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La respuesta cristiana: ante los miedos y el caos de Europa. Una reflexión sobre el sentido

En el actual contexto de incertidumbre y contradicciones internas, Europa parece estar en busca de un sentido que cohesione sus políticas y valores, enfrentando la necesidad de redefinir su identidad y propósito en un mundo en constante cambio.

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En el actual contexto de incertidumbre y contradicciones internas, Europa parece estar en busca de un sentido que cohesione sus políticas y valores, enfrentando la necesidad de redefinir su identidad y propósito en un mundo en constante cambio.

Reclama más Europa. ¿Pero cuál, la de la protección de los débiles, o la del aborto como derecho europeo?

En realidad, Europa necesita desesperadamente un sentido para su existencia que sea mucho más que el desafío o el problema inmediato, porque lo cierto es que el liberalismo de John Bordley Rawls ha suprimido toda idea de bien de los estados, y este vacío ha sido aprovechado en alianza tácita por la progresía de género para convertir esta doctrina en ideología de estado. ¿Y es por esto por lo que van a pedir a nuestros jóvenes que estén dispuestos a luchar, matar y morir? ¿En nombre del aborto, del matrimonio homosexual, y la liquidación del ”patriarcado opresor»- no habíamos quedado que Europa era un emporio de derechos y libertades-, para defender el feminismo de género, para eso vamos a la guerra?

Lo que necesita Europa es recuperar el sentido y es volver con espíritu creativo a sus fuentes.

Jean-Paul Sartre, en una de sus célebres conferencias de 1940, relató la angustia de un joven que acudía a él en busca de consejo, desgarrado entre cuidar de su madre enferma o unirse a la lucha contra el nazismo. Según Sartre, ese joven debía afrontar solo su dilema, sin esperar respuesta alguna de la moral, la religión o la tradición. Como escribió el propio autor:

«El hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y, sin embargo, libre, porque, una vez lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace» (Sartre, El existencialismo es un humanismo, 1946).

Esta libertad radical, sin fundamento ni modelo, resume de modo paradigmático el drama del hombre moderno, que se percibe a sí mismo autorreferenciado, aislado de cualquier referencia trascendente o comunitaria, y entregado a un tiempo histórico lineal y sin retorno.

Sin embargo, frente a la visión existencialista de Sartre, Mircea Eliade propuso una interpretación antropológica y cultural profundamente distinta. Para Eliade, el ser humano no es un ente condenado a la soledad metafísica, sino un «homo religiosus», un ser constitutivamente orientado hacia el sentido y lo sagrado. Como él mismo afirma:

«El hombre arcaico desea vivir en un Cosmos saturado de significaciones; rechaza una existencia que no tenga sentido, que no pueda integrarse en un sistema de referencias metafísicas y religiosas» (Eliade, El mito del eterno retorno, 1949).

En El mito del eterno retorno, Eliade analiza cómo las sociedades tradicionales concebían el tiempo no como una línea irreversible, sino como un ciclo en el que se retorna periódicamente al origen sagrado, mediante rituales y mitos, para renovar el mundo y asegurar su continuidad. Este «eterno retorno» no era una evasión de la realidad, sino el mecanismo fundamental para sostener la existencia frente al caos y el sinsentido. Por eso, señala:

«Los ritos y los símbolos son instrumentos que permiten al hombre religioso actualizar y reactualizar la realidad sagrada, asegurando así la continuidad del mundo y su permanencia contra las fuerzas del caos» (Eliade, Lo sagrado y lo profano, 1957).

El problema, a juicio de Eliade, es que la modernidad ha abandonado estos mecanismos simbólicos y religiosos, y con ello, ha dejado al hombre expuesto al «terror de la historia», es decir, a la experiencia angustiosa de los acontecimientos como careciendo de sentido último. Tal como él mismo se pregunta:

«¿Cómo podrá el hombre soportar los sufrimientos y las catástrofes de la historia, si ninguna significación transhistórica ilumina las luchas y las muertes?» (Eliade, El mito del eterno retorno, 1949).

Esta crítica se extiende a una civilización que, confiada en el progreso técnico y el poder humano, ha sustituido las estructuras míticas por una confianza excesiva en la razón y la técnica. Pero, como advierte Eliade, el poder humano más elevado no se encuentra en la ciencia o la tecnología, sino en las capacidades religiosas que la modernidad ha olvidado. En definitiva, el hombre no puede vivir sin sentido, y cuando niega esa dimensión, queda a merced del caos histórico y del vacío existencial.

La respuesta Cristiana

Ahora bien, aunque Eliade estudió religiones diversas, la cuestión central sigue abierta: ¿Cuál es hoy la respuesta más adecuada a esa necesidad de sentido? A nuestro juicio, el cristianismo ofrece una respuesta única y definitiva, por varias razones.

Primero, porque a diferencia de las religiones arcaicas, que repetían cíclicamente los gestos de los dioses, el cristianismo introduce una visión del tiempo que, aunque lineal, no renuncia al sentido. La historia no es una cadena de hechos vacíos, sino el escenario donde Dios actúa y redime, orientándola a una plenitud final. Como afirma Benedicto XVI:

«Si no hay un sentido último, un Logos que funda y guía el universo, entonces la vida humana sería un simple producto de la evolución, sin orientación ni finalidad. Pero si el Logos existe, si Dios es razón y amor, entonces la vida tiene un sentido» (Benedicto XVI, Discurso en Ratisbona, 2006).

Segundo, porque incluso desde una perspectiva puramente racional, la pretensión de una autosuficiencia materialista del hombre moderno es insostenible. ¿Cómo sostener que «todo está explicado» cuando la propia ciencia reconoce que el 95% del universo está compuesto de materia y energía oscura, cuya naturaleza desconocemos? Como señaló Karl Popper, uno de los más importantes filósofos de la ciencia del siglo XX:

«Nuestra ignorancia es inmensa. La ciencia no explica todo; en realidad, explica muy poco. Todo lo que explica son algunas relaciones superficiales entre las cosas» (Popper, Conjeturas y refutaciones, 1963).

Por tanto, la ciencia, lejos de cerrar la puerta a Dios, la mantiene abierta al reconocer los límites de nuestra comprensión, y ello debería conducirnos a una postura de humilde apertura a lo trascendente. En este sentido, el cristianismo no es una evasión irracional, sino una respuesta razonable y profunda a los límites de la razón y a la necesidad de sentido.

Además, como bien expresara C.S. Lewis, el deseo humano de trascendencia es en sí mismo una «señal» de que estamos hechos para algo más que este mundo:

«Si encuentro en mí un deseo que ninguna experiencia de este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo» (Lewis, Mero Cristianismo, 1952).

Finalmente, esta intuición humana de un sentido último, que Eliade recoge al estudiar las culturas religiosas, encuentra su confirmación plena en la tradición cristiana, según la cual el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre:

«El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 27).

Frente al nihilismo implícito en la perspectiva existencialista y frente a la fragmentación espiritual del mundo moderno, la recuperación del sentido religioso que Eliade defendió, oteando más bien al paganismo, encuentra en la cultura cristiana su respuesta más profunda y completa.

El cristianismo integra la razón, la historia y la trascendencia en una visión unitaria, que no niega el mundo ni la historia, sino que los asume y los orienta hacia su plenitud en Dios. En esta clave, la fe cristiana se presenta no como una opción más, sino como la respuesta adecuada a la naturaleza profunda del ser humano y al enigma del universo.

La cultura cristiana, fundamento de Europa, concepción inspiradora de sus padres fundadores, Adenauer, De Gasperi y Schuman aparece como la respuesta más integral a la crisis  del sentido que atraviesa. Ofrece una síntesis única de historia y eternidad, de razón y fe, de finitud y trascendencia, que responde a las preguntas que tanto Sartre como Eliade plantearon, aunque desde perspectivas diferentes.

Hoy, más que nunca, reconocer y redescubrir esta verdad puede ser el camino para reconstruir una cultura profundamente humana y abierta a Dios, la cultura que ha hecho a Europa, que ha propiciado sus renacimientos. ¿Qué mejor certeza que esta?

Hoy, más que nunca, reconocer y redescubrir esta verdad puede ser el camino para reconstruir una cultura profundamente humana y abierta a Dios, la cultura que ha hecho a Europa, que ha propiciado sus renacimientos Share on X

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