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La Covid-19, signo de este tiempo (III)

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Continuamos donde lo dejamos en el anterior artículo.

¿Normalidad?, ¿qué normalidad?

  1. Desde el primer momento en que nos vimos afectados por la COVID-19, se multiplicaron las expectativas de un pronto regreso a la “normalidad”. Se entiende que la reacción fuera esa, pero tales expectativas de retorno estaban más fundadas en el deseo que en los datos y pronto nos dimos cuenta de que era más una ilusión que una posibilidad real a corto plazo. Pasados unos meses, sabemos más sobre este coronavirus, pero aún está sin atajar; la segunda oleada se nos ha echado encima como lo hizo la primera, paso a paso, hasta que las cifras de muertos despiertan, otra vez, una alarma social justificada. De acuerdo con lo que nos dicen los expertos, por ahora tenemos cifradas las mayores esperanzas en cuatro frentes: a) en la “domesticación” del virus, es decir, en su pérdida de virulencia, b) en la llamada inmunidad de rebaño, que hace que la propagación sea mínima, c) en la llegada de las vacunas, y d) en tratamientos médicos eficaces. Estas esperanzas nos hacen mantener viva, aunque más apagada, otra esperanza: la de recuperar la “normalidad” previa a al virus.

Verá el lector que las dos veces que he usado la palabra normalidad, la he puesto entre comillas porque, en mi opinión, no hay tal. Que socialmente estamos deseando de volver a la situación anterior a la llegada del virus, sí es verdad, que esa situación sea de normalidad, no es cierto. El estilo de vida contemporáneo de normal no tiene nada. Si, como decíamos en los dos artículos anteriores, por una parte “Dios nos sale al encuentro en cada acontecimiento” (liturgia de Adviento), y por otra, los creyentes nos sabemos en la obligación de interpretar los signos de los tiempos a la luz de la fe, entonces a lo mejor es que con esta pandemia se nos está invitando a abandonar esa “normalidad” que de normal no tiene nada.

A la hora de escribir, soy de los que sienten aversión a citarse a sí mismos en sus escritos, por lo que solo muy excepcionalmente recurro a las autocitas. Pues bien, esta es una de esas ocasiones. Hace años, este mismo medio publicó un artículo mío dividido en dos partes, al que ahora remito al lector: “Sobre lo normal y lo corriente (I) y (II). Siguiendo la misma línea de ese artículo, veo necesario repetir ahora que hablar de “normalidad”, o de “nueva normalidad”, es un lugar común que no se ajusta a lo que estamos viviendo. ¿Normalidad?, ¿qué normalidad? Si cuando se dice que hay que hacer todo lo posible para volver a la normalidad, lo que se está pidiendo es superar la enfermedad, entonces sí está bien planteado. Pero si lo que estamos añorando es un estilo de vida vendido a todo tipo de corrupción, entonces deberíamos alegrarnos de no poder recuperar esa “normalidad”.

La enfermedad hay que pararla, por supuesto que sí, y cuanto antes, pero no nos engañemos: a lo que había antes de la COVID-19 no se le puede llamar normalidad, y no caigamos además en la ingenuidad de pensar que volveremos a lo mismo que teníamos porque el tsunami socioeconómico aún no ha hecho notar su verdadera dimensión. Que nuestra sociedad suspira por retomar el estilo de vida anterior al virus, es algo que ha evidenciado el desconfinamiento, pero los deseos de esa vuelta no proceden de la pérdida de ninguna normalidad, sino de que la pandemia ha venido a quitarnos muchos de nuestros chupetes. Queremos volver a lo perdido como el adicto vuelve una y otra vez al tóxico que lo está hundiendo, o por refrendarlo con una cita bíblica, “como el perro vuelve a su propio vómito” (II Pe 2, 22).

  1. Si fuera cierto que con esta pandemia se nos está haciendo una llamada a abandonar esa falsa “normalidad”, lo que corresponde ahora es tratar de entender hacia dónde se dirige esa llamada, a qué puntos concretos debemos atender para rectificar. En mi opinión, un camino acertado es a través de los efectos, viendo qué sectores de nuestra vida son los que se están viendo más afectados. Descubrir las causas por los efectos es el esquema lógico y el más empleado por la inteligencia humana desde que el hombre pisa la tierra. Es cierto que la COVID-19 nos ha tocado prácticamente en todo lo que hacemos, pero no en todo por igual; si el área afectada por el virus hubiera sido, por ejemplo, la lectura, habría que investigar todo lo que tuviera que ver con la lectura. Del mismo modo si hubiera sido la alimentación, la producción de energía eléctrica o cualquier otro apartado de nuestra actividad.

Partiendo de este principio, parece claro que las dos grandes áreas que más ha trastocado la pandemia son la movilidad y los contactos. Pues habrá que revisar la movilidad y los contactos. Si en lugar de haber vuelto -en muchos casos con frenesí- a las mismas costumbres en esas dos grandes áreas, hubiéramos replanteado nuestras costumbres en estos campos, es seguro que habríamos corrido mejor suerte que la estamos sufriendo en estos días de nuevo repunte de contagios y de muertes.

Movilidad y movimiento

  1. Digamos ahora algo sobre la movilidad y el movimiento.

El hombre es un ser dual en muchos aspectos (cuerpo y alma, hombre y mujer, razón y sentimientos, sueño y vigilia, actividad y reposo, etc.). Tal es el ser, tal el obrar. Aquí está la raíz para entender que todo, absolutamente todo lo que procede de la invención humana viene marcado con el sello de la dualidad. Hago este preámbulo porque, según mi entender, la reflexión y el análisis sobre un aspecto cualquiera del hacer humano, conviene hacerlos a la luz de su par complementario. El punto que nos ocupa, que es la movilidad, ha de considerarse, por tanto, teniendo en cuenta su par, que es la quietud. La pregunta consiguiente es esta: Si la COVID-19 nos obliga a restringir la movilidad, ¿no se nos estará haciendo una llamada a movernos menos?, ¿no será, tal vez, que nos sobra movilidad y nos falta quietud?, ¿no deberíamos tener un estilo de vida menos movido?, junto a la movilidad necesaria, ¿no habrá mucha otra totalmente innecesaria?

El desarrollo de la actividad humana exige el movimiento, pero no las prisas y menos aún el frenesí, los cuales también tienen su sitio en la vida, pero para momentos puntuales y en dosis muy pequeñas, como ocurre con la sal en la cocina. La vida humana es dinámica, claro que sí, pero de manera equilibrada; dinamismo no equivale a movimiento incesante y menos aún a movimiento acelerado. Creo que no exagero si digo que en el continuo movilidad-quietud, en general padecemos de un grave desequilibrio por exceso de movimiento y falta de reposo, que suele ir acompañado de falta de atención, serenidad y esmero en lo que hacemos.

Pero no solo es la movilidad física basada en el desplazamiento; a esta movilidad hay que añadir otra movilidad que no es cambio de lugar, sino de actividad. Se trata del concepto de movimiento tal como lo entendía la filosofía clásica, como devenir, como paso de un estado a otro. Es un tipo de movimiento que no se identifica con el traslado, pero no es ajeno a él, antes bien, ambos están estrechamente relacionados, por eso los dos vienen significados por la misma palabra, ‘movimiento’. El primero es movimiento físico, el segundo psicológico. Pues también este movimiento amenaza nuestro sosiego, y con más peligro aún que el de desplazamiento.

De entre los muchos ejemplos que podríamos citar sobre ese tipo de movilidad, me parece especialmente interesante el de la hiperactividad infantil.

Desde hace años venimos padeciendo en los hogares y en las aulas el síndrome de hiperactividad infantil, habitualmente conocido por sus siglas, TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad). Preguntémonos: ¿Qué les pasa a los niños del siglo XXI?, ¿ha cambiado su naturaleza? No. No tenemos ningún dato que nos permita afirmarlo. Nuestra naturaleza es la misma que la de hace doscientos o dos mil años, lo que no es lo mismo, ni se le parece, es el medio en el que les toca vivir a los niños, bajo una presión que les envuelve y ahoga. Los niños de hoy se ven apremiados por todas partes, hiperestimulados, sobrecargados de actividades y desplazamientos.

Alguien podría preguntarse qué hay de malo en ello. En tal caso hay que responder que el reposo es necesario, mejor dicho, imprescindible, para la madurez. Sin tiempo de reposo no hay asimilación y sin asimilación no hay bases firmes sobre las que construir personas hechas. Sin el necesario reposo todo queda en la superficie de la persona, la cual no va más allá de la sensibilidad (rasgo muy interesante pero de corto alcance). Con unas condiciones así no hay quien madure adecuadamente. A base de superficialidad no se madura, hace falta profundizar, según se pueda. Todos los procesos de maduración son lentos y algunos muy lentos, como es el caso de persona humana. Rectifico, nos parecen lentos porque estamos metidos en prisas, pero en realidad el ritmo de maduración es el que tiene que ser, y conviene no forzarlo. Si nos parecen lentos es precisamente por nuestras prisas, y las prisas ni entienden ni soportan eso que llamamos lentitud y que no es otra cosa sino el desenvolvimiento normal de la naturaleza.

Los niños necesitan tiempo para asimilar sus múltiples aprendizajes, para descubrir el mundo, para contemplar esos aspectos de la realidad que ejercen sobre toda alma infantil una imantación poderosa, para escuchar esas llamadas y archivarlas, para sacar conclusiones e ir haciendo sus tanteos de libertad. Paso a paso, ayudados por sus mayores. Ellos lo necesitan, y nosotros, los adultos, también porque la maduración es tarea continua, para toda la vida. Todo lo cual se torna imposible dejándonos arrastrar por la vorágine que nosotros mismos nos hemos dado.

Una vorágine, reconozcámoslo, que nos llena de regusto y cuyo frenazo se nos hace doloroso, tanto que estamos deseando volver a ella.

No hacen falta diagnósticos clínicos (que también existen), basta mirar las agendas, las suyas y las nuestras. Digo más, en el caso de los niños, basta con caer en la cuenta de que necesitan agendas. ¿Desde cuándo a un niño le hace falta una agenda?, ¿por qué tiene que tenerla?, ¿quién lo ha dicho? Nuestros niños y jóvenes padecen de hiperactividad, ciertamente, pero no distinta de la que padecemos los mayores, la suya es un calco de la nuestra. Su hiperactividad no es sino una copia infantil de la hiperactividad de los adultos, a los cuales esa misma hiperactividad les ha obligado a tener a los pequeños muy ocupados ya que ellos no pueden hacerse cargo de su cuidado.

Estamos instalados en una espiral de prisas que nos envuelve por todas partes y nos afecta a todos. No hace falta ser demasiado observador para darse cuenta de que vivimos roídos por el ajetreo y, en consecuencia, por la superficialidad. ¿Cómo vamos a profundizar en nada?, ¿cómo vamos a saborear sin detenernos?, ¿cómo vamos a disfrutar de aquellas cosas que solo pueden gustarse contemplándolas? ¿Cómo vamos a establecer relaciones profundas, duraderas, sin tiempo para la reflexión, para la contemplación? Quien no le saca ningún partido a la contemplación se pierde lo más jugoso de la vida. Lo más jugoso de la vida no es la multiplicidad de actividades, que tanto encandila a tantos contemporáneos. López Quintás lo ha venido explicando durante años, contraponiendo los conceptos de vértigo y éxtasis. El estilo de vida vertiginoso sobrevuela por encima de todo sin profundizar en nada, por eso con ese estilo no se puede sacar el jugo que la realidad contiene, disponible para quien quiera sacarlo; frente a él está el estilo de vida extático, contemplativo, cuyos frutos son justamente los contrarios.

Tal como yo lo veo, la COVID-19 nos está dando un serio toque de atención en este campo de la movilidad y el movimiento. Cosa nuestra es rectificar como corresponde o hacer oídos sordos; serenar este tráfago físico-psicológico que nos hemos dado, o, por el contrario, esperar nerviosos a vacunas, también apresuradas, y seguir pisando el acelerador para ir a ningún sitio.

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