“Haced lo que él os diga”. Cuando oímos esta frase, inmediatamente la relacionamos con las bodas de Caná. María, después de hacer ver a su Hijo la circunstancia en la que los novios se encuentran, y a pesar de que la respuesta de Jesús no ofrece, a priori, grandes esperanzas, no duda en dar la citada indicación a los sirvientes: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5).
En realidad, toda la vida de la Madre del Señor consiste en esa invitación, una llamada a cada uno de nosotros para que hagamos lo que el Señor nos dice. Y la Madre nos lo hace notar justo al inicio de la vida pública de su Hijo, cuando va a dar comienzo a su predicación, sus enseñanzas, cuando ve que se acerca “su hora” (Jn 2, 4), después de los largos años de silencio y anonimato transcurridos en Nazaret, con Jesús y su Esposo, José.
Pero en la escena de Caná las cosas han cambiado: ya no aparece José. Con toda probabilidad había muerto; de otra manera, no se entiende que María acudiese sola a la boda, acompañada solamente de su Hijo. Efectivamente, José habría muerto ya, y la tradición y el buen sentir cristiano gustan pensar que murió acompañado de su Esposa y de Jesús, por eso san José es Patrono de la buena muerte, porque murió con la mejor compañía posible: una mano la sujetaba el Señor y la otra la Virgen María, su Esposa.
La escena descrita tiene un paralelo muy hermoso en el libro del Génesis. Cuando José, el hijo de Jacob vendido por sus hermanos, ha sido encumbrado por el faraón como primer ministro y el hambre arrecia ya a todo Egipto, tal y como él había anunciado al interpretar los sueños de faraón, el pueblo acude angustiado pidiendo pan. Y el faraón dice a todo el pueblo: “Id a José: haced lo que él os diga” (Gn, 41, 55). José, de esta manera, es señalado por el faraón como salvador de todo el pueblo de Egipto. Al ser constituido como su despensero, le erige en administrador de todos los bienes disponibles del país. En el salmo 105, se narra de manera resumida la historia del pueblo de Israel, y el autor sagrado dedica a unos cuantos versos al santo patriarca José, indicando que el faraón “lo nombró administrador de su casa, señor de todas sus posesiones” (Sal 105, 21).
Pues si bien es cierto que José es figura clara de Nuestro Señor – traicionado por los suyos, vendido por unas monedas, sepultado en vida, en un sentido amplio, y encumbrado luego a lo más alto -, no es menos cierto que José, el hijo de Jacob, es también figura de san José: constituido “señor de todas las posesiones” de faraón, al igual que José es constituido por el Padre como señor y custodio de “todas sus posesiones”, su Hijo Encarnado y su Madre Santísima. Efectivamente, la cumbre de la creación – la Madre de Jesús y la misma humanidad santísima del Verbo – fue custodiada durante años por José, el Esposo de María. No hay misión más alta, no hay vocación más extraordinaria, al margen de la de su Esposa, la Virgen Santísima, Madre del Redentor.
De esta manera, Jesús creció sujeto a la obediencia de José, su padre en la tierra. Y la devoción cristiana piensa que también ahora en el cielo Jesús “está sujeto”, de alguna manera, a obediencia al que fue su padre en la tierra. Esto puede sonar algo intrépido, teológicamente hablando, pero es doctrina que recoge nada menos que nuestra gran santa Teresa. En el Libro de la Vida dedica un buen párrafo a la figura del Glorioso Patriarca san José, que literalmente la salvó de la muerte. En realidad, prácticamente la resucitó pues, como sabemos, Teresa pasó cuatro días dada por muerta: le pusieron cera en los ojos, la velaron y abrieron su sepultura en su convento de la Encarnación – creo recordar que incluso llegaron a celebrar sus funerales, pereza mía no ir ahora a comprobarlo – todo mientras su padre insistía: “esta hija no es para enterrar”. Pues don Alonso Cepeda tenía razón, esa hija no era para enterrar, y fue san José el que la sacó de ese trance.
Terminamos con la cita de santa Teresa, tomada de su Libro de la Vida. Aunque es un texto largo, no tiene desperdicio, como todo lo que escribió la santa de Ávila:
“Y tomé por abogado y señor al glorioso san José, y encomendeme mucho a él. (…) No me acuerdo hasta ahora haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, así de cuerpo como de alma; que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo, tengo experiencia que socorre en todas, y que quiere el Señor darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra – que como tenía el nombre de padre, siendo ayo, le podía mandar –, así en el cielo hace cuanto le pide. (…)
Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud; porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan.
Paréceme, ha algunos años, que cada año en su día le pido una cosa y siempre la veo cumplida. Si va algo torcida la petición, él la endereza para más bien mío. (…)
Sólo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no me creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción. En especial personas de oración siempre le habían de ser aficionadas; que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el niño Jesús, que no den gracias a san José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro, y no errará en el camino. Plega al Señor no haya yo errado en atreverme a hablar en él; porque aunque publico serle devota, en los servicios y en imitarle, siempre he faltado; pues él hizo, como quien es, en hacer de manera que yo pudiese levantarme y andar, y no estar tullida, y yo, como quien soy, en usar mal de esta merced”.
“Id a José: haced lo que él os diga”.
Esposo castísimo de la Virgen María
Pero en la escena de Caná las cosas han cambiado: ya no aparece José. Con toda probabilidad había muerto; de otra manera, no se entiende que María acudiese sola a la boda, acompañada solamente de su Hijo. Compartir en X