Hablar de imaginación puede parecer, para algunos, un acto de nostalgia. Sin embargo, hoy en día, lejos de ser un lujo ocioso, la imaginación es y será la puerta hacia lo trascendente, la herramienta que nos permita ver lo invisible y percibir lo inaudible.
Y en las primeras edades de la vida, cuando el mundo está recién estrenado, moldear la imaginación se convierte en un acto de profunda trascendencia.
Porque, si bien es cierto que todos nacemos con una capacidad inherente para imaginar, esta necesita ser cultivada, alimentada y guiada hacia aquello que trasciende lo inmediato.
Imaginación: el arte de mirar hacia afuera y hacia adentro
¿Cómo se forma la imaginación?
Aquí es donde comienza la travesía, una aventura que discurre en dos direcciones: hacia afuera, absorbiendo el mundo a través de los sentidos, y hacia adentro, reorganizando y transformando esas percepciones en un paisaje interior.
En los niños, esta dualidad es crucial: cada experiencia sensorial, cada textura palpada, cada cielo estrellado observado, se convierte una información valiosísima para construir su universo interno.
Un paseo por un bosque, por ejemplo, no es solo un momento de recreo, sino una oportunidad para grabar en la memoria la majestuosidad de los árboles, el crujido de las hojas bajo los pies y el sonido casi imperceptible del viento entre las ramas.
Estas experiencias, aparentemente triviales, son la materia prima con la que los pequeños arquitectos de la imaginación levantarán sus propias obras de artes internas.
Sin embargo, esta acumulación de estímulos no es suficiente por sí sola. Es en el acto de reflexionar, de mirar hacia adentro, donde la imaginación se convierte en algo más que un espejo que refleja el mundo externo; se transforma en un prisma que lo refracta, lo colorea, lo amplifica.
Santo Tomás de Aquino nos recuerda que la imaginación no es solo un instrumento creativo, sino una facultad intelectual que reorganiza las imágenes sensoriales para generar ideas nuevas, conexiones inesperadas, símbolos cargados de significado.
Cuando un niño ve una montaña y luego escucha hablar de una «montaña de oro», la imaginación le permite fusionar ambas realidades, una visible y otra invisible.
Y esta capacidad, que parece un juego de niños, es en realidad la base de toda comprensión espiritual.
La imaginación como puente hacia lo trascendente
La conexión entre la imaginación y la trascendencia es particularmente evidente en el lenguaje simbólico de la fe cristiana.
Los Salmos y las parábolas están impregnados de imágenes extraídas del mundo natural: los ríos baten palmas, los montes gritan de alegría, los valles cantan, las ovejas que reconocen la voz de su pastor…
Sin una imaginación bien formada, estas imágenes pueden quedarse atrapadas en su literalidad, incapaces de elevarnos hacia el misterio que apuntan.
Es aquí donde la formación temprana de la imaginación cobra un peso específico en la evangelización.
Un niño que ha jugado por el monte de su pueblo, un adolescente que ha observado las estrellas por la noche o contemplado la belleza de un valle nevado comprenderá con mayor profundidad la promesa de Cristo.
En cambio, una imaginación empobrecida por la falta de contacto con la naturaleza o saturada por vídeo juegos, pantallas, por imágenes artificiales tendrá dificultades para captar la riqueza de este lenguaje simbólico.
Naturaleza, contemplación y evangelización: un trinomio indivisible
Las experiencias en la naturaleza no solo alimentan la imaginación, sino que la preparan para comprender los sacramentos.
Y es que los sacramentos, en su esencia, son signos visibles de realidades invisibles, puertas que nos abren al cielo mientras permanecemos con los pies en la tierra.
La Eucaristía, por ejemplo, no puede ser plenamente entendida si no se ha experimentado antes el trigo que crece, el pan que se amasa, el vino que se fermenta.
Sin embargo, en nuestro mundo contemporáneo, estas conexiones se han debilitado.
La secularización ha reducido los símbolos naturales a meros objetos decorativos, y el kitsch religioso, como advertía Roger Scruton, ha convertido lo sagrado en algo superficial y vacío.
Recuperar el simbolismo natural es, por tanto, una tarea urgente para la Evangelización. Y este esfuerzo comienza en la infancia, animando a los niños a explorar, a maravillarse, a contemplar.
Pero, ¿Qué significa contemplar en una época donde cada instante parece devorado por el ruido, las prisas y la tecnología? Contemplar es detenerse, escuchar, mirar más allá de lo evidente. Es recuperar nuestras almas en un mundo que parece haberlas olvidado.
Y esta capacidad de contemplación, cultivada desde edades tempranas, no solo forma la imaginación, sino que también la orienta hacia lo trascendente, hacia el Dios que nos habla a través de la belleza de su creación.
De la imaginación al compromiso evangelizador
Formar la imaginación de los niños no es un acto meramente estético o pedagógico; es un acto profundamente evangelizador.
Porque una imaginación bien formada no solo es capaz de comprender el simbolismo cristiano, sino también de comunicarlo. Un niño que crece asombrándose con la belleza del mundo será un adulto que podrá transmitir ese asombro a los demás, convirtiéndose en un vehículo entre lo natural y lo sobrenatural.
En última instancia, la imaginación no es un fin en sí misma, sino un medio para ver el mundo como lo ve Dios: lleno de sentido, de propósito, de gloria.
Y en esta visión radica la esencia de la evangelización: invitar a otros a contemplar esa realidad invisible que late detrás de lo visible, a descubrir en las cosas pequeñas una chispa de lo eterno.
Que así como los niños se maravillan ante los colores del arcoíris, nosotros podamos asombrarnos ante las maravillas que Dios obra en nuestra vida, llevándonos a proclamar: «Gloria a aquel cuyo poder, obrando en nosotros, puede hacer infinitamente más de lo que podemos pedir o imaginar» (Ef 3,20).