El 26 de diciembre, en muchas partes del mundo, se celebra una festividad que, aunque menos conocida, tiene un profundo arraigo histórico y espiritual: el día de San Esteban.
Al sumergirnos en su historia, descubrimos un relato sobre valentía, fe y el precio que algunos estuvieron dispuestos a pagar por sostener lo importante, verdadero y sagrado.
A menudo, cuando pensamos en la Navidad, nos viene a la mente el pesebre, la ternura del Niño Dios y los villancicos que endulzan las casas.
Sin embargo, la Iglesia reservó el día inmediatamente posterior al nacimiento de Jesús para conmemorar la figura del primer mártir cristiano: san Esteban.
Este hombre, uno de los siete primeros diáconos de la comunidad cristiana primitiva de Jerusalén, encarnó la continuidad entre el mensaje de Jesús y la fidelidad de sus seguidores, incluso ante el temor a la muerte.
Primer mártir de Cristo
Los Hechos de los Apóstoles son la fuente principal donde se relata la vida y obra de Esteban.
Ahí se le describe como un judío helenista, es decir, proveniente de una corriente judía de habla griega, que se unió a la Iglesia naciente. Su nombre, Stephanos, significa «corona» en griego, una premonición quizá del destino que le aguardaría.
Estos diáconos fueron elegidos para atender las necesidades de la comunidad, en especial las de las viudas, y asegurar una distribución justa de los bienes comunes, aliviando así tensiones entre los judíos hebreos y los helenistas.
Esteban pronto destacó por su sabiduría y capacidad de predicar, algo que no pasó desapercibido. Algunos judíos de diversas procedencias -Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia- intentaron rebatir sus argumentos, sin éxito.
Se dice que su elocuencia era tal que sus oponentes, incapaces de contradecirle, contrataron testigos falsos para acusarlo de blasfemar contra Moisés y contra Dios.
Estas acusaciones tenían un propósito claro: llevar a Esteban ante el Sanedrín, el máximo tribunal judío, y someterlo a juicio.
La escena ante el Sanedrín es casi cinematográfica: Esteban es presentado a los ancianos y escribas del Templo de Jerusalén mientras falsos testigos lo señalan. Pero lejos de intimidarse, él responde con un extenso discurso, repasando la historia del pueblo de Israel, desde Abraham hasta Moisés, desde la esclavitud en Egipto hasta la construcción del Templo. En su relato, Esteban subraya la resistencia del pueblo a escuchar a los profetas, a reconocer las intervenciones divinas, y culmina señalando que Jesús, el Mesías esperado, había sido traicionado y crucificado por aquellos que debían custodiar la Ley.
Sus palabras no fueron bien recibidas. La ira del Sanedrín se desató cuando Esteban afirmó ver los cielos abiertos y al Hijo del Hombre sentado a la derecha de Dios. Considerada una blasfemia imperdonable, el veredicto fue contundente y final.
Esteban fue conducido fuera de la ciudad y lapidado. Antes de morir, elevó una última plegaria, pidiendo a Dios que no tomase en cuenta ese pecado a sus verdugos. Aquel detalle refleja su fidelidad no solo a la doctrina, sino al espíritu de perdón que Cristo había predicado.
Curiosamente, a los pies de quienes arrojaban las piedras, yacían las túnicas de los testigos, custodiadas por un joven llamado Saulo, el mismo que más tarde, tras su conversión, sería conocido como San Pablo, uno de los más grandes apóstoles del cristianismo. Así, la muerte de Esteban se entrelaza con el destino de Pablo, demostrando que, en la historia sagrada, ningún detalle es casual.
Celebrar el día de San Esteban es recordar, en los aledaños del recién nacido Jesús, la firmeza de aquellos que, sin vacilar, sostuvieron su fe a costa de su propia vida. Es un recordatorio de que la Navidad no es solo el principio de un relato amable, sino el origen de una historia heroica, tejida de sacrificio, esperanza y redención.