La obra más importante que harás en tu vida será dentro de los muros de tu propio hogar.
Sin embargo, hay algo en esta convicción tan arraigada que llama poderosamente la atención: hace apenas cien años, la palabra «parenting» (crianza), en inglés, no se registraba en los diccionarios.
Fue en 1918 cuando se documentó por primera vez, y su uso no se generalizó hasta la década de 1970. Cabe preguntarse, entonces, qué hacían las madres y los padres antes de que existiera este vocablo tan de moda.
¿Cómo era posible que la labor más trascendental de la humanidad careciese de un término específico?
La historia nos revela, en parte, la respuesta. Durante siglos, las familias extensas convivían en sus tierras, granjas o ámbitos autosuficientes.
Allí, la crianza de los niños no se delegaba exclusiva y aisladamente a los padres, sino que abuelos, tíos y otros adultos allegados tenían una presencia constante en su desarrollo. Dentro de esas «familias corporativas», donde gran parte de las actividades económicas se enfocaban en la agricultura o en pequeños negocios familiares, el cuidado y la educación de los hijos fluían en un entorno comunal: todos colaboraban, todos vigilaban y todos corregían, cuando era necesario.
Los niños, por supuesto, seguían dependiendo directamente de sus padres, pero también encontraban numerosos referentes adultos en aquella red de vínculos tan sólida.
Esa realidad empezó a resquebrajarse, sobre todo, a raíz de la progresiva consolidación de la familia nuclear: un padre que ejercía como principal proveedor económico, una madre al cuidado del hogar y sus hijos, y lo que más afecta, una vivienda unifamiliar separada del entramado multigeneracional.
Primero fue la industrialización, que empujó a los hombres a trabajar fuera de casa; después, vino el «boom» inmobiliario de la posguerra, que asentó el ideal del hogar suburbano independiente.
Desde entonces, la crianza quedó más circunscrita que nunca a la pareja parental. Si algo fallaba en la educación de los hijos, la culpa (y la responsabilidad de subsanarlo) parecía recaer por completo en los padres.
Así, «criar» pasó a concebirse como un «trabajo» que exigía competencias específicas y formación: nació la moda del «parenting».
Más adelante, con la incorporación de la mujer al mercado laboral, esta idea se reforzó. Si antes el rol de madre consistía en dedicarse a tiempo completo a sus hijos, ahora muchas debían compaginar esa tarea con un empleo remunerado, aumentando las exigencias y el estrés en el seno familiar.
El lenguaje popular acuñó entonces el concepto de la «madre que se queda en casa» y empezó a hablar de «compatibilizar» dos trabajos: el de fuera y el de dentro del hogar.
Se puso de moda calcular el «valor económico» del tiempo que una madre dedica a sus hijos, casi como si un niño fuera el producto final de un proceso de manufactura.
Todo parecía orientarse a medir la eficiencia de la crianza
Fruto de esta mentalidad productivista, se impuso una visión un tanto peligrosa: la de considerar a los niños como «resultados» de un método o «objetos» de un quehacer.
En la ola de manuales de autoayuda de los años noventa, no faltaban títulos que prometían «formar» a los hijos hasta «convertirlos» en adultos exitosos.
En la época de las redes sociales, esta tendencia se reconfigura: muchos padres se ven tentados a exhibir, como si de un escaparate se tratara, los logros, las gracias y hasta la imagen de sus hijos, en una especie de estrategia de marketing personal y familiar.
La palabra «mercancía» puede parecer exagerada, pero si observamos cómo, en ocasiones, se cosifica la vida de los pequeños en publicaciones de Instagram, la impresión que queda es que se los «vende» al mejor postor de «me gusta».
¿Qué consecuencias acarrea tratar a los hijos como bienes de consumo en lugar de personas?
Además de la evidente deshumanización, crece el riesgo de que los niños asuman inconscientemente esa visión y se vean a sí mismos como productos a exhibir y perfeccionar.
Sin una sólida vida interior, sin un arraigo en la comunidad y la familia, corren el peligro de no forjar relaciones genuinas, sino meras transacciones donde la aprobación social lo es todo.
Por otro lado, estos nuevos estándares de «rendimiento parental» han provocado un fenómeno tan discutido como real: el agotamiento crónico de los padres.
La expresión «parental burnout» ha proliferado en artículos y redes: implica un estado de extenuación física, mental y emocional que, en última instancia, puede desembocar en una relación tensa con los hijos. Y, paradójicamente, todo ese sobreesfuerzo no garantiza resultados claros, porque las variables que influyen en el desarrollo de una persona —genéticas, sociales, afectivas— exceden por mucho el control paterno.
Entonces, ¿Cuál es la alternativa? La clave, según muchos expertos (y también la tradición cristiana), pasa por recuperar la conciencia de la comunidad.
La Iglesia, entendida como familia de familias, ofrece un espacio de comunión donde nadie educa en solitario.
Volver a compartir, a colaborar, a tejer redes de apoyo auténticas, puede recordarnos que criar no es un «trabajo» con indicadores de rendimiento, sino una convivencia plena con seres humanos irrepetibles. Los hijos no se «producen»; se acompañan, se forma parte de sus vivencias y se respetan sus ritmos y su dignidad.
En ese sentido, rescatar la figura del «aprendizaje compartido» resulta inspirador. Como en un antiguo taller artesanal, el maestro y el aprendiz trabajan codo con codo mirando en la misma dirección. Así también, padres e hijos pueden crecer juntos, volcados en la vida que comparten, en proyectos comunes, sin que la relación acabe reducida a una lista de tareas cumplidas o metas por alcanzar.
Cuando la crianza se concibe como una experiencia de amor y presencia, y no como un plan metódico de producción, aflora el sentido más hondo de la paternidad y de la maternidad.
Al final, el vocablo «parenting» quizás haya llegado para quedarse. Pero estamos a tiempo de reinventarlo desde dentro.
Alejarnos de la imagen del hijo-mercancía y abrazar la del hijo-regalo, cuya complejidad y belleza, más que medirla, conviene celebrar.
Frente a la ansiedad de ser «padres perfectos», recordemos que lo más valioso que podemos ofrecer es nuestra entrega y nuestro ejemplo, confiando en que esa siembra dará frutos inimaginables.
Quizá, así, podamos liberar la crianza de la tiranía productivista y devolverle su sentido genuino: un encuentro de amor que, vivido en comunidad, engrandece a todos.
Porque, en última instancia, los hijos no son un proyecto que diseñamos, sino personas a las que Dios —o la vida— nos ha encomendado para que crezcamos y aprendamos juntos en el seno de una familia.
2 Comentarios. Dejar nuevo
Un gran artículo
Gracias, ojalá logremos cambiar la mentalidad imperante