor comprensión de su designio de amor y de vida. (30)

Conviene que nos detengamos a examinar los textos arriba citados y plantearnos algunas preguntas.

Entendemos que el “vivir mejor” del que habla Francisco I tiene una dimensión moral, no material. Si efectivamente se implora auxilio para alcanzar un mayor grado de perfección moral, la gracia solicitada por medio de la bendición, en el caso de una pareja homosexual, sería necesariamente la disolución de tal vínculo, en consonancia con lo que prescribe el Catecismo. Lo mismo en el caso de relaciones heterosexuales adúlteras o incestuosas. En los demás supuestos, la gracia solicitada sería la fuerza moral y las condiciones materiales necesarias para acceder al sacramento del matrimonio.

Por supuesto, no es necesario, como ya señala la declaración, un análisis moral exhaustivo. Pero sí un análisis moral.

La pareja es una asociación humana que tiene un fin, que puede ser lícito o no serlo. Si no lo es, esta unión ¿puede ser bendecida?

Imaginemos otro tipo de sociedad, digamos una empresa, que produzca o comercialice mercancías o servicios nocivos (armas, pornografía, productos tóxicos, prostitución, etc.); o que actúe de forma inmoral (paga de salarios injustamente bajos, malas condiciones laborales, aplicación de intereses usurarios, fraude a los clientes, daños al medio ambiente, crueldad con animales, etc.); o busque el lucro de sus propietarios y directivos amparándose en subterfugios jurídicos o fraude fiscal o aprovechándose de lagunas en la legislación.

¿Sería lícito bendecir a tal sociedad por el hecho de que sus miembros lo soliciten?

Una cosa es que se bendiga individualmente a los miembros de esa sociedad, en su calidad de individuos pecadores (como todos y cada uno de los hombres, en mayor o menor medida), y otra muy diferente que se bendiga a la sociedad que forman con fines incompatibles con el magisterio de Cristo.

Nada hay que objetar en el hecho de que el sacerdote, como dice el texto, se una a la oración de aquellas personas que, aunque estén en una unión que en modo alguno puede parangonarse al matrimonio, desean encomendarse al Señor y a su misericordia, etc. Pero eso no es lo mismo que bendecir a esas personas como pareja, como sociedad humana. Aquí se debe distinguir entre las personas humanas e individuales y la “persona social”, por darle un nombre, que constituyen cuando se presentan en calidad de pareja.

En todo caso se deja a la dicreción del sacerdote el discernir si su actuación ocasionaría o no un escándalo grave. Aquí el sacerdote debe en solitario asumir una responsabilidad muy grande. ¿Demasiado grande? Por otra parte ¿qué importancia se da al escándalo “no grave”?

A este respecto el documento sostiene:

Por lo tanto, la sensibilidad pastoral de los ministros ordenados debería educarse, también, para realizar espontáneamente bendiciones que no se encuentran en el Bendicional. (35)

Aquí es inevitable preguntarse si el Bendicional tiene rango de norma, o si su valor es sólo orientativo, o si su función se limita a ofrecer un material que pueda “inspirar” al sacerdote, o si no es más que un inútil relicto del pasado.

También nos hallamos aquí frente al concepto de espontaneidad, que aparece repetido en otro pasaje de la declaración (36), donde se hace una valoración favorable de la espontaneidad en el acompañamiento de la vida de las personas, hasta el punto de que podría llegar a entenderse que tal espontaneidad es incluso preceptiva. ¡Gran paradoja!

Como en otras cuestiones, el documento no ofrece una definición clara, ni siquiera genérica del concepto de espontaneidad y de su lugar en la actividad pastoral. En determinadas circunstancias la espontaneidad puede ser una actitud simpática y signo, entre otras cosas, de una disposición cordial, amable y generosa. Pero en circunstancias diversas puede significar exactamente lo contrario o ser simplemente una temeridad. La espontaneidad entra muy a menudo en conflicto con la reflexión y con la prudencia.

¿Cuál de estos conceptos ha de tener más peso en la acción pastoral: la prudencia y la reflexión o la espontaneidad? ¿Significan los pasajes referidos a la espontaneidad que ésta ha sido elevada a la categoría de virtud cristiana?

Por otra parte, las presentes circunstancias sociales, culturales, políticas y aun jurídicas obligan a plantearse preguntas acuciantes. ¿Acaso no pueden la libertad de decisión que se otorga al religioso y la grave responsabilidad que ésta conlleva convertirse en un peligro para el propio pastor y para el ejercicio de su ministerio? ¿No queda “desprotegido” frente a presiones sociales?

En las condiciones actuales no es inverosímil que el sacerdote pueda ser conminado de forma apremiante a administrar una bendición que repugna a su consciencia. La presión podría provenir incluso de sus superiores jerárquicos. Las consecuencias de negarse a bendecir, por ejemplo, a una pareja homosexual podrían para el sacerdote ser devastadoras. En algunos países tal negativa podría llegar incluso a constituir un acto discriminatorio jurídicamente penalizable, frente al cual el sacerdote quedaría sin “cobertura” por parte de la Iglesia.

En este contexto también el párrafo 31 merece ser considerado con especial atención:

En el horizonte aquí delineado se coloca la posibilidad de bendiciones de parejas en situaciones irregulares y de parejas del mismo sexo, cuya forma no debe encontrar ninguna fijación ritual por parte de las autoridades eclesiásticas, para no producir confusión con la bendición propia del sacramento del matrimonio. (31)

Aquí se prescribe la exigencia de que la bendición a parejas no unidas en matrimonio deba diferenciarse inequívocamente de la celebración de este sacramento. Sería de esperar que, precisamente para evitar tal confusión, el documento fijara una forma de bendición que sea clara y unívoca. No es así, es el sacerdote quien debe hallar la fórmula adecuada por su propia cuenta, decisión harto difícil si tenemos en consideración el extraordinario valor que la declaración concede a la bendición informal:

En estos casos, se imparte una bendición que no sólo tiene un valor ascendente, sino que es también la invocación de una bendición descendente del mismo Dios sobre aquellos que, reconociéndose desamparados y necesitados de su ayuda, no pretenden la legitimidad de su propio status, sino que ruegan que todo lo que hay de verdadero, bueno y humanamente válido en sus vidas y relaciones, sea investido, santificado y elevado por la presencia del Espíritu Santo. Estas formas de bendición expresan una súplica a Dios para que conceda aquellas ayudas que provienen de los impulsos de su Espíritu – que la teología clásica llama “gracias actuales” – para que las relaciones humanas puedan madurar y crecer en la fidelidad al mensaje del Evangelio, liberarse de sus imperfecciones y fragilidades y expresarse en la dimensión siempre más grande del amor divino. (31)

De modo implícito parece establecerse aquí una condición previa a la bendición: la de quienes la solicitan se sientan desamparados y necesitados de la ayuda divina. No hace falta caer en casuísticas exhaustivas y estériles, pero una mejor definición de las condiciones anímicas y existenciales de quienes deben ser bendecidos es imprescindible para entender debidamente lo que pretende expresar el documento.

El hecho de que estos desamparados y necesitados no necesiten aspirar a la legitimidad de su propio status para obtener la bendición ¿no es un punto muy problemático? ¿No es casi como pedir la absolución sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda?

En la vida de una persona homosexual puede sin ninguna duda haber muchísimos aspectos que sean verdaderos, buenos y válidos. ¿Puede esta bondad ser generalizada a todos los aspectos de la existencia e incluso extendida a un tipo de relación calificada por el Catecismo como intrínsecamente desordenada? Una vez más tenemos la impresión de que se están mezclando cosas que deberían estar separadas.

¿Quiere decir la declaración que las relaciones homosexuales pueden ser buenas en algún sentido y que por ello merecen ser bendecidas? Si es así ¿qué hacemos con el Catecismo y con todo el magisterio que en él se sintetiza? ¿Pueden las relaciones de pareja entre dos personas homosexuales “madurar y crecer en la fidelidad al mensaje del Evangelio”?

La misma perplejidad se experimenta al leer afirmaciones como:

La petición de una bendición expresa y alimenta la apertura a la trascendencia, la piedad y la cercanía a Dios en mil circunstancias concretas de la vida, y esto no es poca cosa en el mundo en el que vivimos. Es una semilla del Espíritu Santo que hay que cuidar, no obstaculizar (33)

Ciertamente el solicitar una bendición es un acto de fe, esto es evidente. Pero también es cierto que la bendición no se pide de modo abstracto, sino que tiene un objeto (en este caso la relación que une a dos personas). ¿Qué sucede si el objeto para el que se la pide es inadecuado o incluso ilícito? ¿Es suficiente el acto de fe que es solicitar una bendición para que ésta deba ser concedida, sea cual fuere su objeto y fin? ¿Es una relación homosexual un objeto adecuado y lícito?

En el texto no hallamos ninguna orientación al respecto, pero sí una firme voluntad de sacar adelante la posibilidad (¿el deber?) de bendecir a parejas homosexuales, para lo que se exhiben argumentos desconcertantes:

En este sentido, es esencial acoger la preocupación del Papa, para que estas bendiciones no ritualizadas no dejen de ser un simple gesto que proporciona un medio eficaz para hacer crecer la confianza en Dios en las personas que la piden, evitando que se conviertan en un acto litúrgico o semi-litúrgico, semejante a un sacramento. Esto constituiría un grave empobrecimiento, porque sometería un gesto de gran valor en la piedad popular a un control excesivo, que privaría a los ministros de libertad y espontaneidad en el acompañamiento de la vida de las personas. (36)

Se afirma aquí que tales bendiciones no deben tener un carácter ritual. Nuestra pregunta es: ¿Puede haber alguna bendición no ritual? Toda bendición exige al menos el pronunciar una frase como “que Dios te bendiga” o “bendito seas” o “te bendigo en el nombre del Padre, etc.” y trazar una cruz con la mano o asentarla sobre la cabeza de quien es bendecido. Estas frases y estos gestos siguen una fórmula establecida por la tradición y constituyen, inevitablemente, un rito. De no ser así, el receptor de la bendición ni siquiera podría percibirla como tal.

Nuestro asombro no tiene límite cuando leemos que la bendición no debe ser un acto litúrgico o semilitúrgico ya que ello “constituiría un grave empobrecimiento”. El texto afirma que un acto litúrgico supondría un control excesivo de un gesto anclado en la piedad popular y también una pérdida de espontaneidad. Aquí no puede entenderse otra cosa que la afirmación de la inferioridad de la liturgia, definida y regulada canónicamente, respecto a una piedad popular y a una espontaneidad de las cuales no se nos dice en qué consisten exactamente ni qué lugar ocupan en el magisterio de la Iglesia.

Sería muy difícil hallar otro texto vaticano capaz de producir en los fieles una sensación tan grande de desorientación y de perplejidad. Incluso cuando pareciera que en la declaración se intenta aclarar algo, acaba por suceder lo contrario:

De hecho, mediante estas bendiciones, que se imparten no a través de las formas rituales propias de la liturgia, sino como expresión del corazón materno de la Iglesia, análogas a las que emanan del fondo de las entrañas de la piedad popular, no se pretende legitimar nada, sino sólo abrir la propia vida a Dios, pedir su ayuda para vivir mejor e invocar también al Espíritu Santo para que se vivan con mayor fidelidad los valores del Evangelio (40)

En primer lugar vemos aquí una inexplicable contraposición de “las formas rituales propias de la liturgia” por una parte y de la “expresión del corazón materno de la Iglesia” por otra. ¿Acaso la liturgia no es también una altísima “expresión del corazón materno de la Iglesia”?

Otra vez nos encontramos con una piedad popular que, tal como se presenta aquí, más parece un comodín que un concepto teológico claro. Y nuevamente, si el fin es vivir con mayor fidelidad los valores del Evangelio ¿cómo se puede este propósito conjugar con la práctica habitual de esos “actos intrínsecamente desordenados” de los que habla el Catecismo? Tiene razón la declaración cuando afirma que con una bendición no se pretende legitimar nada, etc. En realidad es ésta una verdad de perogrullo.

Veamos un ejemplo. Dentro de unos días se celebrará la festividad de San Antonio Abad. En muchos lugares es tradición ese día la bendición de animales. Ciertamente, la bendición no legitima al perro, al gato o al caballo que la reciben. No hace falta, pues ya están naturalmente legitimados por el amor que Dios siente por todas Sus criaturas. Y precisamente porque no están faltos de legitimación es por lo que pueden ser bendecidos. Si, en cambio, alguien se presenta al sacerdote con una metralleta o con un alijo de opio o con una colección de imágenes pornográficas y pide la bendición para alguno de tales objetos ¿la obtendrá? No, porque tales objetos no están legitimados para ser bendecidos. Y aun si el sacerdote les administrara una bendición, ésta ni sería válida ni los legitimaría de ningún modo. Es absurdo suponer que quien pretende la bendición de estos objetos está pidiendo “ayuda para vivir mejor”: como mínimo se encuentra sumido en un grave error del cual por caridad debemos hacerle tomar consciencia.

Si el corazón de la Iglesia es de verdad materno no excluye la reprensión y la corrección. Una buena madre no es la que “bendice” todas las acciones y deseos de sus hijos, sino la que corrige sus pretensiones y comportamientos erróneos, incluso estrictamente si es necesario. Esto es una ley natural que podemos observar no sólo entre los hombres, sino también entre muchos animales, que educan y corrigen a sus crías con rigor y amor a la vez, una actitud bastante diferente de la que se proclama en la declaración:

De este modo, cada hermano y hermana podrán sentirse en la Iglesia siempre peregrinos, siempre suplicantes, siempre amados y, a pesar de todo, siempre bendecidos. (45)

Verdaderamente una Iglesia que se comportara como una madrastra de cuento de hadas no tendría sentido en la economía de la salvación, no cumpliría su misión. ¿Pero es el fin de la Iglesia que los fieles se sientan incondicionalmente cómodos en su seno? ¿El dolor de la culpa, el que sintió San Pedro tras negar a Cristo, no tiene ningún valor? ¿No es también tarea de la Iglesia educar a las consciencias para que tengan la capacidad de sentir ese dolor y de arrepentirse? ¿Es posible el arrepentimiento sin dolor? ¿Es posible la redención sin arrepentimiento?

En la jerga al uso “abrir puertas” es siempre algo bueno. En la realidad no. Es bueno abrir la puerta a un amigo y malo abrírsela a un enemigo que viene a hacernos daño. La declaración Fiducia supplicans ciertamente abre puertas. ¿Pero a quién? Se abre la puerta, aunque sea cautelosamente, a un cambio radical de la doctrina moral de la Iglesia sobre la homosexualidad. De ello no cabe la menor duda.

No es éste el primer paso: ahí está aquel famoso “quién soy yo para…”; ahí están las bendiciones a parejas homosexuales en la diócesis de Amberes, según su obispo con el visto bueno del sumo pontífice; ahí está el documento Che cosa è l‘uomo? Un itinerario di antropologia biblica de la Pontificia Comisión Bíblica, con su muy especial interpretación de las Escrituras en relación a la homosexualidad; ahí están las resoluciones del camino sinodal alemán, etc., etc. Fiducia supplicans es, sin embargo, el primer paso oficial, al que muy probablemente seguirán otros en el mismo sentido.

Como ya hemos señalado a lo largo de todo este artículo, para un católico que intente ser más o menos coherente con las enseñanzas del cristianismo, esta declaración es causa de perplejidad y de total desconcierto. Para quien la analice usando simplemente la razón y la confronte con la doctrina oficial de la Iglesia es un documento soprendente por sus contradicciones, sus imprecisiones y sus lagunas: es decir por unos problemas “técnicos” que nadie esperaría en una declaración del  Dicasterio para la Doctrina de la Fe, firmada por su Cardenal Prefecto y corroborada por el Santo Padre.

[1] Texto completo 

Para quien la analice usando simplemente la razón y la confronte con la doctrina oficial de la Iglesia es un documento soprendente por sus contradicciones, sus imprecisiones y sus lagunas: es decir por unos problemas “técnicos” Share on X

 

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