Hoy, más que nunca, nos cuesta sostener nuestra ajetreada vida. Hoy, más que nunca, porque, perdidos entre tantos saberes múltiples que se nos escurren de las manos, nos hemos quedado sin sostén; y sin sostén, no podemos permanecer erguidos y mantener el tipo por mucho tiempo. Implica que debemos apoyarnos unos a otros, explicarte yo a ti lo que me encontré al pasar por donde pasas tú ahora para que no tropieces donde yo, y así avanzar. De esta manera es como avanza el mundo con los que tienen la humildad de saber aprender de los demás porque reconocen que no llegan a todo.
Necesitamos ideas que sostengan nuestro pensamiento, o nuestro pensamiento decaerá sin entidad alguna que lo refiera, y será un pensamiento vacío. ¿No es cierto que nos crecen los humores del alma y nos inflamos de satisfacción cuando oímos una alabanza a nuestro proceder o una admiración ante nuestra belleza o expresión, físicas o espirituales? Eso nos indica que a todos nos gusta oír que gustamos, para saber o intuir o cuestionarnos sobre nuestro acierto… y seguir “acertando” o rectificar.
Nos gusta gustar. Y para gustar actuamos, demasiadas, la mayoría de las veces, en lugar de obrar por amor al Bien, a la Belleza, a la Verdad, a Dios. Esto demuestra que nos necesitamos, aun si es inconscientemente, negándolo incluso. Por eso a todos nos favorece y nos hace pisar más fuerte y certero, hoy más que nunca, el tener a alguien que nos razone los pasos que vamos a dar o damos, ante la caótica maroma de estímulos vanos que nos aturden y confunden.
Cada día más, en un círculo cerrado y progresivamente acelerado, en todas y cada una de las actividades de cada día, nos sentimos libres porque nos son –estudiadamente al detalle por otros- placenteras. No obstante, a medida que profundizamos en la narcotización, ya vamos intuyendo, cada vez más a menudo, que la vida es algo más, que estamos siendo dominados por una retahíla de acciones regladas para enriquecer a otros. ¿A quién? ¡Eso es lo de menos! ¡Estamos siendo sometidos por un placer que nos mata! ¿¡Cuándo reaccionaremos!?
Tantos caen y van cayendo, incapaces de seguir el ritmo frenético de punzadas que nos empujan a huir hacia delante, y encima obligados a fingir que “no pasa nada” y que son tan “felices”. “¡Que alguien me ayude!”, exclamamos cuando nos sentimos superados… y la mayoría de las veces, los que caen no encuentran dónde caer. Ahí está la función protectora y guiadora de la Iglesia como salvadora de una inmisericorde sistematización social alienante. Una Iglesia que formamos todos los católicos como alter Christus, otros Cristos, y por tanto somos llamados a pastorearnos mutuamente a la manera de nuestro Pastor Supremo, como el pastor a las ovejas; cada una y cada uno en modo, entidad y grado según su sitio y su función.
Todos debemos ayudarnos, unos a otros, por mandato explícito de nuestro Señor Jesucristo: “Rogad al Dueño de la mies que mande obreros a su mies” (Lc 10,2), “Dadles vosotros de comer” (Lc 9,13), “Haced a los demás lo que queréis que ellos os hagan” (la “regla de oro” del cristianismo, Mt 7,12). ¿Qué es el Evangelio si no un gran consejo de consejos, eso es: El Consejo? Y ¿qué, si no, el pasaje del samaritano? (Lc 10, 25-37). ¿Qué son, en consecuencia, las catorce obras de misericordia que enseña la Iglesia? Son, de hecho, acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Todos sentimos hambre espiritual, más fuerte que el hambre física, y más dolorosa.
Tenemos la obligación moral que nos dicta la recta razón de darnos la mano y, si es necesario, sobrellevarnos. Es un imperativo expresado en todas las épocas y culturas de manera espontánea, aunque difiera en el modo. Y al que más nos contradiga, más. Porque con esa contradicción no está haciendo más que expresar su repulsa a no poder bastarse por sí mismo. Una repulsa plagada de orgullo típico del individualismo de nuestra sociedad del bienestar, que tarde o temprano termina escupiéndole a él… aunque no le guste. Ahí tendremos, tenemos que estar. Hoy, más que nunca.
Tenemos la obligación moral que nos dicta la recta razón de darnos la mano y, si es necesario, sobrellevarnos Share on X