En una reciente entrevista con Mater Mundi, titulada «Un mundo sin Dios es un mundo contra el hombre» el arzobispo Jesús Sanz Montes compartió su profunda y cautivadora historia vocacional, una trayectoria marcada por momentos de adversidad, confianza en Dios y una constante respuesta a la llamada divina.
Nacido en Madrid y siendo el mayor de ocho hermanos, el arzobispo rememoró su infancia en la parroquia de San Jerónimo el Real, donde comenzó su caminar en la fe y su primera experiencia de contacto con la vocación sacerdotal.
Con tan solo siete años, mientras asistía a unas colonias de verano en Noja, Santander, quedó profundamente impresionado por el testimonio de un sacerdote y varios seminaristas. «Yo dije: quiero ser como ellos. No sabía muy bien a qué se dedicaban con conocimiento específico, pero me transmitían una alegría y una esperanza que yo también quería tener», relata.
Un camino marcado por obstáculos y decisiones
A pesar de su temprana decisión de querer ingresar al seminario, su familia inicialmente no estuvo de acuerdo. Su madre lloró de alegría al escuchar su deseo, pero su padre le exigió que primero completara una carrera profesional. Obligado a posponer sus sueños, Jesús Sanz estudió economía, derecho mercantil, y trabajó en el sector financiero. Sin embargo, aunque había logrado estabilidad personal y profesional, algo en su corazón seguía sin resolverse. «Dios te toca el corazón para decir: tienes algo sin resolver», confesó.
Inspirado por el poema de Rilke sobre amar las preguntas, Sanz empezó a enfrentar esa vieja inquietud que había quedado en su interior. Dejó atrás su prometedora carrera y se adentró en el seminario, iniciando un nuevo capítulo de su vida.
Afianzar la vocación
Durante su formación sacerdotal, atravesó una crisis vocacional. Fue en una experiencia en una leprosería franciscana donde encontró la clave para reafirmar su camino. Allí, al enfrentarse al sufrimiento humano y al testimonio de los frailes, descubrió lo que él describe como «el secreto»: la total entrega al Señor que sustenta y guía a quienes se consagran a Él. Esta experiencia lo llevó no solo a confirmar su vocación sacerdotal, sino también a abrazar el carisma franciscano.
Cuando parecía haber encontrado su lugar en la enseñanza universitaria como teólogo, un inesperado giro lo llevó a convertirse en obispo. El papa San Juan Pablo II lo nombró obispo de Huesca y Jaca, y más tarde, arzobispo de Oviedo. En su misión episcopal, eligió el lema «Christus omnia in omnibu» («Cristo es todo en todas las cosas»), inspirado en San Pablo y San Francisco de Asís, una expresión que refleja la centralidad de Cristo en su vida y ministerio.
La misión, una vocación permanente
Para el arzobispo, la misión no es un acto extraordinario limitado a un espacio geográfico exótico, sino un llamado constante en cualquier lugar y circunstancia. Como misionero en África y México, destacó que la misión implica ser un portavoz de la Palabra de Dios, un canal de gracia para los demás y, al mismo tiempo, un aprendiz humilde de las enseñanzas que otros tienen para ofrecer. «El misionero es portador y portavoz de una palabra escuchada y de una gracia recibida», enfatiza.
El compromiso del arzobispo trasciende lo personal. Él aboga por una palabra valiente y comprometida que defienda la dignidad humana, la vida en todas sus etapas, la familia como núcleo esencial y la educación como un proceso integral que respeta la vocación de cada individuo.
Es incómodo decir la verdad, pero esa verdad nos hace libres» afirma.
Además Sanz Montes destacó el papel de la Virgen María en su vida espiritual. Como madre al pie de la cruz, María guía y cuida a cada cristiano en su camino hacia la santidad. «Aunque yo a veces sea un torpe hijo, nunca seré un huérfano», reconoce con profunda devoción.
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