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¡Gracias Señora, por ser español!

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Probablamente esta sea la única colaboración que pueda enviar a ForumLibertas durante este mes de diciembre, un mes que, en clave católica, bien podría compararse a una pléyade luminosa que se ha ido formando en torno a la celebración del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. En el cortejo de este “sol que nace de lo alto” (Lc 1, 78), unas luces lo preceden y otras lo acompañan. Diciembre es el Adviento, la Inmaculada, la Virgen de Guadalupe de Méjico, la Anunciación en el rito mozárabe, los Inocentes, la Sagrada Familia… todo un séquito de estrellas que rodean la Natividad de Jesús. Después, manando de esta fuente excelsa, y como consecuencia de la misma, las vacaciones, el fin de año, los regalos, la música y los cantos, la atención especial a los más pequeños, los encuentros y reencuentros con los mayores, etc.

Muchos son, pues los focos de atención con que nos atrae diciembre. De entre todos esos focos, me fijaré solo en uno, la Inmaculada Concepción, pero no para hablar del contenido del dogma ni de esta devoción, por muy entrañable que sea, que lo es mucho. De la Inmaculada se ha venido escribiendo -y se sigue haciendo- con finura y brillantez desde hace siglos. En la teología y en la literatura católicas, y especialmente en España, tenemos páginas hermosísimas dedicadas a cantar las excelencias de la Inmaculada Concepción desde aspectos muy diversos. De entre todos esos aspectos hay uno que en mi opinión pasa bastante desapercibido y es el patronazgo de la Inmaculada sobre “la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, según se dice literalmente en el artículo 2 de la actual Constitución Española. La Virgen María en su Concepción Inmaculada comparte el patronazgo de España con Santiago Apóstol. Esto es algo que se sabe, pero no por sabido hay que dejar de recordarlo año tras año, que siempre habrá alguien a quien le llegue por primera vez.

De entre todos los rasgos que caracterizan a la Inmaculada, elijo este del patronazgo porque me parece necesario decir una palabra sobre la educación en el patriotismo. Sospecho que esto de educar en el patriotismo es una de tantas carencias educativas como se dan en estos tiempos, aunque también hay que dejar constancia de dignísimas excepciones. Doy por hecho que dentro de esas excepciones se encuentran muchos de los lectores de este diario, y que la mayoría, si no todos, tienen bien asentado el concepto de patriotismo.

Aun así, no está de más comenzar diciendo que el patriotismo no es un asunto político, al menos no lo es esencialmente. El patriotismo no es otra cosa que el “amor a la Patria” (así lo define la RAE y así lo entiende cualquiera). Y el amor a la patria, España en nuestro caso, no es una cuestión de banderías políticas, y menos aún de siglas de partidos que hoy son y mañana dejan de ser. No se encuadra en el terreno político la presente reflexión, pero no lo excluyo, entendiendo por “político” su sentido más noble y original, lo relativo a la administración de la cosa pública.

Como primera idea es importante señalar que es objetivo de toda educación que se precie, el cultivo de la identidad personal. A una educación que no sirviera para hacer saber a cada niño y cada joven qué es y quién es, le vendría grande el nombre; una “educación” así no sirve. Y no solo a cada niño, sino a cada generación. A todo educador, sea padre o maestro, le compete informar, formar y afianzar a sus hijos o alumnos en la identidad de estos, tanto a nivel individual como colectivo. La educación no tiene objetivo más alto que cultivar y perfeccionar el ser personal de cada cual. Los primeros rudimentos educativos consisten en decirle al niño quién es, cómo se llama, y quiénes y cómo se llaman los que le rodean. Y luego, sobre ese cimiento comienza a levantarse el edificio del ser personal, una construcción lenta y amplísima, pero siempre basada en el conocimiento y profundización de la propia identidad.

Pues bien, ahí tiene su sitio la educación en el patriotismo, porque el patriotismo, el amor a la Patria, es una dimensión de nuestra identidad, referida a la tierra que nos ha acogido (sea por nacimiento o adopción) y a las gentes que la habitan. Lo sepamos o no, lo aceptemos de mejor o peor grado, somos hijos de una tierra, como somos hijos de una época, la que nos toca vivir a cada uno, hijos de nuestros padres, hijos de la Iglesia, y a través de ella, hijos de Dios e hijos de la Virgen María. Se trata de filiaciones muy distintas, pero todas ellas filiaciones. Por lo que respecta a nuestro tema, ya sé que no se lleva hablar de la Patria como madre, “la madre Patria”, pero la expresión encierra un contenido profundo que es real y no es una simple etiqueta de un pasado lejano, hoy ya prácticamente extinta. Ante la realidad, cada cual puede tomar la postura que quiera, pero a la realidad no la cambian las etiquetas, lo que las etiquetas sí cambian es el modo de entenderla, que es cuestión aparte en la que ahora no procede entrar.

Si algo resulta imprescindible en toda educación, sea la familiar, la escolar o la extraescolar, es inculcar en los niños y en los jóvenes su condición de hijos. He dicho inculcar, pero el término se me queda corto, más bien pienso en verbos como infundir, atornillar, enraizar, machihembrar. La idea de filiación hay que grabarla a fuego en el alma porque en ello nos va la vida. ¿Por qué tanta importancia? Porque nadie, absolutamente nadie, sea niño o adulto, es una autocreación de sí mismo, por muy capaz y autónomo que se vea. Es verdad que, llegado un momento -vamos a decir de relativa madurez-, cada uno puede y debe decidir qué hacer con su vida. Por supuesto que sí, esto es una obligación moral de cada persona, pero esta obligación no anula nuestra condición de hijos, ni nos autoriza a olvidarnos de ella porque el ser hijos es lo primero que nos marca y nos define. Ser hijo es un dato indesligable del propio ser, hasta el punto que para cualquier hombre, ser es ser hijo.

Permíteme, lector, un breve paréntesis en el asunto del patriotismo para justificar esas expresiones tan radicales: inculcar, atornillar, enraizar, grabar a fuego. La razón última está en que esto no es solo para niños y jóvenes, sino para todos, porque a fin de cuentas, en el cielo, casa del Padre -con mayúscula-, solo tienen entrada libre los hijos. Por eso digo que en la cuestión de la filiación nos va la vida. Entrada libre para los hijos libres, es decir, para los que voluntariamente asumen y aceptan ser reconocidos como hijos por Dios Padre, y en consecuencia vivir como tales hijos, con la mayor coherencia posible.

Dentro de ese conglomerado que es la filiación, una de sus dimensiones es la condición de hijos que tenemos respecto a la Patria. Dado que nuestro ser hijos no es un rasgo accidental sino sustancial, la educación no puede dejar de tener entre sus objetivos el cultivo y perfeccionamiento del conocimiento y amor por todo lo que la Patria significa. ¿Qué es todo eso que constituye la Patria? En primer lugar una tierra concreta a la que estamos unidos por nacimiento, por crianza y por lazos de familia. Cada tierra particular aporta su cuota de identidad a quienes nacen y crecen en ella. La geografía de cada lugar con sus montes, valles y llanos, con los humedales y las estepas, con su luz, sus arenas, sus macizos rocosos… imprimen carácter en sus hijos. Todo eso no pertenece a nadie de manera privada sino a los pueblos, a los paisanos cada lugar. Está también la lengua, la historia, el patrimonio natural y cultural, las costumbres, las fiestas, la gastronomía, las tradiciones, el folclore, etc., y con todo ello, y por encima de todo ello, los compatriotas, las personas. Todo este cúmulo de elementos no es algo que está solo fuera de nosotros, sino fuera y dentro, formando parte de nuestra identidad individual y colectiva. Todo eso es la Patria. Por este motivo, la Patria no es una opción partidista, ni un mero sentimiento, sino una realidad que nos identifica desde su maternidad, aunque se trate de una maternidad socio-política. ¿Cómo vamos a permanecer indiferentes ante todo este conjunto de cosas que somos nosotros mismos? Nadie, por muy individualista que sea, es un mero individuo; queramos o no, nos guste o nos disguste, somos miembros de unas comunidades: de una familia, de un pueblo o ciudad, de una sociedad, de una nación, en nuestro caso, España.

No se me escapa que en nuestros días el patriotismo tiene escaso hueco en muchos corazones, estoy convencido de que más por desinformación que por desapego, por falta de educación en definitiva. Por una parte a causa de la globalización y sus imposiciones igualitarias en los actuales modos de vida; por otra, porque el dato fundamental de nuestra identidad nacional, que es la fe católica -digamos, para ser suaves, que- no está viviendo los mejores momentos de nuestra historia.

¿Hemos dejado los españoles de ser patriotas? Del todo no, pero sí observo mucho patriotismo superficial. No se entienda superficial como despreciable, sino como poco profundo. Esa superficialidad procede de que a una parte muy extensa de la sociedad española actual la fe católica no le dice nada. Aunque sean mayoría los que no la han abandonado formalmente, socialmente la práctica visible de la fe está prácticamente desterrada; basta con darse una vuelta por cualquier iglesia, no digo entre semana, sino cualquier día de precepto, o consultar las estadísticas sobre la edad del clero, el número de matrimonios sacramentales, el de vocaciones sacerdotales y religiosas, el de conventos que abren frente a los que cierran, etc. Es un hecho indiscutible que España ha forjado su identidad histórica en torno a la fe de Cristo, y el patriotismo corre parejo a la vitalidad de ese elemento fundacional. Si quitamos esa piedra angular de nuestra identidad nacional que es la fe católica, no quedan sino algunas manifestaciones públicas de españolidad: el júbilo por los éxitos deportivos y poca cosa más.

Y no es que yo piense que no amemos a nuestras cosas, que en general creo que sí las amamos y tenemos motivos sobrados para ello. Si el patriotismo consistiera en ser hinchas de nuestros grandes equipos de fútbol, en la valoración que nos merece el Museo del Prado o el aceite de oliva, en el gusto por la paella o por las tapas, o en complacernos con esta bendición de sol que tenemos en nuestro suelo, entonces el patriotismo estaría asegurado. Pero es que ese no es el núcleo de nuestra identidad, esos son elementos que tienen un peso importante en la identidad  colectiva, pero solo con ellos el patriotismo no se mantiene.

Llegados a este punto, y contemplando nuestra situación actual, me viene a la memoria el bando del alcalde de Móstoles con el que dio comienzo la última guerra que libramos los españoles, todos a una, contra un invasor extranjero, la Guerra de la Independencia. El resumen del bando era este: “La Patria está en peligro. Españoles, acudid a salvarla”. Hoy nos sobran motivos para decir algo parecido: “La patria está en peligro. Españoles, acudamos a la Inmaculada”, que para algo es nuestra patrona. La patrona no es patrona porque sí, ni es patrona para nada. El patronazgo no es un título nominativo ni honorífico con el que los españoles aumentamos la gloria de la Virgen Inmaculada; a ella no la engrandece este patronazgo, nos engrandece a nosotros. La Purísima no necesita de España; España, o sea, nosotros, los españoles, somos quienes sí necesitamos de su patronazgo. Recurramos a él, invoquémosla como madre y maestra, como capitana nuestra, que para eso nos honró la Iglesia con tal privilegio.

Hace ya muchos años, más de veinte, dediqué a la Inmaculada un soneto que hasta ahora ha dormido en el interior de una carpeta ya ajada y cuyo último verso he tomado para el título de este artículo. Probablemente su calidad literaria sea  muy pobre, pero sí está cargado de amor y gratitud a María Inmaculada por mi filiación española y su patronazgo.

               INMACULADA

«Señora» os nombra, y así os venera

el pueblo santo con amor profundo,

mas siendo «Señora» en todo el mundo,

aquí nos sale -como voz primera-

hablaros de tú y deciros «la Pura»,

«la Virgen», «Ave María Purísima».

Y así, de esta manera españolísima,

rezar en color con filial ternura.

Soñada de azul y en azul pintada,

albura de luz, celeste arrebol,

bendita, de mi tierra enamorada.

Virgen Aurora que anuncias al Sol,

singular Concepción Inmaculada.

¡Gracias, Señora, por ser español!

 

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