La pérdida del sentido de la realidad es un fenómeno al que, siendo optimistas, podríamos calificar, por lo menos, de muy inquietante. Está estrechamente relacionado con dos lacras también muy propias de nuestra época, la llamada «posverdad» y el relativismo, así como con la artificialidad y la «virtualidad» que dominan un mundo cada vez más peleado con las cuatro dimensiones fundamentales de la realidad: la naturaleza, el corazón, la razón y la trascendencia.
Cuando la pérdida del sentido de la realidad se instala en la vida política las consecuencias son inevitablemente devastadoras.
En la historia se han dado situaciones semejantes con cierta frecuencia. La megalomanía de Alejandro Magno o el delirante totalitarismo de Savonarola son buenos ejemplos de una falta de mesura y de sensatez que lleva a ignorar la realidad y a emborracharse con las propias fantasías.
En los últimos dos siglos y medio estos delirios han ido en aumento y han provocado enormes catástrofes. En los últimos años este alejamiento de lo real se ha reavivado violentamente y se está convirtiendo en una plaga que deja pequeñas a las tan publicitadas pandemias víricas.
Un peligroso ejemplo de este huir de la realidad es el comunicado final de los ministros de asuntos exteriores del grupo llamado G7(1) (Alemania, el Canadá, los Estados Unidos, Francia, Italia, el Japón, el Reino Unido y, como elemento decorativo, la Unión Europea) al finalizar su reunión en Karuizawa. En el texto, dado a conocer el 18 de abril, abundan las afirmaciones voluntaristas e ilusorias.
Lo primero que llama la atención es que este grupo de estados se arrogue a sí mismo el derecho a pontificar sobre política, economía, estrategia, derechos humanos, desarrollo, sanidad, etc. en todo el mundo. El documento está dividido en párrafos dedicados a las siguientes regiones del planeta: Rusia y Ucrania, la China, la región indopacífica, Corea, el Irán, el Afganistán, el Próximo Oriente, el África e Iberoamérica. Es evidente que en su mayoría son zonas bastante alejadas de los países del G7, que curiosamente no se ocupan de la situación en la Europa occidental o en Norteamérica. Tampoco faltan parágrafos en los que se tratan temas generales a nivel mundial.
En gran parte, el tono del comunicado es aleccionador, sino abiertamente amenazante. Veamos algunos ejemplos.
Con respecto a Rusia se insiste en condenar, de modo contundente, la intervención militar de este país en la guerra civil que asola el este de Ucrania desde 2014. Se exige la retirada inmediata e incondicional, así como que Rusia se haga cargo de todas las consecuencias económicas de la guerra en territorio ucraniano. Dadas las circunstancias reales, tanto en el campo de batalla como en el tablero diplomático mundial, se trata de exigencias ilusorias, irrealizables, a no ser que suceda un prodigio. Pero en política contar con prodigios es poner en evidencia la propia inoperatividad.
Para reforzar estas exigencias, los ministros firmantes se comprometen a apoyar a Ucrania «todo el tiempo que sea necesario» y anuncian una intensificación de las sanciones contra Rusia. Es decir, los gobiernos del G7 conducen a sus países y a sus pueblos cada vez más lejos por un oscuro callejón sin salida.
No es ningún secreto que los estados sancionadores siguen comprando, por ejemplo, petróleo ruso, pero por medio de intermediarios y a un precio mucho mayor que antes de las sanciones. Tampoco es ningún secreto que la ayuda militar a Ucrania acaba en gran parte en el mercado negro de armas, siendo así no sólo inútil, sino criminal, pues favorece la delincuencia organizada y el terrorismo a gran escala. Sembrando vientos recogeremos tempestades. Es igualmente de sobras conocido que una buena tajada de la ayuda económica va a parar a las cuentas bancarias de oligarcas corruptos.
¿Debe el contribuyente europeo financiar todo esto con sus impuestos?
Por otra parte, las sanciones a Rusia se han convertido en un bumerang, como en Europa sabe bien el consumidor, que debe hacer frente a cada vez más altos precios energéticos y a una inflación que devora sus ingresos y se ceba con especial crueldad en los más pobres. Además de los problemas y costes que crea una enorme ola de refugiados ucranianos dispersos por toda Europa.
Para acabar de arreglarlo, los ministros del G7 amenazan a todos los países que apoyen a Rusia con «costes severos». ¿A qué viene esta bravuconada? ¿Puede alguien tomarla en serio? ¿Sirve para algo? Lo único que se consigue con ella es crear en todo el mundo una ola de antipatía hacia Europa, Norteamérica y el Japón.
Tampoco brillan por su sensatez las consideraciones de los jefes de la diplomacia atlántico-nipona con respecto a China.
Entre otras cosas, su comunicado exige del estado chino lo siguiente: «Las actividades e intereses comerciales legítimos de empresas extranjeras deben ser protegidos sin que éstas sean objeto de prácticas desleales, opuestas a la competencia y contrarias al mercado». Es posible que a primera vista esta frase nos deje fríos. Ahora bien, si tenemos en cuenta quién la pronuncia, a quién va dirigida y qué precedentes históricos tiene, la cosa cambia, y mucho.
Argumentos idénticos fueron esgrimidos en el siglo XIX para forzar la apertura de los mercados asiáticos a un alud de productos industriales europeos y estadounidenses, hecho que acabó con invasiones, conquistas territoriales y el establecimiento de regímenes coloniales en todo el Extremo Oriente. En el caso del Imperio Chino, aunque el país mantuvo la independencia proforma, se convirtió de facto en una gigantesca colonia compartida por diversos estados extranjeros y sometida a toda clase de abusos por parte de las potencias coloniales, en primer lugar, Inglaterra, seguida por Francia, los EE. UU., Alemania, el Japón y Rusia. Exigencias expresadas por parte de Inglaterra en términos iguales que los actuales provocaron las Guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860).
Para la China, una gran civilización y un gran imperio milenarios, los años del colonialismo europeo y japonés fueron no solamente muy sangrientos y crueles, sino también insoportablemente humillantes. La consecuencia fue una reacción violenta que permitió a Mao instaurar un régimen igualmente atroz que el colonial, pero al menos libre del dominio extranjero.
Expresarse en los términos en que lo hacen los ministros del G7 es una torpeza injustificable
El dolor de la humillación colonial está muy presente en la memoria histórica china hasta el día de hoy. Expresarse en los términos en que lo hacen los ministros del G7 es una torpeza injustificable. Muy probablemente los redactores del documento carecen del conocimiento histórico suficiente para advertir lo que están haciendo («perdónalos, Señor, no saben lo que hacen») pero no les falta la misma arrogancia colonialista de sus predecesores en el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Por si no bastara con esto, añaden:
«Recordamos a la China la necesidad de respetar los fines y principios de la Carta de las Naciones Unidas y de abstenerse de toda amenaza, coacción, intimidación o uso de la fuerza. Estamos vivamente preocupados por la situación en el Mar de la China Oriental y en el Mar de la China Meridional. Nos oponemos resueltamente a toda tentativa unilateral de modificación del statu quo por la fuerza o la coacción. Las reivindicaciones marítimas expansionistas de la China en el Mar de la China Meridional no tienen ningún fundamento jurídico y nosotros nos oponemos a las actividades de militarización llevadas a cabo por la China en esta región».
Si tenemos en cuenta que ninguno de los países firmantes es ribereño de estos mares; si recordamos que estas potencias invadieron, entre otros países, el Afganistán, un estado limítrofe con la China y lo mantuvieron ocupado durante dos décadas hasta que, hace menos de dos años, hubieron de abandonarlo en desbandada, el párrafo no resulta precisamente inteligente.
En sus conminaciones acerca del contencioso en torno a Taiwán, o sobre los derechos humanos en el Tíbet y Sinkiang el texto tampoco es un modelo de sutileza diplomática. Tales palabras en boca de gobiernos como el británico y el estadounidense (en cuya política violar la soberanía de estados más débiles jamás ha sido un tabú y que en esos mismos países han prescindido una y otra vez del respeto a los derechos humanos) suenan en oídos chinos como una burla.
En tono igualmente tajante y poco amistoso los ministros del G7 se refieren a países como el Irán y Siria. Con una mezcla de condescendencia y zalamería pontifican sobre Iberoamérica y el África.
Su comunicado concluye con largas declaraciones de excelentes intenciones por lo que respecta a combatir la pobreza, proteger el medio ambiente, extender a todos la asistencia sanitaria, construir un mundo justo, etc., viejos lugares comunes que su propia acción política contradice diariamente.
Particularmente sorprendente suena su llamamiento al desarme.
Desde el final de la Guerra Fría los gastos militares anuales de los Estados Unidos se han incrementado un 320 %. El presupuesto militar estadounidense para 2023 es de 850.000.000.000 de dólares. Rusia gasta en el mismo concepto y en el mismo período 83.000.000.000, es decir, menos de una décima parte que los EE. UU. Si consideramos el gasto militar per cápita, resultará que la China gasta 154 dólares anuales por habitante, mientras que cada estadounidense debe pagar por el mismo concepto 2.560 dólares, es decir casi 17 veces más.
En diversos pasajes del documento se trasluce, además, el entusiasmo por las ideologías globalizadora y de género, con exhortaciones en favor de una «sociedad abierta», y de la «diversificación», también sexual, con expresa referencia a las «personas LGBTQIA+» (sic).
El modo de expresarse de los ministros del G7 es el propio de un grupo hegemónico
No se trata aquí de hacer juicios de moral política (necesarios, pero de los que en este artículo prescindimos), así como tampoco de justificar a las potencias adversarias de los países del G7. Como indicábamos al comienzo de este texto, lo quizá más alarmante en este contexto es la pérdida del sentido de la realidad que se hace patente en él. El modo de expresarse de los ministros del G7 es el propio de un grupo hegemónico.
Los términos apenas difieren de los empleados por las grandes potencias coloniales y neocoloniales entre 1800 y 1950. Así pues, estamos ante un discurso que en el Asia, el Próximo Oriente, el África e Iberoamérica provoca irritaciones, trae malos recuerdos, despierta viejos rencores, ocasiona antipatías y hasta llega a producir odios. Al mismo tiempo acrecienta, por reacción, el prestigio de la China, el Irán y Rusia, «bestias negras» del Oeste globalizador.
Ahora bien, desde el final de la descolonización y de la Guerra Fría las cosas han cambiado mucho.
Los países del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) son potencias emergentes en lo económico, lo político y hasta en lo militar y lo cultural. Esta arrogancia ha lanzado a Rusia y a Iberoamérica, naciones cristianas y occidentales, a una alianza contra natura con Asia y África. El grupo BRICS cuenta con las simpatías de estados nada despreciables, como la Argentina, México, Egipto…
La Argentina y el Brasil planean crear una moneda y un mercado conjunto para emancipar sus economías del dólar.
Arabia Saudita y el Irán reestablecen relaciones diplomáticas gracias a la mediación china y expresan interés por entrar a formar parte del grupo BRICS.
Mientras tanto Rusia resiste bien a las sanciones, Ucrania se desangra y la Unión Europea hace frente a una crisis en buena parte provocada por las mismas medidas antirrusas. Las desigualdades económicas en el continente se agudizan y los síntomas de conflictos sociales se vuelven amenazadores: pensemos en Francia.
Por su parte los Estados Unidos se empantanan cada vez más en una espiral de gastos militares que pronto serán insostenibles.
Y todos, absolutamente todos, sufriremos muy pronto las consecuencias de una crisis ecológica sin precedentes históricos y de la que nos ocupamos mucho más de palabra que con hechos.
Cuando desde el Oeste globalizador se habla del aislamiento de Rusia, no podemos dejar de recordar aquello que decían los británicos cuando, antes de que se construyera el túnel bajo el Canal de la Mancha, el mal tiempo impedía la navegación por la zona: «La borrasca obliga a los barcos a quedarse en puerto. El continente se ha quedado aislado». Y al leer el comunicado de los ministros del G7 nos acordamos inevitablemente de la frase que dijo el Rey Juan Carlos al delirante Hugo Chávez: «Oye, ¿por qué no te callas?».
(1) Comunicado de la Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores del G7 (18 de abril de 2023)
Y al leer el comunicado de los ministros del G7 nos acordamos inevitablemente de la frase que dijo el Rey Juan Carlos al delirante Hugo Chávez: Oye, ¿por qué no te callas? Share on X