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Jesús nace en una cueva y el cristianismo en catacumbas

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Decía el escritor inglés G.K. Chesterton que la Navidad es el misterio “donde los extremos se tocan” (El hombre eterno, Cristiandad, Madrid 2011, p. 223). Y es que en este acontecimiento vemos cómo una cueva recibe en su seno al mismo Cielo, unos pastores encuentran en un establo su vocación de ovejas y reconocen la voz de su Pastor, un orgulloso rey se ve amenazado por el nacimiento de un recién nacido que no tenía dónde caer muerto, un Niño que es Padre Sempiterno (Is 9,5) y una Madre que es Virgen, etcétera.

La Navidad es quizás uno de los misterios que mejor dejan ver el contraste que siempre ha existido entre el Cristianismo y el mundo, y, al mismo tiempo, la semejanza que hay entre la vida de Jesús y la de su Iglesia.

Sin embargo, el contraste más singular viene dramatizado por aquel primer concierto de la historia protagonizado por voces angélicas reales (“y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial”), y que iba dirigido a un auditorio no menos sorpresivo: un grupo de pobres pastores ignorantes, seguramente sucios y más de alguno desdentado. Sin embargo, no es el público escogido para esta escena el elemento más desconcertante, sino el mensaje que traían estos singulares emisarios: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace» (Lc 2,14).

Curiosamente la primera Navidad estuvo lejos de traer paz a la tierra, al menos no la paz según el mundo.

Cristo hace “temblar” desde su cueva la fortaleza de Herodes el Grande, quien sintió aquel terremoto bajo sus pies y se bamboleó con su frágil palacio.

Y mientras el Mesías nació en una cueva, el cristianismo nació en las catacumbas; y de la misma manera, en su pequeñez e insignificancia, hizo temblar la ostentosa residencia de los emperadores romanos y todo el edificio sobre el que estaba construido el paganismo.

Tanto Jesús como sus seguidores fueron aborrecidos desde el inicio porque de forma pacífica y casi desapercibida declararon la guerra al Príncipe de este mundo, encabezando una auténtica revolución contra la imposición de su “moda” a lo largo de toda la historia: el pecado.

Y es que el Cristianismo comprendió desde un inicio que proclamar la paz implica ante todo no olvidar por qué hubo una vez una guerra en el cielo: «Miguel y sus Ángeles combatieron contra el Dragón y sus Ángeles, […] y no hubo ya en el cielo lugar para ellos» (Ap 12,7-8).

Los humildes pescadores, primeros seguidores del Nazareno, que a más de un sumo sacerdote y de un emperador romano provocaron serias jaquecas, comprendieron perfectamente cuál fue la paz que emanó de aquel establo en Belén y lo expresaron así desde la primera vez que el mundo quiso ahogar su voz: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).

En pleno siglo XXI, el cristianismo sigue siendo intolerable precisamente porque es intolerante, intolerante con la “moda” del Tirano del mundo y al mismo tiempo, porque sigue afirmando algo tan complejo para la gnóstica lógica de este siglo: «la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad en búsqueda de la paz verdadera. “¡Él mismo será la paz!”» (Benedicto XVI, Ángelus, 20.12.2009).

Hoy la Navidad corre el peligro de desaparecer bajo el patético nombre de “fiestas de invierno”, que no es otra cosa que un monumento al consumismo y al absurdo de celebrar quién sabe qué y felicitar por quién sabe qué, amparado en la mal entendida laicidad y a-confesionalidad del estado.

Es curioso que se considere una “ofensa” poner un Nacimiento en un lugar público. En algunos países es chocante ver la obsesión de algunos gobiernos contra los signos cristianos. Basta recordar la batalla que en su momento muchos políticos emprendieron contra el crucifijo; o por mencionar un hecho más reciente, las reacciones de la izquierda española ante la felicitación navideña que el Congreso de los Diputados publicó utilizando para ello un motivo religioso (cf. ABC 11.12.2012).

Con ello queda claro que es importante aclarar a los progresistas que la Navidad es y será siempre una fiesta religiosa, y que una Navidady una felicitación navideña sin religión es una contradicción.

Sin este misterio del Dios hecho hombre en una cueva, el cristianismo fácilmente olvidaría sus mismos orígenes: una cueva y unas catacumbas desde donde se inició la mayor de las revoluciones que ha conocido la historia humana: la revolución del Amor.

Fue en la Navidad donde el cristianismo comenzó a defender la vida desde su concepción hasta su final natural, pues Dios mismo quiso ser un embrión antes de nacer. Desde aquella cavidad en la roca, los seguidores del Dios acogido por un matrimonio, se hicieron protectores acérrimos de la familia y del derecho de los niños a tener un padre y una madre que los eduquen, y no un “progenitor A” y un “progenitor B”.

Si el cristianismo fuera una simple fábula, sería ridículo que el tetrarca Herodes, los emperadores romanos y cuanto progresista hay en nuestro tiempo le den tanta importancia y se le opongan tan beligerantemente. Y es que la Navidad está lejos de ser un mito y el cristianismo lejos de ser una invención. De esto se percatan sus mismos antagonistas.

Es por eso que necesitamos más cristianos que estén a la altura del misterio que confiesan, a la altura de aquellos pastores que escucharon y fueron corriendo a Belén. De nada sirven aquellos que han pasado de afirmar con determinación “yo creo”, a musitar tímidamente un “yo pienso” y finalizar en un “yo opino”. Precisamos de los que mantienen en sus corazones viva la fe, viva la Navidad, vivo este misterio de amor de un Niño Dios que lejos de ser un cuento de hadas es, nada más y nada menos, que el Verbo encarnado, el Hijo de Dios vivo.

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