He estado hablando con un amigo. Me ha salido con que él observa que surgen a nivel global movimientos inéditos o larvados que empieza a ver que coinciden en que todos son más o menos disruptivos, y por tanto revolucionarios, y que para una mirada atenta y sabia indican que estamos al final de un ciclo. Se ha explayado, desgañitándose orgulloso en su desahogo, procurando y subrayando el ser apocalíptico. Y me he ofendido. Ni más ni menos que otras veces con él y con los suyos. ¿Por qué?
Le he dicho a mi amigo que desde hace más de treinta años estoy hablando, incluso con él y los suyos, de este tema, que hasta lo he plasmado en varios de mis artículos, y que me sorprende que ahora me presente a mí como suyo ese gran “descubrimiento”, sintetizándolo, además, usando los mismos argumentos que yo. No era que la idea madre fuera mía –ni mucho menos el hecho-, puesto que antes la observé en voces sabias que se anticiparon a mis razonamientos alelados –o falta de razonamientos- de la adolescencia. Lo que me ofende es que después de tantos años de hacerme pasar por loco visionario, ahora mi amigo me pase el pollo como cocinado por él, cuando esa elaboración y ligazón sintética que me transmitió era exactamente la que yo le he transmitido durante tantos años, yendo a contramar.
¿Es justo que sea así? ¿No es, por ventura, la suya, una inflada ansia preñada de protagonismo artificial e irreal? Más, cuando él, precisamente, participaba y sigue participando en el juego de tirarme de la lengua y hacerme hablar para luego criticar por detrás mi osadía y alucinaciones apocalípticas, hasta llegar a pasar más adelante a proscribirme de su grupito por considerarme enfermo. Él, no. Él es el sabio. ¡Mister crack!
Esa es, en efecto, en vivo y en directo, la denodada eterna lucha de los constructores de opinión fieles a la inmortal sabiduría católica, que proviene del Hijo de Dios y de Dios Padre mismo, y que hoy día –y cada día más- suele suceder que siempre generan un movimiento de contralucha más o menos sangrienta a favor y en contra. Hasta que los atolondrados oyentes despiertan y advierten, al fin, la evidencia que rondaba enmascarada por las cloacas de la realidad artificial que vivimos en nuestro actual mundo mediático.
¡Y ahora me pone mi amigo –de nuevo- el anzuelo para ver por dónde voy! ¿No será, también, que quiere sacarme –de nuevo- nuevas observaciones para hacerlas pasar después por propias entre los suyos? ¡Quería él saber si sigo con mi neura! Eso sí, para luego criticarme haciendo capillitas, pero filtrando él la información, el muy pícaro, para darla como su gran descubrimiento.
¿Me dices que sientes curiosidad por saber de qué le he hablado? Te lo explico, arriesgando incluso mi buen nombre contigo, que de momento ya me has oído hablar de este tema, aunque sea más de refilón.
Resulta que hay una guerra; una guerra espiritual (que puede convertirse en guerra física). Eso tampoco es mío, puesto que hace años que lo dice Peter Kreeft en sus intervenciones docentes y públicas, e incluso lo dejó plasmado en su libro Cómo ganar la guerra cultural. Pero resulta –también-, que yo lo decía mucho antes, esparciendo con mi voz unas advertencias marianas pendientes de ser reconocidas por parte de la Iglesia. Y mucho antes –más de un siglo antes- lo había predicho León XIII, como mínimo después de su visión espiritual de lo que sería el siglo XX: el peor siglo de la historia para la Iglesia. Y lo denunció repetidamente san Juan Pablo II, de muchas maneras y con matices más que menos proféticos. Y derribó el Muro de Berlín. Y tumbó al comunismo soviético… ¡Y cambiaremos el mundo!
Por tanto, habla. Explícate. Da testimonio. Tenemos que conseguir que pronto haya millones de personas que por fin abran los ojos y vean lo que vemos los cada vez menos raros. Para que sean muchos más los que tengan la tentación –digo solo tentación, por ser condescendiente y realista- de querer hacer pasar como suyas nuestras opiniones. Que piensen. Que hablen. Así va el mundo, y así avanza. Es ley de vida. Lo que me asusta es que no sea Ley divina. Porque la Ley divina no es pícara, sino sencilla; la entienden hasta los más sencillos, los niños. Ha sido y será siempre así, porque Dios es inmutable, tierno, manso y misericordioso.
Te aviso: Si hablas y eres fiel, serás tomado por loco, como lo fue nuestro amado Jesucristo. ¡Es toda una aventura adentrarse en la selva mundana! Por eso, estate preparado, porque, como nos proclama san Pedro, “el diablo, como un león rugiente, anda rondando buscando a quién devorar” (1 P 5,8). No temas: solo ruge, si tú sigues rectamente a Dios con la conciencia limpia y no sueltas su mano. Por eso es importante que te esfuerces y luches contra el pecado –especialmente de soberbia, primer pecado capital y padre de todos los pecados-, que lleves al día la limpieza de tu alma con la confesión frecuente, y que alimentes tus energías espirituales y humanas –eres cuerpo y espíritu- con la comunión sacramental diaria. Podrás con todo, ya verás. Habla con tus amigos.
Hay una guerra; una guerra espiritual (que puede convertirse en guerra física). Hace años que lo dice Peter Kreeft en sus intervenciones docentes y públicas, e incluso lo dejó plasmado en su libro Cómo ganar la guerra cultural Share on X