La madre de todas las crisis europeas no es militar ni económica: es moral.
El concepto de crisis moral se refiere a una situación de profunda desorientación en el ámbito de los valores, las virtudes, los criterios éticos y las pautas de conducta colectiva. Lejos de ser una noción abstracta o meramente teórica, se trata de una realidad muy concreta, que puede tener consecuencias dramáticas e incluso trágicas en determinados contextos.
Una crisis moral se manifiesta, en primer lugar, como una gran dificultad para identificar el bien y, en consecuencia, para orientar la acción individual y colectiva hacia su realización. Cuando falla esta capacidad de discernimiento ético, el bien común —entendido como el conjunto de condiciones que permiten a las personas desarrollarse plenamente— se vuelve inalcanzable o se diluye en discursos ideológicos que lo vacían de contenido real.
Como señaló Alasdair MacIntyre en Tras la virtud (1981), una sociedad entra en crisis moral cuando ha perdido el lenguaje común que hacía posible el debate ético racional. Según este autor, la fragmentación moral moderna es heredera de una ruptura con las tradiciones filosóficas que dotaban de coherencia a los juicios morales, especialmente el aristotelismo clásico y su concepción teleológica de la vida humana. Sin una concepción compartida del «bien humano», las prácticas sociales pierden sentido y las virtudes se vuelven ininteligibles.
En segundo lugar, una crisis moral implica una incapacidad para establecer con claridad qué es justo, tanto en el plano personal como en el social e institucional. Esta confusión en torno a la justicia genera una erosión de la confianza en las instituciones, un debilitamiento de la convivencia y una proliferación de agravios —reales o percibidos— que alimentan la fragmentación social. Cuando la noción de justicia se desfigura, también se desfigura la capacidad de las sociedades para resolver conflictos de manera equitativa y pacífica. Charles Taylor, en obras como El malestar de la modernidad (1991), ha señalado cómo la pérdida de referentes trascendentes y comunitarios debilita la noción de justicia compartida, dando paso a un individualismo expresivo que con frecuencia deja de lado el sentido de responsabilidad colectiva.
Otro rasgo distintivo de la crisis moral contemporánea es la pérdida de criterios claros para establecer prioridades. Lo esencial queda a menudo relegado ante lo accesorio, y las decisiones personales y políticas se guían más por el deseo inmediato que por una jerarquía de lo realmente necesario para la vida humana y la dignidad colectiva. Cornelius Castoriadis ya alertaba del “declive del significado de la libertad” y de la tendencia de las sociedades modernas a perder el hilo de la autonomía crítica, sustituyéndola por una cultura del consumo y de la satisfacción instantánea.
En este marco, diversos autores han denunciado una especie de “inflación de derechos”, donde la proliferación de demandas individuales —a menudo desvinculadas de cualquier fundamento ético común— convive con una “desaparición práctica de los deberes”. Este desequilibrio ha sido señalado por Josep Miró i Ardèvol, quien habla de una sociedad “desvinculada”, en la que la primacía del individuo se traduce en la pérdida de vínculos morales, sociales e institucionales. Esta descompensación no es solo un síntoma, sino también un acelerador de la crisis moral: cuando los lazos de reciprocidad se debilitan y la noción de responsabilidad compartida se vuelve marginal, la sociedad tiende al individualismo hedonista y concupiscente extremo, a la fragmentación y a la desconexión cívica.
En definitiva, una crisis moral no es solo un problema ético o filosófico: es un desafío estructural que afecta a la capacidad de una sociedad para construir sentido, cohesión y un proyecto compartido. Identificarla y analizarla con claridad es un paso imprescindible para abordar cualquier proceso de regeneración cultural, política e institucional. Como recuerda Hannah Arendt, sin una renovación del juicio moral —es decir, de la capacidad de pensar por uno mismo desde el punto de vista de los demás—, la vida pública se degrada y se abre la puerta a formas sutiles o explícitas de barbarie.
Esta es, precisamente, la clase de crisis moral que padece Europa.
Y es esta crisis radical la que afecta y daña hoy a Europa; es su causa profunda y explica las demás crisis, sus graves y reiterados errores, la falta de un propósito compartido más allá del discurso materialista. Por eso también se dice que Europa solo avanza en las crisis: es una forma autoindulgente de expresar que solo encuentra su particular horizonte de sentido en la reacción ante hechos consumados, como frente a la Administración Trump. Europa vive a golpes, reaccionando, y se ha vuelto dependiente de este fenómeno, que equivale a asumir que las finalidades y objetivos reales vienen de la mano de terceros: sea la COVID-19, la guerra de Ucrania o Rusia, o antes el cambio climático.
Pero, ¿cuál es la causa de esta crisis moral de Europa? ¿Cómo podemos buscar la respuesta?
Hoy la causa primordial es la pérdida de la herencia espiritual europea, fundamento del ideal común de la cultura occidental. No existe ninguna gran civilización —nos recuerda Christopher Dawson en Hacia la comprensión de Europa (1952/2020)— que exista sin ese fundamento inmemorial, encarnado a través de diversas adaptaciones que no traicionan sus bases, sino que las actualizan a las condiciones presentes.
¿Qué es China, sino la aplicación social y política de los fundamentos del confucianismo, en manos de un gran sujeto orgánico como el Partido Comunista? ¿Y Rusia? ¿Acaso no emerge de su profunda crisis existencial, provocada por el hundimiento de la URSS, buscando sus fundamentos y horizonte de sentido en el cristianismo ortodoxo eslavo? ¿Y la pujante India, que lo hace mediante su difícil —pero viva— espiritualidad hindú?
En el libro citado, escribe Christopher Dawson que muchos de los grandes historiadores liberales, humanitarios y sociólogos del siglo XIX consideraban parte esencial de la tradición europea su dimensión espiritual. Tenían plena conciencia del dinamismo moral de la cultura cristiana y aceptaban sin reservas su ética. De hecho, “creían haber superado a sus predecesores cristianos abrazando un ideal ético más elevado, puro y sublime. En resumen, se consideraban supercristianos”.
Pero más adelante, esto cambió de forma radical. Ya fuera por la vía del neopaganismo que representó el nazismo o por el materialismo surgido del marxismo, se produjo una ruptura con aquella cultura cristiana, y sobre todo con su ética. Esta ruptura se ha profundizado en la Europa actual, bajo la perspectiva y el feminismo de género, las leyes trans, y el aborto como nuevo tótem sagrado que lleva a la multa o a la cárcel a quien se oponga. El aborto se ha convertido en el derecho fundante de la sociedad europea, cuya práctica exige incluso represión policial contra quienes rezan cerca de las clínicas o se ofrecen a informar si son requeridos. Ante él, como ante el feminismo de género o la homosexualidad convertida en política, los que antes eran grandes derechos desaparecen: la libertad de expresión, el derecho de manifestación, la presunción de inocencia.
Todo ha cambiado tanto que en la Europa actual el cristianismo —no solo como fe, sino también como cultura— es considerado anticultural y antisistema.
La consecuencia ha sido la destrucción del denominador común que hacía posible los acuerdos fundamentales. Lo que no podían hacer desde la calle, lo han logrado controlando los medios estatales, los recursos económicos y los mecanismos de control de la opinión publicada, y con ella, de la opinión pública.
Pero como estas doctrinas son impostadas, se imponen sobre una realidad en la que aún late la concepción del humanismo cristiano, aunque esté maltrecho y haya perdido buena parte de sus referencias y sentido. La respuesta ha estallado en prácticamente todos los países europeos. Estas reacciones —calificadas de iliberales, populistas o de extrema derecha— no son sino la manifestación del gran malestar de la sociedad frente a las imposiciones de la cultura y moral de las élites europeas, y ante la liquidación de sus fundamentos espirituales y morales.
Es, en cierta medida, otro «malestar de la cultura», pero sobre todo expresa un malestar moral, que, si no se resuelve, puede conducir a Europa —que ni siquiera es un continente, sino una península de la gran estepa asiática— a su destrucción definitiva. Como ocurrió antes con el cristianismo en el norte de África y en Oriente Medio, y más tarde, a mediados del siglo XV, con el cristianismo bizantino.
Todo ha cambiado tanto que en la Europa actual el cristianismo —no solo como fe, sino también como cultura— es considerado anticultural y antisistema Compartir en X