La gestión de la crisis del coronavirus no es fácil. Todo lo contrario. No quisiera por ello que mi reflexión se considere una crítica a la misma.
Sí que he de decir que el principal problema que España tiene, igual que otros países, es haber olvidado a Keynes sobre la imperiosa necesidad de “hacer caja” en épocas de bonanza. Era difícil, lo sé. Pero el despilfarro, el gasto político y superfluo, las duplicidades, y la falta de austeridad están ahí; problema al que hay que añadir la falta de estrategia como país a medio y largo plazo debido al empeño de la mayoría de nuestros políticos en centrarse en los réditos electorales a corto plazo, olvidándose de la crítica situación de España: endeudamiento cercano al PIB y déficit estructural. No es pues de extrañar el viento huracanado que sopla en Europa sin olvidar que Occidente ha subestimado los inicios del COVID-19 obviando tomar medidas preventivas, como las de Corea del Sur, reaccionando tarde en la adopción de medidas sanitarias.
Para tranquilizarnos de la magnitud de la tragedia, se nos repite que el Estado se hará cargo de todo sin decirnos que el Estado somos todos y que, por tanto, ante la falta de “dinero en la hucha” del Estado, el coste de la mayoría de las ayudas las vamos a soportar quienes lo soportamos todo: los sufridos contribuyentes de siempre. Esta es la realidad. No hay otra. Si la hucha de nuestro gestor está “vacía”, serán una vez más las nuestras las que se vaciarán todavía más. Las nuestras, o las de nuestros hijos, nietos y biznietos. Dependerá del coste de las ayudas, del apoyo de la Unión Europea, cuyos créditos hay que devolver, y de la riqueza que el sector privado sea capaz de generar. Sea como fuere, es imprescindible proteger al sector privado que es quien crea riqueza y quien, en definitiva, financia al sector público. Vaya, que, sin sector privado, no hay sector público posible.
En este contexto, es necesario priorizar las ayudas que representen el menor coste para el Estado, es decir, para todos nosotros; ayudas entre las que hay que distinguir las que son a corto plazo, y las que son a medio plazo.
Centrándonos en las primeras, la más urgente y necesaria es que fluya de verdad la liquidez, cosa que hasta hoy no ocurre. Con liquidez se pueden pagar alquileres, hipotecas, sueldos, luz, teléfono, y un largo etcétera. Sin liquidez, es imposible. Se trata, además, de una medida sin coste, ya que mientras que el de una renta mínima hay que sufragarlo con impuestos, garantizar la liquidez evita medidas que sí lo tienen. Es pues urgente que la liquidez fluya; que llegue a las huchas de los empresarios y autónomos y que de la de estos se ingrese en la de otros evitando que la economía se frene; se colapse. Se trata de liquidez para afrontar los pagos previstos y que por la excepcionalidad del momento no se han podido afrontar.
Liquidez que es también imprescindible a medio plazo para oxigenar las empresas y propiciar su recuperación. Tesorería, obviamente, vinculada al impacto del COVID y no a situaciones anteriores y cuyo principal destinatario han de ser las empresas peor capitalizadas o que más la necesiten. De ahí, precisamente, el aval del Estado. Precisamente, digo, porque es este tipo de empresas, y no otras, las que tienen problemas de acceso al crédito. Estas, y no otras, son las que requieren el aval del Estado y la asunción de riesgo por las entidades de crédito. En este sentido, es responsabilidad de estas últimas priorizar adecuadamente las ayudas que, como las UCI, son urgentes, y que la burocracia está ralentizando con el riesgo de que el enfermo fallezca.
Liquidez es también un aplazamiento generalizado y sin condiciones de los impuestos; aplazamiento que es un gesto de compromiso. Una demostración de que “nadie se quedará atrás”. Y liquidez, también, es la materialización inmediata de los denominados créditos fiscales.
Pero a medio plazo hay que prever igualmente la posible morosidad por incumplimientos puntuales en la devolución de los créditos concedidos y el mayor número de casos de vulnerabilidad, situaciones, ambas, que tienen un coste para el Estado; para nosotros. En este sentido, hay que valorar un impuesto extraordinario en tres posibles ámbitos. El primero, la banca. Si en su día todos contribuimos a rescatarla, ha llegado el momento de que aquella retorne la ayuda a través de un impuesto especial. El segundo, un tributo extraordinario y único sobre los grandes patrimonios, básicamente, inmobiliarios y financieros, y no empresariales. Y un tercer impuesto, también extraordinario y único, para los contribuyentes que superen cierto nivel de renta, tributo, este, que Italia tiene ya en estudio; impuestos cuyo destino es sufragar el coste de la morosidad y de una renta mínima, temporal y extraordinaria, para los supuestos de vulnerabilidad social; medidas que se han de acompañar con un adelgazamiento o ajuste eficiente de la estructura de la Administración (esto es, de Ayuntamientos, Diputaciones, CCAA, y un largo etcétera), de una revisión exhaustiva de la eficiencia y eficacia del gasto sin menoscabo del Estado de Bienestar, de una necesaria reforma del Sector Público en el que desaparezca el trato privilegiado y falto de equidad de uno respecto al otro, y de una necesaria y urgente colaboración sector privado-sector público. Estas son, en definitiva, algunas recetas para asumir con equidad y eficiencia el impacto del COVID y que requieren, sobre todo, un amplio consenso social y político.
Para tranquilizarnos de la magnitud de la tragedia, se nos repite que el Estado se hará cargo de todo sin decirnos que el Estado somos todos Share on X