En estos días de Pascua se hace especialmente apropiado meditar y contemplar las apariciones de Jesucristo una vez resucitado. San Ignacio, en sus famosos Ejercicios espirituales (EE), recomienda dedicar la cuarta etapa (cuarta semana, cuando se hace el mes de Ejercicios) a meditar las apariciones haciendo una composición de lugar, contemplando la escena (viendo las personas y lo que hacen, “escuchando” lo que dicen, y en ello sacando algún provecho), y finalizando con un coloquio o varios (uno con el Padre, otro con el Hijo, otro con la Virgen).
Para dicha contemplación, San Ignacio sugiere ir una por una por las 13 apariciones del Resucitado (cfr. EE 299 a 311), a saber: una hipotética y razonable (aunque no reflejada en la Escritura) aparición a la Virgen, las once apariciones de las que da noticia la Escritura, y la aparición a San Pablo de la que el apóstol de las gentes da testimonio en la primera carta a los Corintios (15, 8).
De varias de dichas apariciones, tenemos un generoso relato en algún pasaje del Evangelio, como ocurre por ejemplo con las apariciones a los apóstoles en el Cenáculo (con y sin Santo Tomás), la aparición a los dos discípulos que iban camino de Emaús (Lc 24, 13-35), o la aparición al grupo de apóstoles que habían salido a pescar en el mar de Galilea (Jn 21).
De otras, apenas tenemos noticia. Por ejemplo, la aparición a San Pedro por separado (Lc 24, 34), sobre la cual San Ignacio hace un esfuerzo de imaginación, suponiendo que Simón se retiró a meditar tras ver el sepulcro vacío y entonces se le apareció el Señor (EE 302).
Entre estas de las que no tenemos noticia, San Pablo da cuenta de que el Señor “se apareció a Santiago” (1 Cor 15,7). De dicha aparición no dicen nada más las Escrituras, y apenas hay investigación alguna que nos la pueda explicar mejor. En la múltiple literatura de Ejercicios de San Ignacio, apenas hay tampoco ideas para meditar esta aparición, pues toda la atención se suele centrar en las grandes apariciones relatadas en los evangelios. Para sacar algún provecho de la aparición a Santiago, por tanto, debemos reflexionar un poco al hilo de los acontecimientos para, como hace San Ignacio con la aparición a Pedro, discurrir como pudo ser.
Para ello debemos hacer una aclaración previa: el Santiago al que se refiere San Pablo parece ser Santiago “el menor”, pues es a este a quien más conoció San Pablo (quien le destaca como columna de la Iglesia de Jerusalem junto a Pedro y Juan -Ga 2,9-). Recordemos que Santiago “el mayor” había sido mandado asesinar por Herodes con anterioridad (Hch 12,2).
Lo primero que podríamos hacer es, siguiendo el modo ignaciano, una composición de lugar.
Hay que tener en cuenta que el Señor dijo a los apóstoles que fuesen a Galilea (Mt 28, 7). En Galilea se produce la aparición a los que fueron a pescar en un playita junto al Lago Tiberiades. Hemos de valorar que, tras el almuerzo en dicha playita, por los aledaños es por donde Jesucristo habla largamente con Pedro, procurando cerrar la herida de las negaciones con las tres preguntas que permiten a Pedro reafirmar su amor (Jn 21, 15-23). San Ignacio, en su famoso ejercicio de “las dos banderas”, sugiere imaginar a Jesucristo en un lugar “humilde, hermoso y gracioso” (EE 144). El Jesuita contemporáneo Luis María Mendizábal, comentando la aparición de Tiberíades, dice que aquella playita de Galilea es típico lugar “humilde, hermoso y gracioso” (Los misterios de la vida de Cristo, BAC, 2016, pág. 376). La aparición a Santiago, podemos situarla perfectamente en Galilea, en un lugar así de maravilloso. Un lugar sencillo que recuerda el primer amor, la primera conversión. También podríamos situarlo en los aledaños de Jerusalem, toda vez que San Pablo sugiere que la aparición a Santiago fue antes de la Ascensión (que tuvo lugar en el Monte de los Olivos). Ello nos permite imaginar un paseo desde la ciudad santa hacia el Monte, o por el propio Monte…
Junto a esto, podríamos fijarnos en quien era Santiago.
Es presentado (Ga 1,19) como “el hermano del Señor”. De los evangelios se deduce que era el hijo de Alfeo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13) y de María de Cleofás, y hermano de José. José fue candidato a sustituir a Judas entre los doce (cfr. Hch 1, 15-26). Una elección en la que solo entraban “los hombres que nos han acompañado todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros” (Hch, 1,21). Ello nos permite concluir que Santiago era de esos de “todo el tiempo”. El historiador palestino Hegesipo dice que Cleofás era hermano de san José y padre de Judas Tadeo y de Simón. La identificación de Alfeo con Cleofás llevó a algunos exegetas a considerar a María de Cleofás cuñada de la Virgen María, y madre de tres apóstoles y de José.
De modo que Santiago (hermano o no de Simón y Tadeo) parece que era primo del Señor (fuese su madre cuñada o prima de la Virgen María). Seguramente convivieron durante la vida oculta. Esto puede dar pie a imaginar la honda amistad de primos que podría existir entre ellos…Se les puede imaginar por los campos de Galilea, o incluso bajando al Mar de Tiberiades, además de colaborando en el trabajo manual, o pasando el día en Séforis de trabajo o de ocio…
Más adelante, Jesús le elige como uno de los doce. Uno de los doce que le causó bastante menos problemas que otros: no era publicano como Mateo, no era Zelota como Simón, no tenía el carácter de los hijos del trueno, ni las dudas de Tomás, ni las de Felipe, ni pasó por momentos tan complicados como los de Pedro. No obstante, Jesús no le elige entre los tres predilectos (puesto que reserva para Santiago “el Mayor”, que luego fue el primer gran misionero y el primer mártir entre los apóstoles).
Pasada la muerte y la Resurrección, Santiago aparece como uno de los puntales de la Iglesia de Jerusalem, de la que llegó a ser Obispo, teniendo un papel destacado en el Concilio de Jerusalem (Hch 12, 17; 15, 13-21; 21, 18).
Santiago es también el autor de una de las cartas del Nuevo Testamento, de la cual el Papa Benedicto XVI hacía este resumen:
“Entre otras cosas, nos invita a la constancia en las pruebas aceptadas con alegría y a la oración confiada para obtener de Dios el don de la sabiduría, gracias a la cual logramos comprender que los auténticos valores de la vida no están en las riquezas transitorias, sino más bien en saber compartir nuestros bienes con los pobres y los necesitados (cf. St 1, 27).
Así, la carta de Santiago nos muestra un cristianismo muy concreto y práctico. La fe debe realizarse en la vida, sobre todo en el amor al prójimo y de modo especial en el compromiso en favor de los pobres. Sobre este telón de fondo se debe leer también la famosa frase: «Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (St 2, 26).
A veces esta declaración de Santiago se ha contrapuesto a las afirmaciones de san Pablo, según el cual somos justificados por Dios no en virtud de nuestras obras, sino gracias a nuestra fe (cf. Ga 2, 16; Rm 3, 28). Con todo, las dos frases, aparentemente contradictorias con sus diversas perspectivas, en realidad, si se interpretan bien, se completan. San Pablo se opone al orgullo del hombre que piensa que no necesita del amor de Dios que nos previene, se opone al orgullo de la autojustificación sin la gracia dada simplemente y que no se merece. Santiago, en cambio, habla de las obras como fruto normal de la fe: «Todo árbol bueno da frutos buenos» (Mt 7, 17). Y Santiago lo repite y nos lo dice a nosotros.
Por último, la carta de Santiago nos exhorta a abandonarnos en las manos de Dios en todo lo que hagamos, pronunciando siempre las palabras: «Si el Señor quiere» (St 4, 15). Así, nos enseña a no tener la presunción de planificar nuestra vida de modo autónomo e interesado, sino a dejar espacio a la inescrutable voluntad de Dios, que conoce cuál es nuestro verdadero bien. De este modo Santiago es un maestro de vida siempre actual para cada uno de nosotros”.
Parando en el papel de Santiago en la vida oculta, durante la vida pública y durante los primeros años de la Iglesia, es comprensible la delicadeza del Señor de aparecerse separadamente a él, como modo de darle la preparación definitiva para la difícil etapa que inició, pero también como despedida entre compañeros de toda una vida.
Valorando todas estas cosas, imaginando el lugar de la escena, podemos también intuir el coloquio que Santiago y Jesucristo tendrían, y con ello tener cada uno un coloquio de amigo con Cristo viendo también cual ha sido nuestra historia con Él, descubriendo su cercanía y delicadeza, y logrando seguramente con ello el consuelo necesario para la misión a la que cada uno haya de acudir…
Es comprensible la delicadeza del Señor de aparecerse separadamente a Santiago como modo de darle la preparación definitiva para la difícil etapa que inició, pero también como despedida entre compañeros de toda una vida. Share on X