Dios es el Bien absoluto y la ausencia de Dios es, para cada uno, el mal absoluto. Sería superficialmente atractivo afirmar que ya amamos a Dios y que por lo tanto estamos en comunión con el Bien absoluto. Pero esta afirmación está sometida a prueba: sólo si amamos realmente a nuestros hermanos, los demás hombres y mujeres, podemos decir, con verdad, que amamos a Dios.
En el ABC del amor está nuestro amor a los inocentes. En realidad este amor no es sólo cristiano, sino que toda persona humana de buena voluntad, sea de la religión o ideología que sea, retrocederá con horror ante el daño, no digamos su asesinato, infligido a un inocente. Podemos afirmar que siempre y en toda circunstancia asesinar o dañar gravemente a un inocente nos separa de Dios y es, pues, un mal absoluto.
Siguiendo con nuestro tema: hay cosas que son siempre malas, así como hay cosas que son siempre buenas. Existen objetivamente el bien y el mal moral. No es una opinión que sacrificar a un inocente sea malo, sino que esa verdad se impone a nuestro sentido e intuición moral con mayor nitidez y fuerza que, por ejemplo, que tal cosa sea de color rojo, pues en esta última sensación podemos errar si tenemos algún defecto en nuestra vista, ser por ejemplo daltónico y confundir el rojo con el verde. Y sólo uno que haya auto-cegado su intuición moral, casi instintiva, podría sostener que atentar contra un inocente es bueno.
Más por desgracia existen esos auto-mutilados morales. Un caso paradigmático viene recogido en el Evangelio, cuando el sumo pontífice Caifás trata de argumentar a favor de matar al gran Inocente, Jesús: “¿No comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo, no que perezca todo el pueblo?” (Juan 11, 50).
Siguiendo esa estela de justificación de crímenes espantosos, se argumenta en nuestros tiempos, por ejemplo para defender la muerte de decenas de miles de niños, mujeres y ancianos que ocasionaron las bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagaski, según órdenes del presidente norteamericano Truman, que así se ahorraron muchas vidas de soldados americanos. Y bordeando ese cinismo, también en el presente se aceptan los llamados “daños colaterales”, que frecuentemente designan las abundantes víctimas inocentes de las actuales guerras, en razón de unos determinados fines buenos de esos conflictos, olvidando que una guerra moderna causa tantos y previsibles daños a inocentes que prácticamente nunca puede considerarse justa.
Otra línea de quiebra práctica del principio de que nunca es lícito acabar con un inocente es el silencioso genocidio del aborto. ¿Qué puede justificar acabar con la vida del inocente aún no nacido? Si se admitiera que el principio santo de que “jamás hay que atentar o dañar gravemente a inocentes” tuviera excepciones, se abriría la puerta a la vulneración de los derechos humanos y así al totalitarismo. En efecto, el inocente no tendría su vida protegida, sino que en algún caso sería legal acabar con ella.
Así, paradójicamente, afirmar que no existe el mal absoluto (del que atentar contra un inocente sería una manifestación destacada) abriría la puerta a la carencia de libertad real, a la quiebra de una democracia genuina, a la tiranía. De esta manera, el relativismo moral, que algunos pretenden que es lo más compatible con la democracia, resulta el camino más fácil para acabar con las garantías democráticas del individuo, con su derecho a no ser perseguido si es inocente, ya que se admiten excepciones a todo principio, pues no habría verdades ni moral absolutas.