La larga crisis y su secuela de desigualdad creciente y pobreza cuestionan de manera imperiosa al capitalismo. Una parte sustancial del problema es la ausencia de alternativas sistémicas que puedan encarnar de manera creíble otro proyecto, o guiar una serie de grandes reformas. Los altermundistas, anticapitalistas, y en general la izquierda alternativa, proponen cosas pero en ningún caso un modelo económico en el sentido profesional del término.
El mejor ejemplo lo tenemos en nuestro caso en Unidas Podemos. Solo Thomas Piketty en estos últimos tiempos, propone un nuevo socialismo económico y participativo y un federalismo social, que en determinados aspectos recuerda el modelo yugoslavo de Tito. Pero a pesar de estas aportaciones, la verdad es que los anticapitalistas de hoy son muchísimo más limitados que los marxistas de ayer, si bien su proyecto resultó en la práctica desastroso. No es ciertamente una objeción menor. Solo China ha conseguido un extraordinario resultado aplicando soluciones capitalistas bajo la dirección del estado. Para la histórica miseria china puede haber sido una solución, para la mayoría de los occidentales es más bien un peligro.
A esta crisis del capitalismo se le añade otra segunda, la crisis ambiental, y de ahí el debate que impera sobre los límites del crecimiento. No se puede continuar consumiendo tanta naturaleza para producir bienes y servicios. Y además vivimos en un tercer desafío irresuelto, que pasa más desapercibido a pesar de su evidencia. Se trata de los costes sociales crecientes; de transacción y de oportunidad que degradan al estado del bienestar. Su causa radica en la anomia y disfunciones de nuestras sociedades desvinculadas y sus instituciones políticas.
En el sustrato de estas crisis hay un elemento común de importancia decisiva, que se aborda solo de manera parcial. Se trata de los límites sociales del crecimiento, y por tanto, no se limitan al conflicto con la naturaleza por el excesivo consumo y deterioro de sus recursos, sino que afectan a otra dimensión fundamental de nuestra vida: la dimensión moral, cuya destrucción está en la raíz de la crisis capitalista.
Fred Hirsh fue un economista brillante, que en 1976 publicó un elaborado trabajo de gran impacto, Los Limites Sociales del Crecimiento The Social Limits to Growth, en el que presentaba la tesis de que era la propia sociedad desarrollada la que iba socavando sus posibilidades de crecer a largo plazo. Se trata, según el autor, del legado moral debilitante del capitalismo, dado que el mercado socava los valores morales de los que depende, heredados de la cultura preexistente, precapitalista y preindustrial. Se debilitan las virtudes basadas en objetivos compartidos. Virtudes tales como veracidad, confianza, esfuerzo, obligación, necesarias para el funcionamiento de una economía individualista y contractual, que dependían de la fe religiosa cristiana que también se ve socavada por la mentalidad individualista y racionalista. Hirsh es economista y hace su planteamiento en los términos académicos de su profesión, pero su argumento se completa si además de centrar la atención en el sistema económico precapitalista, lo consideramos en términos culturales. Porque lo que el profesor británico viene a decir, es que el sistema de valores y virtudes del que surge el capitalismo, y es lógicamente previo a él, corresponde a un marco de referencia definido por la razón objetiva de tradición cultural cristiana, generadora de una educación determinada, basada en la ética de la virtud aristotélico-tomista.
Los padres fundadores del capitalismo y el liberalismo estaban forjados en esta cultura, surgían de esta mentalidad, y no pretendían ni presumían que pudiera quedar tan alterada como la situación actual nos revela. En la medida que persiste parte de aquel marco originario, el capitalismo funciona mejor, como lo constata la experiencia del renacimiento económico europeo de mediados del siglo XX, los 30 gloriosos años. En la medida en que no es así, se producen las crisis. El capitalismo liberal consume sus propios fundamentos, el capital moral que lo hace posible, y su pervivencia y eficacia dependen de su capacidad para renovarlos. La cuestión es si hoy posee o no tal capacidad. Desde perspectivas tan distintas como el marxismo y el neo aristotelismo tomista de MacIntyre, la respuesta es un no rotundo; desde un punto de vista liberal perfeccionista, por el contrario, es afirmativa. En cualquier caso, es una evidencia que el capitalismo, si desea mantener una línea de coherencia con sus clásicos y sus fuentes, debería recuperar y actualizar los marcos de referencia de los que surgió, pero eso entraña una contradicción con la ontología liberal de la que depende. En otros términos, Rawls para citar a uno de los hacedores del liberalismo coetáneo, no permite reconstruir el capital moral perdido, solo acrecienta su degradación. Piketty aborda la cuestión mediante una nueva formulación colectivista. La socialdemocracia carece de respuestas desde hace años, más allá de seguir dando vueltas a la era en la que apenas queda grano que trillar. El liberalismo progresista no encara los límites morales del crecimiento, sino que paga sus deudas con déficit y deuda pública, una solución de vida limitada, incluso para Estados Unidos que cuenta con la enorme ventaja de imprimir la divisa global, el dólar. ¿Entonces? Releer a Hirsch en lo económico y a MacIntyre en su filosofía moral, es hoy más necesario que nunca.
Artículo publicado en La Vanguardia
A esta crisis del capitalismo se le añade otra segunda, la crisis ambiental, y de ahí el debate que impera sobre los límites del crecimiento Share on X
1 Comentario. Dejar nuevo
En pocas líneas este artículo plantea de manera extraordinariamente acertada y con excepcional claridad la situación en que nos hallamos. Lo más extraño es que frente a la crisis actual, que no es sino preludio de otra muchísimo mayor, las reacciones sean de una tibieza y de una indecisión desesperantes. Fuera de unos cuantos lamentos, de medidas simbólicas y de declaraciones de buena voluntad, seguimos avanzando hacia el abismo sin cambiar el rumbo. Por una parte, se advierte falta de ideas, agotamiento intelectual, cobardía, incapacidad de hacer frente a una situación que parece superar a todos los actores políticos, sociales, culturales, etc. Por otra, existen criminales egoísmos, tanto económicos como políticos, y una ceguera más generalizada de lo que parece; factores ambos que constituyen un frente de resistencia contra los urgentes y radicales cambios necesarios. Es evidente que el sistema económico que nos ha traído a esta situación no será quien nos saque de ella, sobre todo teniendo en cuenta que desde hace al menos cuatro décadas se ha petrificado en fórmulas dogmáticas que son proclamadas y aplicadas sin fin, aun cuando la realidad se ha cansado de mostrarnos su falsedad: así el capitalismo se parece cada vez más al comunismo marxista, aprisionado en una inercia suicida.
Pero como el artículo muy bien apunta, las raíces del mal son morales. En realidad, los sistemas económicos, políticos y sociales son siempre fenómenos epidérmicos que reflejan la relación entre la dimensión ética y la necesidad natural. Marxismo y capitalismo comparten actitudes dogmáticas que tienden a ignorar la realidad de la naturaleza y a menospreciar el imperio de la moral, así como anular la libertad del individuo. Me refiero a falacias como que unas supuestas «leyes económicas» son un fenómeno natural e inevitable; que la revolución social o el mercado libre, según el caso, son entes inapelables, capaces de superar el curso de la historia y disolver sus conflictos; que no hay más visión válida ni otro camino correcto que el propio.
Es cierto, como afirma el artículo, que durante unas pocas décadas del pasado siglo el capitalismo demostró su superioridad frente a otros sistemas. Pero no debemos olvidar que estamos hablando de una variante prácticamente ya extinta y aplicada entonces sólo en la parte más desarrollada de su ámbito (Europa Occidental, Norteamérica, el llamado Cono Sur, Australia y poco más), mientras que el «tercer mundo» padecía un capitalismo feroz. Tampoco podemos pasar por alto el hecho de que el capitalismo atenuado, de inspiración democristiana o socialdemócrata, fue en buena medida el resultado de la presión producida por la amenaza de una revolución marxista. Y por último, sería un error olvidar que a la actual crisis nos han traído tanto el comunismo como el capitalismo, éste en solitario desde hace tres décadas.
La devastación ecológica es paralela a la devastación moral y cultural. Sin una honda regeneración ética e intelectual todo intento de superar la crisis será vano. Eso es algo sobre lo que, como ningún otro, ha reflexionado hondamente Benedicto XVI y en lo que ha insistido muy sabiamente. Desde luego, esa regeneración es una labor que abarca todos los ámbitos de la vida humana y que por ello requiere una profundidad muy grande. Es necesario definir de modo muy distinto nuestro concepto de la naturaleza y nuestra relación con ella, ni menos ni más que revisar nuestras relaciones con nuestros congéneres de modo colectivo y con nosotros mismos individualmente. Una dificultad añadida es que este proceso no puede realizarse eficazmente a nivel únicamente personal, ni siquiera nacional: si debe ser efectivo, necesita una difusión universal, como lo es la crisis que afrontamos.
¿Tenemos aún la necesaria honestidad y valentía para ello? ¿Poseemos todavía suficiente capacidad de reflexión? ¿Es nuestra voluntad lo bastante fuerte? ¿Estamos dispuestos a asumir los sacrificios necesarios? Y sobre todo ¿nos queda tiempo? Ni la naturaleza atrozmente torturada, ni los estómagos vacíos y las dignidades humilladas pueden darse el lujo de la paciencia…