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Estar, estar ahí, saber estar

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Decía Julián Marías que los alemanes “darían una de las pocas provincias que les han quedado por tener los verbos: ser, estar y haber, tres maravillosos verbos para hacer filosofía”. Nosotros, afortunadamente, los tenemos en español y los usamos en todos los niveles del lenguaje. Lo que no sé es hasta qué punto profundizamos en ellos, especialmente en los dos primeros que son los que dan más juego para la reflexión. Mi opinión es que ahondamos poco en el verbo ser y sospecho que si la reflexión sobre el verbo ser ya es escasa, es más escasa aún en el estar, a pesar de que estar es un verbo cargado de significado que resulta fundamental en la vida de cada día, en la vida práctica. A esta sospecha hay que añadir de inmediato una observación importante y es que para entender bien este verbo, el estar, no se puede considerar su significado de manera aislada, sino en relación con el primero, el ser, y si no se hace así, corremos el riesgo de quedarnos a medio camino en su comprensión, perdiéndonos la parte más jugosa.

Que ser y estar son distintos no hace falta explicarlo mucho. Cualquier hispanohablante desde que empieza a tener cierta soltura con su lengua sabe cuándo tiene que emplear ser y cuándo estar porque por el uso, aun siendo niños, se entiende la diferencia entre ser joven y estar joven, ser alegre y estar alegre, ser limpio y estar limpio, etc. Lo que costaría más trabajo sería señalar su relación y sus coincidencias. Tratando de buscar un ejemplo que nos dé algo de luz sobre la estrechez de esa relación, no me parece desajustado poner en paralelo estos dos verbos, ser y estar, con uno de los binomios más sublimes que la realidad nos proporciona, que es el binomio madre-hijo. Es evidente que madre e hijo son personas distintas, pero también es claro que ninguna de las dos puede entenderse sin la otra. El paralelismo puede parecer atrevido, y en algún aspecto quizá lo sea, pero hay un dato por el cual el ejemplo es válido: igual que entre madre e hijo hay una continuidad en el orden del ser (de tal manera que la madre se encuentra con muchas dificultades para saber con claridad dónde acaba ella y empieza el hijo), lo hay entre el significado de los dos verbos porque los significados de ser y estar también pertenecen a un mismo continuo ontológico.

Hay un primer argumento de peso y es el siguiente. Si ser y estar fueran dos verbos de significados inconexos tendrían que existir diferenciados en todas las lenguas, y es bien sabido que son varias las que usan una sola palabra con la que significar tanto ser como estar, entre ellas algunas bien cercanas como el francés y el inglés.

Un segundo argumento lo encontramos en Heidegger. El filósofo alemán, en su obra Ser y tiempo, ha señalado que ser consiste en estar-en-el-mundo. A esta postura no se podría hacer ninguna objeción si no hubiera más existencia que la terrena, pero a quienes por la fe hacemos confesión de la inmortalidad del hombre y de la esperanza en la vida eterna, esa misma fe nos asegura que ser no se reduce solo estar-en-el-mundo, puesto que el ser (en el caso del hombre, el mismo ser personal y no otro) permanece más allá de la muerte. Ahora bien, la observación de Heidegger no es descartable porque ayuda a entender que entre ser y estar no hay oposición, ni hay tampoco tanta diferencia como a veces pensamos los que usamos una lengua que distingue entre estos dos verbos.

No creo necesario detenernos a ver el significado del verbo ser ni sus diferencias con estar. Digamos de paso solo lo más destacable. Ser sirve para mostrar la existencia de algo (Juan es mi hermano) o para indicar algunas cualidades (el coche es rojo) y la principal diferencia es que con ser apuntamos a la naturaleza de algo o bien indicamos la idea de permanencia o estabilidad, mientras que estar apunta a la provisionalidad o la artificialidad. Así, si de un adulto decimos que es rubio, lo que estamos diciendo es que su pelo ha sido siempre rubio y lo será mientras que se mantenga en su color natural, hasta que encanezca o lo pierda. En cambio, si decimos que la persona está rubia, estamos haciendo referencia a algo accidental, algo mudable o artificial, aun cuando permanezca rubia durante mucho tiempo. Baste con este apunte sobre las diferencias para dedicar el resto de la reflexión al verbo estar.

¿En qué consiste estar?

Estar sirve para situar en el tiempo y en el lugar, y para indicar el modo. Estar es la manera de definir el ser desde su instalación en este mundo. Estar es lo que explica la configuración existencial de cada hombre mientras vive aquí. Nuestro ser, igual que el resto de los seres de este mundo, en tanto que permanezca en esta tierra ha de estar necesariamente ajustado: a) al tiempo, b) al espacio y c) a un modo de estar, es decir, a unas circunstancias relevantes.

Valgan los siguientes tres ejemplos:

  1. a) Yo estoy ahora, b) en mi cuarto de estudio, c) redactando estas líneas con dedicación.
  2. a) Luis ha estado un mes, b) en el hospital, c) recuperándose de una operación complicada.
  3. a) Cristo está siempre, b) en el Sagrario, c) esperando nuestra compañía.

Estar es la presencia del ser ligada a un lugar y a un período de tiempo concretos, pero además sirve para indicar el resto de afecciones del ser y el modo en que el ser se vive a sí mismo (sereno, cansado, expectante, sufriendo, interesado, etc.); no basta con estar en un lugar durante un tiempo, experimentamos también todas las circunstancias que nos acompañan y el modo en que nos encontramos. No es poca cosa estar y de ello da fe el hecho de que uno de los mayores elogios con los que cabe honrar a alguien es diciendo que “sabe estar”. ¿Qué significa eso? Que sabe acomodar su ser al tiempo, al espacio y a las diversas circunstancias en que se encuentra, lo cual a la vez equivale a hacer agradable la relación con los demás.

Lugar y tiempo

Ningún hombre es puro espíritu. Cada uno de nosotros es una unidad corporeoespiritual, constituida por un cuerpo material y un espíritu inmaterial. El cuerpo, ha recibido a lo largo del siglo XX por parte del pensamiento una merecida atención de la que había carecido con anterioridad. Especialmente en las últimas décadas se ha abundado en su dignidad y en la importancia personal del mismo. A esta “puesta en valor” del cuerpo (admítase el neologismo) y a su difusión ha contribuido de manera muy significativa la llamada Teología del cuerpo de san Juan Pablo II. Hemos de pasar por alto ahora las funciones y el valor del cuerpo humano, porque eso queda fuera de las cuestiones que nos ocupan, pero sí es oportuno señalar un punto del mayor interés que consiste en observar que gracias al cuerpo estamos aquí.

De entre las variadas funciones del cuerpo, la primera que se nos impone es esta: el cuerpo nos sirve para insertarnos en la realidad de este mundo material. El cuerpo (mientras es alguien, mientras está vivo) nos permite y nos obliga a estar. Gracias al cuerpo que somos venimos a este mundo entrando en el tiempo y en el espacio. Y gracias a este cuerpo entramos en relación con la totalidad de la realidad: con Dios, el Ser con mayúscula, y con todos los demás seres vivos e inertes, con los hombres y con el mundo.

Comoquiera que todos los hombres somos corpóreos, el lugar y el tiempo en el que estamos se convierten en el ámbito obligado e imprescindible para la relación. Solo podemos posibilitar a los demás ser partícipes de nuestra existencia, y participar nosotros en las existencias de los otros, compartiendo tiempo y espacio. Somos seres esencialmente relacionales porque la relación no es algo optativo (aunque haya relaciones que se eligen y otras que se rechazan). La relación no es un añadido a nuestro ser, sino algo que nos constituye. La relación nos precede y nos acompaña necesariamente a lo largo de toda nuestra existencia. La relación nos hace ser quienes somos, pero no podríamos entrar en relación personal auténtica con nuestros semejantes si no compartiéramos con ellos tiempo y espacio a la vez; no sirve espacio sí y tiempo no, o a la inversa, tiempo sí y espacio no. La relación constructiva exige que espacio y tiempo sean simultáneos. Es evidente que estas no son las únicas condiciones para una buena relación, porque son condiciones mínimas, pero precisamente por ello son imprescindibles.

En nuestra época hemos artificializado muchísimo los modos de relación y la relación misma. Los medios tecnológicos actuales nos permiten romper fácilmente las barreras naturales del tiempo y el espacio. No es necesario ponderar las ventajas de estos avances porque están a la vista de todos, pero a la vez parece bastante claro que estos medios son justamente eso, medios, artificios que median necesariamente entre las personas. Si por una parte podemos disfrutar de las ventajas que supone la desaparición de esas limitaciones naturales que son el tiempo y el espacio, por otra parte, esos mismos medios vienen a ser las nuevas barreras que sustituyen a las anteriores, pero ahora artificiales, que con frecuencia se convierten en sucedáneos o sustitutos de la comunicación interpersonal directa, cara a cara. A este respecto se hace obligado observar que sea cual sea el desarrollo de las comunicaciones artificiales, ningún artefacto tecnológico puede igualar a la relación sin mediaciones, o si se prefiere, a la relación que no tiene otras mediaciones que los propios sentidos. La persona humana para vivir como tal, lo que necesita no es borrar el tiempo y el espacio, sino compartirlo. Una de las aportaciones más relevantes del personalismo filosófico del siglo XX ha consistido en destacar que ser persona es ser de relación. Y así es frecuente encontrar en los escritos de los personalistas expresiones como que ser es ser para el otro, ser persona es ser en relación, ser es co-ser, etc. La idea es muy luminosa, se ha ido abriendo paso poco a poco y las expresiones que la hacen visible son muy acertadas, pero esta filosofía quedaría en el aire sin el verbo estar porque no se puede co-ser sin estar-con. No se puede ser para el otro sin estar-con él.

El tiempo y el espacio marcan al cuerpo unos límites a los cuales los hombres no tenemos más remedio que sujetarnos, pero esos mismos límites son nuestro campo real de posibilidades. Cada uno puede dar de sí hasta donde llegue su capacidad para estar. A la vez hay que decir que la influencia de una persona puede ser mucho mayor que su capacidad de estar, trascendiendo en multitud de casos a la propia muerte. Este dato lo que viene a señalar es la trascendencia y la importancia de las obras cuyos efectos pueden saltar el tiempo y el espacio, pero no contradice el hecho de que el ser humano solo puede hacerse personalmente presente y actuar allí donde esté presente el cuerpo y durante el tiempo que dure esa presencia. Merece la pena pararse un momento en cada uno de estos dos momentos del estar: hacerse presente y actuar. Ambos son bien valiosos, y según las circunstancias puede ser preponderante uno u otro, pero, dicho en general el hacerse presente es más importante que el actuar.

Vivimos una época de hiperactividad que solemos focalizar especialmente en nuestros niños y no en los adultos, pero es una hiperactividad que nos envuelve por todas partes y nos afecta a todos. No hace falta ser demasiado observador para darse cuenta de que vivimos comidos por las prisas y, en consecuencia, por la superficialidad. ¿Cómo vamos a profundizar en nada? ¿Cómo vamos a saborear sin detenernos? ¿Cómo vamos a disfrutar de aquellas cosas que solo pueden gustarse contemplándolas? Quien no le saca ningún partido a la contemplación se pierde lo más jugoso de la vida. Valga este ejemplo de tipo religioso, aunque la contemplación afecta a todos los ámbitos de la vida. Quien sepa lo que es orar en silencio, probablemente tenga experiencia de la dureza de estar “sin hacer nada”. Quien se haya marcado alguna vez el compromiso de pasar un tiempo relativamente largo de oración ante el sagrario o de adoración ante el Señor expuesto en la custodia es muy probable que sepa lo que es mirar una y otra vez al reloj esperando que le libere del compromiso adquirido, aun cuando tenga el firme propósito de repetir esa oración periódicamente. Se trata de una experiencia de aridez muy conocida para el hombre orante que al mismo tiempo va acompañada y compensada de otra vivencia singular: experimentar y comprender el valor inconmensurable que tiene el estar, estar presentes. Porque eso es lo que podemos afirmar que ha querido hacer Jesús Sacramentado quedándose en la Eucaristía: estar. Estar para quien quiera ir a eso mismo, a estar con él.

La vida social, con su tejido y su diversidad de relaciones, también presenta situaciones muy comunes y muy conocidas que nos certifican sobradamente el valor que tiene el hecho de estar. Veamos un par de ejemplos tomados de la vida ordinaria.

¿Qué hacen los padres de un joven que está internado en la UVI de un hospital yendo todos los días a verle detrás de un cristal durante sesiones de tiempo muy limitado estando el hijo inconsciente, sedado o en coma? ¿Qué hacen allí sino estar?

Otro ejemplo. Cuando celebramos algún acontecimiento importante en nuestra vida, un acontecimiento que justifique la presencia de invitados, a lo que invitamos a la mayoría de nuestros seres queridos, familiares, amigos, etc., es a estar. A la mayoría de los asistentes a la ceremonia religiosa de una boda no se les pide que hagan nada, sino que estén presentes (y presentables). Y si alguien falta, lo que se lamenta es que no esté.

Estar consume tiempo

¿Qué esperamos recibir de alguien cuando de manera desinteresada deseamos que esté presente?, o dicho en sentido inverso, ¿qué damos cuando nos hacemos presentes en algún sitio? La respuesta es tiempo, damos tiempo, nuestro tiempo. Una de las obras de misericordia está basada directamente en este tipo de donación: “Visitar a los enfermos”, que incluye no solo a los que andan escasos de salud sino a los que viven en soledad o en régimen de aislamiento: enfermos, impedidos, ancianos solos, presos, expatriados, etc. ¿Qué da quien va a estar con alguien así? Solo tiempo. Toda visita desinteresada a alguien en estado de necesidad es un sustancioso regalo en forma de tiempo. Ahora bien, ¿en qué consiste dar tiempo sino en darse a sí mismo? Quien da su tiempo está dando de sí, porque el tiempo que poseemos no es otra cosa que la tasación de nuestra vida. En este sentido, podemos decir somos tiempo. Somos el tiempo que vivimos, y perder o aprovechar el tiempo no es otra cosa que perder o aprovechar la propia vida. En este caso estar-con es lo mismo que regalar dosis del propio ser. Y eso es así porque estar consume tiempo, estar se nutre de tiempo.

Estar ahí, saber estar.

Desde hace algunos años la expresión estar ahí, referida a las relaciones personales, ha hecho fortuna. Estar ahí significa que alguien puede contar con el favor de otro siempre que necesite acudir a él. En este caso “ahí” no significa ningún lugar concreto sino un estado de disponibilidad permanente, o al menos oportuna. Ya hemos dicho que estar ahí donde se la necesitaba fue, y sigue siendo la gran tarea de la Virgen María. Eso es lo que esperan los esposos, uno del otro, lo que se espera de unos padres, de unos hermanos, de unos amigos, que estén ahí. Estar ahí, de manera única, incomparable y excelsa, es una de las cosas para las que Jesucristo se ha quedado en la Eucaristía.

Mas no basta con estar, hay que saber estar, porque también hay presencias que incomodan y alteran. Y para saber estar hace falta aprender a estar.

Aquí entra en juego la educación, que tiene entre sus grandes cometidos enseñar a saber estar. Saber estar es algo que afecta a la totalidad de la persona, pero pensando en la educación, podemos circunscribir a estos tres campos: a) las actitudes, b) el reconocimiento y la asunción de roles y c) la corrección en las formas. Todo un programa, como puede verse, del que ahora no podemos hacer otra cosa que dejar constancia.

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